Asienta sus reales la primavera y aquí en el sur es como decir que ha llegado el heraldo del verano. Hace calor al sol, y aunque la sombra todavía tira pellizcos de fresco en la espalda, ya se nota el brillo de las tardes y el despiste generalizado en la forma de vestir de la gente, que no sabe qué ponerse. Estos días alternan todavía los jerseys de cuello alto y las cazadoras de polipiel con las bermudas y las chanclas, y las camisas estampadas sin cuello, que preludian nueva moda, y los pantalones chinos que sustituyen a las panas y los tergales. En primavera, cierto, hay más colores, pero debe ser porque los armarios todavía son un batiburrillo de ropa de invierno y de verano, la mezcla a destiempo de las prendas de entretiempo.
Sopla un levantito agradable en la calle que en el colegio vuelve las tardes verdaderamente insoportables. Hoy nadie tiene ganas de retomar el curso (si hay unas vacaciones que agoten, son las de Semana Santa), aunque a los alumnos de segundo de bachiller les quedan solamente (ay) 28 días de clase.
Vuelta al tajo, a archivar mientras sea capaz la redacción de mi novela nueva, a traducir para pagarme las letras y la colección de dividís. Se apetece pasear por la playa y sentirte camino de julio, de la libertad que parece que regala el mar, de la luz continuada que simula espantar para siempre las incógnitas de la noche.
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