A la espera de ver (o no ver) la película de Mel Gibson, acabo de darle un repaso en la tele digital a Jesus Christ Superstar, la opera rock de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice reconvertida en película por Norman Jewison en 1973, una peli que causó cierto revuelo en su momento, que hizo que se estrenara aquí dos años y pico más tarde, con algún subtítulo desplazado a posta, y con la oposición de los sectores más tradicionalistas de la iglesia. Sin rubor confieso que fue la película de mi adolescencia más temprana, a la espera del diciembre del 77, una banda sonora que conocí antes de ver la historia en pantalla (porque, oh, amiguitos, existía una cosa muy fea llamada censura y todos estábamos convencidos de que nunca sería estrenada en España, y el mulo y el kaaza ni siquiera aparecían en nuestros argumentos de ciencia ficción) y a la que le debo, entre otras cosas, haber aprendido muchísimo vocabulario de inglés, por aquello de traducir y desentrañar qué decían las letras y a santo de qué venía tanto ajetreo.
Vista hoy, la película se nota algo desfasada en el tiempo, pero esa es quizás su mejor baza. Nada se puede objetar a la belleza de las canciones, ni a lo punzante de algunas de sus letras, pero sí es cierto que la puesta en escena, si uno no se acerca a ella con perspectiva histórica (sí, ya sé que es un esfuerzo) puede causar algo de incomodidad. Porque la película es setentera a tope, y lo fue sin duda conscientemente en su momento, y ha quedado, sobre todo, como un monumento de su época. Los actores van vestidos en su mayor parte como vestían los hippies de aquellos días, con toda la parafernalia que hoy nos puede parecer ridícula pero entonces era lo más cool que se despachaba, y eso se potencia en el minimalismo de los decorados y la transición de canción en canción, por medio de bruscos cortes donde la cámara no se detiene a pasar de escena en escena. Vista con ojos de historia y sin ningún matiz pseudo-religioso, Jesus Christ Superstar es, más allá de la puesta al día del Evangelio y de los últimos días de Cristo (y la reivindicación de Judas) un canto a una época que, ya en 1973, se sabía perdida. Este Cristo es la juventud de una época, pillada entre los poderes fácticos al uso (Vietnam, las drogas, el dinero: todo eso se ve, y muy claramente, en la escena del templo, en los personajes de Pilatos, Herodes y Anás y Caifás), y como toda juventud corre el riesgo de ser dilapidada tontamente... o ser sacrificada.
Porque la película es, en cierto modo, un akelarre. O un anti-akelarre. La escena de abertura nos muestra la llegada de un autobús destartalado a unas ruinas (la película está rodada en Israel, curiosamente), y de ella empieza a bajar una multitud de jovenzuelos que no pueden ser sino una trouppe teatral que se reparte sus papeles y su atrezzo. Judas, ya desde esa entrada, se mantiene al margen. Y Cristo no los acompaña. Como buen héroe solar, aparece cuando los niños de las flores invocan uno de sus cánticos (hay muchas manos tendias al sol en esta película, mucha gestualidad hippiesca), pero no es uno de ellos. Tampoco al final, cuando el sacrificio se ha consumado, vuelve con ellos, pues su naturaleza se mantiene en el misterio.
La película toma partido, en efecto, por Judas (interpretado con pasión por Carl Anderson), a quien se presenta como un títere con conciencia, el hombre que se niega a aceptar que Cristo sea algo más que un hombre y que es sabedor, desde su primera canción en solitario, de que la misión que Cristo podría llevar a cabo se ha perdido entre lisonjas. Suya es una frase que, todavía hoy, muchos reprochamos en términos parecidos a la iglesia: con el dinero de esos perfumes se podría dar de comer a los pobres.
En el otro lado, Jesucristo, interpretado al principio de manera algo desangelada por el bajito y guapetón Ted Neeley (fue un sex-symbol para las chavalas de mi época, y tendrían que haber visto hoy a mi mujer y a mi niña sentadas juntas admirándolo todavía), pero que en seguida le coge el pulso a su papel y se revela un grandísimo personaje en tanto se hace más humano. La gran canción Getsemaní, con su dosis de rebeldía e incomprensión y por fin sumisión alcanza en la garganta de Neeley (creo recordar que era de ascendencia cherokee) momentos de gran intensidad dramática que todavía hoy pone los pelos de punta.
En su día se calificó a la película de irreverente, antes de que la Iglesia se abriera un poco más a lo que le iba a caer encima y acabara por adaptar alguna de sus canciones para las misas. Recuerden que hubo una versión teatral en castellano, con muy buena adaptación de las letras y una más que notable interpretación por parte de Camilo Sesto en el papel principal. En las Hispacones (o sea, las convenciones de los frikis de la ciencia ficción), no sé si saben ustedes que este musical es una especie de himno oficioso y todo el mundo (nos traiciona la edad) se sabe canciones enteras que se cantan a coro.
Por encima de la estética ya retro, de los pescozones a lo establecido (un Judas negro que, además, al final aparece convertido en ángel), la gran pregunta con la que el personaje acusa a Cristo, convertido en espectáculo de masas: ¿Sirvió de algo? Ojalá pudiéramos contestar a eso. Esa es la gran pregunta que se plantea Judas ("Sólo quiero saber"), la gran pregunta que llevamos dos mil años intentando responder, me temo que sin demasiado éxito nosotros tampoco.
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