Vino primero con prisa, impaciente, adelantándose una semana a lo previsto. Luego se lo pensó mejor y nos tuvo un día entero esperando, su madre arriba y sola en la sala de dilatación y yo abajo, mirando una pared. A las once de la noche me dijeron que ya podía subir a verlo.
No era como habíamos imaginado (morenito, el pelo rizado; así fue su hermana luego), pero fue mucho más de lo que habríamos soñado, padres primerizos: rubio, sonrosado, los ojos azules que hoy son verdes, como los de su madre, a quien tanto se parece (aunque muchos dicen que es clavadito a mí). La enfermera me lo enseñó detrás del cristal, en sus brazos (por entonces yo no pude cogerlo, ni habría querido: tenía bloqueo mental, un agobio grandísimo, ya saben ustedes lo que es ser padre, nunca se está preparado). Mientras yo miraba y lo saludaba, él hizo un movimiento líquido, desperezándose, y abrió un ojo que nos sorprendió, por aquella llama azul inesperada. "Hola, cangrejito", le dije (lo llamábamos así, cuando todavía estaba dentro de la barriga de su madre y yo jugaba con él, provocando sus pataditas y ese movimiento de ola marina de una punta a la otra del cuerpo donde estaba). No sé si me oyó. O mejor, sí lo sé: desde detrás del cristal, me sonrió.
Como nació con ventosa, lo tuvieron dos días en el nido. Teníamos que bajar a verlo por turnos. La pasión de padre no me impedía ser objetivo: era el niño más bonito de todos los que había allí. Al día siguiente de nacer (o sea, mañana), me lo crucé por un pasillo, cuando lo llevaban a hacerle una de esas pruebas que uno no entiende. "Ese es el mío", le dije a mi suegra, que me acompañaba entonces. Ella no me creyó. Cuando llegamos a la habitación, nos anunciaron: se lo acaban de llevar, os lo tenéis que haber cruzado hace un segundo. Y yo le dije que sí, que lo había visto. Mi suegra se sorprendió: ¿cómo eres capaz de identificar a un niño al que has visto dos segundos anoche, en un pasillo de pediatría lleno de niños? La respuesta era sencilla: porque es mío.
Fue un bebé lucido, un niño bueno. Me encantaba por las tardes tumbarme en el sofá con él encima, su cuerpo contra mi cuerpo, hasta que se acomodaba en mí y los dos nos quedábamos dormidos. Fue también un niño listo: con apenas veinte meses nos sorprendió una tarde deletreando una por una las letras del salvamantel donde comía potitos. Inmediatamente, las preguntas de rigor: ¿Tú le has enseñado al niño las letras? No. ¿Y tú? Tampoco. Durante un tiempo nos pudo el misterio, hasta que descubrimos que ver "Cifras y letras" todas las sobremesas, con él delante, había hecho que el crío fuera capaz de aprenderse el abecedario él solo (la clave fue comprobar que decía, de corrido, "bedebarcelona" con su media lengua de trapo; bueno, no tan media lengua, que siempre ha hablado muy bien, quizá porque siempre le señalábamos el coche y no el papú, el zapato y no el papato, el pájaro y no el pipi).
Mi padre decía que era su rubito de oro, aunque hoy tiene el pelo algo más oscuro y supongo que, de mayor, acabará por ser moreno. Es bajito, como yo, testarudo como su madre. Tan analítico como yo soy. Todavía muy pequeño, en la plazoleta, me hizo una pregunta que me dejó de piedra, de hermosa y poética que era: ¿Qué hay detrás del cristal del cielo?
Es experto en pokemons igual que, de más chico, era experto en marcas de coches y en sus logotipos: bastaba media vez que tú dibujaras en un papel la marca y él la identificaba sin fallar ni una. Es fan de Supermán (pero de la serie de televisión), y no le gusta leer demasiado. Estudia quinto de Primaria y me sorprende cómo maneja el Paint y sabe, por instinto, cosas de móviles, informáticas y gameboys que yo no entiendo. Le gusta el cine, y la Banda del Patio. Y Lizzie McGuire, que me parece ocupa en su corazón un lugar que sólo le disputa, de momento, Paulina Rubio. No le gustan muchas cosas que a mí me gustaban de crío: los tebeos, las aceitunas, las almejas, el marisco. Ahora empieza a saborear la cocacola, pero controlándola: el azúcar lo pone como una moto.
Es algo cargante cuando quiere. Curioso. No sé qué estudiará cuando sea mayor, pero se le nota que tiene espíritu científico. Y, sin embargo, escribe algún cuento de Supermán, cuando se acuerda. Dibuja mejor cuando le da la gana que cuando se lo exigen en el colegio. Estudia inglés desde que cumplió tres años y creo que le gusta, aunque durante unos meses, porque la profesora de francés del colegio es más guapa, dijo que le gustaba más lo gabacho. En casa del herrero, ya saben, cuchillo de palo.
Va aprendiendo a ser persona y espero que sea una persona noble. No me preocupa todavía como sé que me preocupará dentro de unos años: los padres somos así. La tranquilidad se nos acabó hace hoy justo once años. Pero ya no recordamos cómo era la vida antes de que él viniera, cuando eramos dos, antes de ser cuatro.
Hoy cumple once años. Felicidades, Daniel. We love you.
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