En California, según cantaban los mineros de La leyenda de la ciudad sin nombre, llamaban María al viento, y la lluvia era Tess (el fuego era Joe, cosas del machismo inherente a esa divertida pandilla de bohemios).
Estos días, independientemente de que yo cante la danza india o no, están cayendo chuzos de punta en un montón de pueblos del litoral. Lo malo no es que la lluvia sea necesaria (no imaginan quienes no han pasado por eso lo insoportable que se hacen las restricciones de agua precisamente porque pasan años sin caer tres gotas), lo malo es que pueda ser tan dolorosamente feroz y salvaje.
Todas las riadas, todas las calles inundadas de barro, los coches volcados y las playas destrozadas tan cerquita de las vacaciones de Semana Santa nos traen, en el fondo, la inevitable reflexión primera de lo mal que hemos construido en este país nuestro durante tantos años. Se ha construido y se construye en el cauce de los ríos, y la naturaleza no entiende de urbanizaciones ni de carreteras: Dios es el gran matemático, el gran arquitecto, no jugará a los dados, pero que le eche un galgo el más inteligente ingeniero de caminos que pueda haber habido.
La segunda reflexión que me hago, tan cerquita de empezar a explicarles a mis chavales el Romanticismo, es lo equivocados y pomposos que fueron aquellos adolescentes literarios del dieciocho y el diecinueve, cuánto se equivocaban al querer equiparar sus sentimientos desbocados con la fuerza de la naturaleza cuando ésta campa por sus anchas.
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