Saben ustedes que la música no forma parte importante de los rellenos con los que ocupo los huecos de mi vida; demasiadas otras cosas me llevan de acá para allá, siendo quizá la literatura (que, en el fondo, intenta acercarse siempre a la música) la que más me enreda.
Anoche, por amabilidad de V (Víctor para los amigos), tuvimos Angel Torres, nuestras santas y yo mismo la oportunidad de experimentar la música en directo, la música tal como se siente y se ve y se respira casi casi desde dentro. Una cosa es escuchar una grabación y otra ver cómo la orquesta, como un puñado de insectos que construyeran una casa en el aire, va dando forma y hechura a la melodía. Es impresionante el rito, la disposición en la escena, el suave arrancar de los violines, el lenguaje escénico de todos y cada uno de los componentes de la orquesta: lo que hacen es también teatro, una suerte de representación que se complementa a la perfección con la ejecución de las piezas.
Una cosa, ya digo, es escuchar la música en lata y otra ver cómo los músicos se preparan, cómo el gesto precede a la ejecución, la maniobra de dedos y hombros, de barbillas y bocas. Un puñado de hormigas trabajando al compás, haciendo bailar al señor que está de espaldas (Enrique García Asensio, ayer), quien a su vez les da la cuerda para que lo mezcan y lo arrullen.
Nos tocaron el concierto para violonchelo y la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák (que se pronuncia vorsak, miren ustedes qué cosa), y si hubiera que elegir de entre todo lo ofrecido se queda uno con el lenguaje gestual de Asier Polo, más allá de la sublime interpretación (uno creía imposible sacar tantos sonidos distintos a una caja hueca y un puñado de cuerdas), el aleteo de sus brazos alzándose antes de abrazar el violonchelo, la concentración al ir interpretando de memoria una partitura que tenía grabada en la cabeza, los gestos de intimidad, de reconocimiento, de esfuerzo y goce. Por encima de todo, al acabar cada pieza, la sonrisa cómplice, eso que desde el público sólo nos llega de rebote: la comunión entre la música y el ejecutante, ese misterio del que sólo unos pocos privilegiados son sacerdotes.
Y uno comprende, sí, que no es el hombre o la mujer quien toca el instrumento, sino que son los instrumentos quienes se valen de esos hombres y mujeres para ir extrayendo con ellos música de sus cuerpos y de sus almas.
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