Si de algo peca la literatura española (o la enseñanza de la literatura española) es de ombliguismo. Nos empeñamos en enseñar a los chavales los excelentes autores que hemos tenido a lo largo de la historia... pero lo hacemos a lo cojo, dejando fuera del repaso a quienes fueron los que originaron muchos de los movimientos literarios con los que exprimimos y amargamos a nuestros estudiantes. Dicho de otra manera: el romanticismo no lo inventó Bécquer, ni el realismo Galdós, y debe costar Dios y ayuda ponerlos en su sitio (ponerlos bien, quiero decir) sin hacer referentes a Goethe, Lord Byron, Shelley, Balzac o tantos otros que son (reconozcámoslo) tan importantes o más que los autores de los Pirineos para adentro.
Desde que doy clases de Literatura Universal he redescubierto a autores que no había leído más que a trompicones, cuando yo mismo era estudiante de una asignatura que desapareció con el BUP y que sólo ahora ha resucitado, brevemente, como optativa del nuevo bachillerato. He podido solazarme con Homero, con Shakespeare, con Villon (mi gran descubrimiento), con Baudelaire y con Kavafis. Y con Petrarca.
Me cae bien este tipo, qué quieren ustedes. Hace unas semanas llegué a decir que, si no fuera por Shakespeare, don Francesco Petrarca sería el poeta más importante de la historia. Lo mismo lo es, con Shakespeare y todo. Porque era un monstruo. Y no me refiero a si tenía o no de verdad ese metro ochenta de altura, sino porque fue capaz de legarnos no sólo la letra con la que escribimos, sino porque fue lo más parecido a un friki, perdón, a un intelectual, que nos dio la Edad Media.
Me cae bien este tipo, porque era sabio y culto y amaba los libros y los coleccionaba como si fueran de verdad el oro que de verdad son. Y porque sabía latín y griego, que yo no sé, pero no desdeñaba escribir en una lengua romance que entonces era de segunda fila y que engrandeció con sus escritos. Y porque hizo sonetos perfectos que me llegan al alma.
Me cabe bien este tipo porque amó a una mujer real a la que convirtió en eterna, o a una mujer de mentira a la que convirtió en eternidad real: Laura. Existiera o no, fueran varias mujeres o un mero capricho literario, una excusa para la gloria, hay que leer en orden su Cancionero para ver el avance de una vida (o de dos vidas) a lo largo de un montón de años: los poemas de amor y desamor con Laura viva, los poemas de melancolía y tristeza absoluta con Laura muerta. Como una novela, se leen estos poemas, y si la traducción al castellano es buena, se disfrutan como si de verdad hubieran sido escritos directamente en nuestra lengua.
Un poeta de verdad, sencillo y directo, ilustrado y sincero.
Se cumplen este año siete siglos de su nacimiento. En Italia lo estarán celebrando sin duda. Nosotros, como siempre, no querremos enterarnos.
Salute, maestro.
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