Dos veces, dos, he tenido que ir al colegio electoral. Me habían cambiado de sitio el mío de toda la vida (bueno, el mío de hace doce años) y uno, ingenuo, no había mirado siquiera la tarjetita que envían por correo, despistada entre tanta propaganda electoral, tantas facturas y tanta publicidad molesta.
Al no encontrarme en ninguna lista de las tres mesas que había en mi colegio, he ido al de al lado, y tampoco me he encontrado en las siete u ocho listas de las siete u ocho mesas que allí había, entre centenares, millares de personas que se buscaban para ver dónde les tocaba esta vez.
(No, no voy a ver conspiraciones donde no las hay: el barrio se ha multiplicado en un par de años y habrán tenido que reubicar los colegios electorales).
Vuelta a casa, corriendo, a buscar la tarjetita de marras. Tarjetita que no se encuentra. Tarjetita que por fin aparece. Regreso al galope al colegio electoral. Que casualmente no está en la calle donde dice la tarjetita, sino en una calle en perpendicular, más solo que la una, el pobre, olvidado por el otro colegio electoral que está a treinta metros y, en especial, arrinconado por las obras del estadio de fútbol.
Yo quería, antes del día 11, votar aunque fuera en blanco, por enseñarles a mis hijos no la abstención, sino la liturgia de la democracia. Hoy no he votado en blanco ni me he abstenido, ya lo saben ustedes. Hoy he recuperado, como muchos de ustedes, la urgencia de la democracia.
Porque todo el tiempo, entre carrera y sofoco, bajo el sol y la sombra y tirando de los niños y con los abrigos ya sobrantes en la mano, el pensamiento continuo: Estos hijos de puta no se van a quedar sin que yo vote.
Ya veremos qué página se abre mañana.
Comentarios (25)
Categorías: Un poquito de seriedad