Y callada, abatida, silenciosa. Todo cerrado, como en viernes santo. Una muralla de abrigos y paraguas y gente como es la gente en todas partes caminando, abarcando la avenida de una punta hasta la otra, bajo una lluvia hija de puta que a lo mejor, no sé, era también una lluvia solidaria. Es la primera vez en mi vida, desde que tengo gafas, que agradezco que llueva: las gotas frías en la cara me evitaban la vergüenza de sentir vergüenza.
Porque eso era, más que el dolor, lo que yo sentía. Vergüenza ajena, lástima por las víctimas y, sobre todo, por los asesinos, sean quienes sean. Me fastidia, me entristece tanto que todavía existan pitecantropos que confundan a los pueblos con sus gobernantes, que por eliminar un símbolo se equivoquen y eliminen al hombre y la mujer y el niño y el bebé con el que creen asimilarlo. Siempre he dicho que en las guerras se quiere matar al uniforme y, por error, se asesina al hombre que va debajo. Creo que estos días estamos viviendo esto mismo. Alguien ha declarado la guerra a una política y, como no puede golpear lo abstracto, se ceba en lo concreto, en lo fácil, en lo desamparado.
O sea, en todos nosotros. Los que ayer nos movimos lo hicimos por solidaridad, claro. Por sentido común. En la tristeza de la marcha bajo la lluvia, mientras la luz menguaba, sobre todos nosotros se sobreentendía esa verdad como un hierro al rojo. Nos podría haber tocado a cualquiera. Esa es la gran verdad (qué razón tenías, Juan José, cuando escribiste aquel guión de cómic para Jaramago, ese que nunca entendimos, ¿recuerdas?). Los muertos de Atocha podríamos haber sido nosotros.
Y no porque seamos españoles. No porque seamos altos, bajos, blancos o negros. Porque somos, simplemente, humanos. Y quienes no lo son nos confunden con los que no lo son tampoco, y nos reducen a carne y metal, a escombros y llanto, a una cifra, una estadística.
Con esas cifras, con esas estadísticas tenemos que contraatacar (no los demócratas, insisto: los seres humanos). Sí, hay que votar mañana.
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