Te da un susto de muerte, la máquina puñetera. Lo último, oigan. Baja uno las escaleras del aparcamiento donde duerme el coche (un aparcamiento público pero que alquila plazas a los incautos como yo), y apenas has entrado y te quedas deslumbrado por el cambio de iluminación, una voz que te asalta y una musiquilla que te dice que poco menos que has llegado al cielo.
Es una pantalla de televisión, lo que han colocado en el hueco que queda a la entrada, junto a la máquina expendedora de los tickets del parking y la de las latas de refresco (que nunca funciona o nunca acepta mis monedas en verano). Dan publicidad de la zona, de Cádiz, imagino, de lo bonito que es todo y lo bien que vivimos, que es la repanocha. Digo imagino, claro, porque no me quedo a ver las imágenes: entro con prisa y salgo con prisa. Y me imagino que quien tenga que sacar el ticket, luchar con las monedas, los cambios, las colas, tampoco. O sea, que la máquina más que engatusar, molesta. Más que seducir, aturde. Más que convencer, espanta.
No entiendo de estrategias publicitarias, ya lo saben ustedes, pero imagino que la máquina en cuestión (que debe tener un sensor remoto, porque sólo salta cuando detecta presencia humana) aparte de un gasto tonto, pasará a la historia dentro de poco. Porque no creo que sirva ahí para nada. ¿Quién se va a quedar a ver unas imágenes de video cuando los españoles sentimos una aversión visceral hacia los nodos y esas cosas? Vaya un sitio para colocar la máquina, qué jugada más innecesaria, qué moda más tonta.
Luego, en el cole, nos han colocado desde hace unas semanas, igual que ya había visto en otros centros de trabajo, no necesariamente educativos, un depósito de agua. Eso que se ve en las películas, mismamente. Con sus vasitos de plástico, sus cinco o seis litros de depósito. La mar de mono. Una cosa.
Está ahí de prueba. Como en los otros sitios donde los he visto. Y cuando se acabe el agua (y a nosotros ya se nos ha acabado) vendrá el pobre responsable de venderlo, a ver si lo renueva y se le compra (o se le hace un leasing, que es lo que mola), y entonces se le dirá que no, que no conviene, que no interesa, que ya tenemos grifo y, los delicaditos como yo, la botella de Fontvella en la taquilla.
Otra moda tonta, pues. Me gustaría saber, de verdad, si alguien se queda con el aparato o si se lo quitan de encima después de haberlo vaciado, como imagino que pasará con nosotros.
Y es que no aprendemos. Y siguen con modas que cuesta trabajo comprender, por más buena fe que uno le eche. De cadáveres de tamagoshis está hecho el futuro, me temo.
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