Se nos ha muerto Lázaro Carreter. Ese señor que uno recuerda, sobre todo, de los libros de texto de su cou lejano, dos tomos azules, Anaya, con las figuras de Don Quijote y Sancho de dos bocetos de Gustavo Doré. A pesar de lo complicada que los lingüistas se han empeñado en hacer la lengua española (adaptando para mi gusto términos absurdos copiados de lingüísticas extranjeras y complicando para los chavales innecesariamente eso de saber leer y escribir correctamente un par de párrafos), recuerdo aquellos libros con cariño, porque eran a la vez didácticos y divertidos, y planteaban el reto de escribir creativamente cosas tan imposibles como describir una ventana (un coñazo), o el taller de un zapatero (una delicia). Además, gracias a aquellos libros conocí por primera vez, siquiera de oídas, a Saussure y Chomsky y la semántica y los estructuralistas.
Luego, muchos años después, los dardos en la palabra, recopilados en dos libros indispensables (sobre todo el primero) para todo aquel que quiera manejar su idioma como la espada y el aguijón que tiene que ser la lengua. Martillo de periodistas, estos libros, la exigencia de la precisión en la información que ya no vemos en la prensa escrita (ni en la televisiva) más que con exquisitos cuentagotas.
Se ha muerto Lázaro y se ha muerto con él quizás el último gran crítico, el guardián de las palabras, el valedor absoluto de la magia de la comunicación precisa y rica, del conocimiento, del saber hacer, el Gollum castellano que guardaba para todos nosotros, y para las generaciones futuras, el más maravilloso tesoro de todos los tiempos: el de nuestra propia lengua, tan hermosa y maltratada, tan sublime y perfecta.
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