Lo mismo, no sé, es la propia naturaleza del disfraz: un atuendo de usar y tirar, breve como un klinex, la máscara de cuerpo entero que te permite, durante unas horas, creerte otra persona o ser tú mismo como quisieras ser, si te dejaran.
Uno se pone un disfraz y se vuelve, literalmente, un ser distinto. La pose del cuerpo se te dispara, y te mueves de verdad como un pirata, como un bandolero o como un zombie, actor improvisado del teatro que todos representamos a fin de cuentas. Lo decía Manolo Piñero y es verdad: en Cádiz la gente no se disfraza, se viste. Y por unos instantes dejamos que nuestro cuerpo lo ocupe otra persona, el papel que soñamos ser a lo mejor toda la vida. Yo he sido bufón, espadachín, cangrejo, chino, negro de betún y lanza de plumas, Astérix, monje, Han Solo, fantasma, enanito, gaucho, espantapájaros, Obi Wan Kenobi, el malo de Harry Potter, personaje de la Comedia del Arte. Cuanto más chusco e improvisado el disfraz, más divertido el rato, más me liberaba yo siendo otros oficios y otros rostros.
Luego, a la vuelta a casa, el disfraz se olvida, se disuelve como por arte de (des)encantamiento, se pierde en un cajón para prestarlo a otra gente o, simplemente, se desintegra en los componentes que hicieron de ropas diversas máscaras de diferentes personas.
No hay nada más triste, entonces, que un disfraz que no cumple su cometido, peor todavía que un disfraz que es comprado hecho. Un disfraz que no luce a la luna ni al sol del mediodía, el disfraz que se agita con el viento y revela lo falso de su envoltorio de oropeles de pega, el disfraz que se moja, como hoy, y no puede convertirse en cauce de magia.
La lluvia no respeta que necesitamos, por un día, cambiar a Pierre Cardin por Pepi Mayo, la ropa de marca por las marcas de maquillaje sobre la cara.
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