Como dicen mis chavales: Lo flipo. La publicidad, quiero decir. Me encocora, me sulivella, me deja pegado al televisor, atónito, muertecito, colgado de un hilo. Ya he dicho por aquí que los anuncios de colonia me parecen tan vomitivos como los de detergentes, y que en el fondo lo mismo es que me gustaría haberme dedicado, en algún mundo paralelo, a eso que dicen que es tan creativo, la publicidad.
Hay anuncios geniales y genios haciendo anuncios. Hay anuncios para bobos y bobos haciendo anuncios. Hay anuncios para los listos, para los torpes, para los altos, para los bajos, para los de acá y para los de allá.
Y luego están los anuncios de coches.
No sé si la cosa empezó con la señora aquella media boba que cuando veía el coche (no recuerdo la marca, con eso de que son ergonómicos ahora me parecen todos iguales) pegaba un grito que era para enviarle literalmente al abogado divorcista o a los padrinos (y no me refiero a los de la boda). O aquel taradete que se despertaba de la amnesia y decía "tero ese" (o tal que así), cuando se le antojaba el cuatro ruedas que pasaba por debajo del loquero. O cuando aquel otro nota pasaba por la vida con una ballesta y un mono que se le debió de escapar a un descarte a Tim Burton (y había otro con un pingüino que debió escapársele a Tim Burton de una película de Batman más antigua).
Eran anuncios que te dejaban un poco traspuesto. Y la cosa ha seguido. Uno sabe que el parque automovilístico está muy mal, que tenemos que renovar los coches (que se lo digan al mío, que ecosistema propio tiene, el pobre), pero es que hay anuncios que no es que bordeen ya lo surrealista: es que darían a Dalí dolor de cabeza. Desde esos donde la carretera se bifurca y se vuelve un puro arabesco, como si la hubieran trazado con la regla mágica de las grecas de mi infancia, a los dos tontos del haba que se encuentran un coche salido de la nada (ese está gracioso, y su segunda parte, más), pasando por el del tipo ese que se llama como su vecino y que empieza a notarse dos bultitos en la frente. Joder, qué complicado es comprar un coche: ya no te anuncian si tiene tracción a las cuatro ruedas, si te regalan un radiocasette o si tiene llantas de aleación de aluminio. Ahora te tienes que comer el coco a ver qué quiere decir la musiquilla hipnótica y la gaviota que pasa por encima tarareando el aleluya.
La cosa ha derivado tanto que ya tenemos la versión Cuclillos de Midwich para vender otro auto (creo que un Daewoo), y hasta la versión cachondeable de hadas y duendes con acento andaluz, como no podía ser de otra manera, porque ya la cosa clama al cielo. Pase que haya videoclips sin guión, tebeos con guiones malos (que viene a ser lo mismo), pelis de arte y ensayo o gilipollas que enmascaren con la cámara en mano la falta de ideas. Pero que para vender un coche que vale una pasta uno tenga que recurrir a un psicoanalista es que es para dedicarse a pasear en bici, oigan.
La duda que me queda es si, con toda esa retorcida moda, venden un coche, de verdad, o si la gente se gasta la pasta en aspirinas.
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