Lo tengo clarísimo. Quiero que mi presidente sea Jed Bartlet. Quiero que los políticos de mi realidad se parezcan, aunque sea en sueños, a este político de ficción. Quiero que quienes guían mi destino y el destino de los míos sean conscientes de sus grandezas y de sus miserias, y no se fijen solo de las miserias de sus oponentes, que no se atrincheren en el desprecio, que no sonrían sarcásticos ni hablen como un Julio Iglesias pasado de rosca y soles. Quiero una cabeza lúcida aunque sea en un cuerpo enfermo.
Como Jed Bartlet, sí. Como esa mezcla idealizada de tantos hombres en quienes se basa, y rodeado de ese puñado de hombres y mujeres que tienen por encima de todo la responsabilidad de aconsejar a quien es, en la ficción (y también los habrá en la realidad) el individuo más poderoso del planeta.
Acabo de terminar de ver (cosas del dividí viejo, recuerden ustedes), la segunda temporada de The West Wing, la magnífica serie ideada por Aaron Sorkin, rebautizada en español "El Ala Oeste de la Casa Blanca"... una de esas series que merecería estudiarse en las universidades de los políticos (uy, perdón, que los políticos, como decía Mafalda, no tienen universidades de la cosa) y, sobre todo, estar en el número uno de los rankings de nuestro país. Naturalmente, siendo una serie inteligente, seria, y sobre todo moral no es de extrañar que la pongan a la hora que la ponen, cuando la ponen. Lo extraño es que la hayan comprado siquiera.
He terminado de ver la segunda temporada con un nudo de emoción en la garganta. Cada episodio de esta obra de arte lo consigue. Siento profundamente la humanidad de cada personaje: de Josh, de Leo, de Donna, de Toby, de Charlie, de Sam, de CJ. Siento profundamente su vocación de ser útiles, el difícil equilibrio que muestra tan a la perfección cada episodio: el deber y el qué dirán, lo que se puede hacer y lo que se debería hacer, la política y la ética. Un juego malabar continuado, esta serie, donde nunca nunca se desprecia al contrincante, donde los argumentos de los otros (en este caso el Partido Republicano) son presentados con la misma pasión (y la misma razón) que las medidas de estos siete u ocho idealistas que tienen en las manos durante cuatro años el juguete de la Casa Blanca y el poder presidencial... pero no, no lo olvidemos nunca, el poder legislativo, que ese está en manos de las Cámaras, e incluso el hombre más poderoso del mundo tiene que someterse a su criterio.
El arco narrativo de esta segunda temporada, tras el tiroteo con que cierra la primera (y me van a perdonar ustedes los spoilers: cierren los ojos o no sigan leyendo) está en las consecuencias de una acción que, desde aquí, nos parece hasta surrealista. Acostumbrados a las mentiras continuadas de nuestros políticos (¿o debería decir a las mentiras continuadas de los políticos de verdad?), que confían siempre en ardides lingüísticas, en argucias semánticas y, sobre todo, en el desprecio al contrario (una vez más, lo siento, hoy tengo el día) y el desprecio a la opinión pública, sabiendo que el problema de este país (¿de todos los países?) no es, como creía Fernando Díaz-Plaja, la envidia, sino la falta de memoria, acostumbrados al día-a-día de la pequeña política nuestra, decía, donde cualquier escándalo ajeno sirve para mitigar los escándalos propios, el arco narrativo de los últimos episodios se cierra con la revelación, casi uno por uno, del secreto mejor guardado por Jed Bartlet, su enfermedad, su esclerosis lateral.
Los episodios han ido mostrando, casi con precisión matemática, la revelación del secreto y la reacción de cada uno de los miembros del staff: su desilusión, su desencanto, su tristeza, la preocupación por el estado de salud del presidente, su cierre en filas final, sabiendo que cualquier cosa que hayan podido hacer o decir en los últimos años los va a llevar a un gran jurado. Pero ese es el juego de la democracia: los jueces que irán a juzgar a Bartlet han sido elegidos por otros tres ex-presidentes, los tres republicanos. Es el toma y daca de la política, y en esta serie, al menos, se respetan las normas de juego. Qué grandeza.
Un personaje menor, pero que ya había dejado entrever su enorme categoría humana, se convierte de pronto en el eje en torno al que van a girar los dos últimos episodios de la temporada y, por ende, el futuro de Jed Bartlet y de la Casa Blanca. O lo que es lo mismo, de ese mundo de ficción que, excepto en ese detalle de política ficción, tanto se parece a nuestro mundo.
La señora Landingham, anciana y aparentemente desvalida, muerta en accidente cuando probaba su primer coche de estreno. Secretaria personal de Bartlet, la mujer que no acepta un descuento de más de diecinueve dólares en una compra porque los funcionarios del gobierno no pueden recibir regalos ni sobornos. La tozuda feminista, lo sabremos en el flash-back del último episodio, que puso a Bartlet en el camino que luego lo llevaría hasta el Despacho Oval... y que en los minutos finales, con ese viraje al fantástico (¿o es una ensoñación ese fantasma?), volverá a encarrilar la rebeldía que Bartlet (católico, no lo olvidemos) vuelve contra Dios en su apabullante monólogo en la Catedral.
Hay ecos de Coppola en toda la serie: me he dado cuenta, una vez más, como ya sucediera en el episodio navideño y el entierro del vagabundo ex-veterano, viendo el paralelismo entre la política y la religión, entre la ceremonia religiosa y los avatares de la res publica. Jed Bartlet y sus consejeros son, en cierto modo, una especie de anti-mafia, un anti-Padrino refrendado por las urnas, la legalidad ante todo. O, como dice la misma señora Landingham antes de convertirse en fantasma-materno del presidente: La mujer del César tiene que guardar las formas.
Y esa es, en suma, la gran baza de esta serie. Por encima de los personajes, del magnífico trabajo interpretativo, de la reflexión sobre la democracia y sus recovecos, la muestra (idealizada, tal vez, pero para eso existe el arte) de la servidumbre del poder, de la grandeza de la entrega.
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