¿Seguimos con anécdotas carnavalescas? Seguimos, y si no, no sigan ustedes. Lo que viene más abajo son los recuerdos novelados (pero reales) de un montón de carnavales vividos después de esos carnavales del 77 y el 78. Lo que pasa, claro, es que uno aprendió pronto que su vida no era interesante y que era más divertido camuflarla de la vida de otros, o simplemente dar crónica de la vida de otros, aunque hubiera que cambiar algún que otro nombre. Esta historia que sigue (larga, me temo) es la segunda de las dos aventuras de Torre, el boxeador amnésico, y su mentor y jefe y lo que se tercie, Pepito Fiestas. Luego de escribir los dos relatos ("Con la memoria partida" y "Como lágrimas en la lluvia", que es parte de lo que sigue) fue cuando decidí seguir con la historia de los personajes y escribí lo que hoy es Detective sin licencia. Insisto, todo lo que se cuenta es verdad, camuflado convenientemente. Disfrazado de carnaval, en este caso concreto.
A pesar del mucho ronear, la verdad era que Pepito Fiestas tenía mal beber. Vamos, que o se pasaba muy mucho o era como aquel poeta americano, el Pou o el Poe, que era hipersensible al trinqui y con nada que se metiera garganta abajo ya se quedaba todo gurripato. A Torre lo que le quemaba era el comportamiento de Pepito Fiestas cada vez que llegaban los carnavales. A él la mitad de las Fiestas Típicas se la habían arrancado de la memoria en el setenta junto con alguna cosilla sensiblera, el olor de su madre o el recuerdo de sus dedos sobre su cara, y la otra mitad siempre le había parecido un poco cursilona, salvable sólo por las majorettes francesas y la capitana aquella vestida de negro, que esa sí que era una leona en la cama o en la alfombra, si lo sabría él, un figureo molesto de reinas de las fiestas que luego eran más putas que las gallinas y la liaban en el Atlántico o cantaban el cara al sol o la internacional según les sentara de mal la manzanilla fina, que todas eran hijas de embajadores o de ministros plenipotenciarios con mando en plaza. Cuando el carnaval volvió a febrero a Torre todo aquello le cogió sin muchos ánimos, porque por aquellas fechas el viejo empezó a escupir rojo y tuvieron que ingresarlo en el Mora y no era agradable ver que se consumía y él no era capaz de consolarlo siquiera, porque perdió la consciencia y ya nunca más le contó anécdotas de una infancia y una época que Torre quería creer a pies juntillas pero se temía que en parte fuera una invención del viejo, que había leído mucho y había sido maestro con la República, hasta que después de la guerra lo mandaron al penal del Puerto y de allí salió sin permiso de docencia y con los pulmones vueltos una llaga. El carnaval regresó a febrero y desde entonces se convirtió en un clamor, una algarada, una moda ineludible, pero a Torre la mitad de los años le traía al pairo el bullicio de las calles, y los niñatos borrachos pisoteando cascos de botellas rotas, y las vomitonas y las meadas que lo ponían todo hecho un asco, pero Pepito Fiestas abrazó el jopeo como si se le fuera la vida en ello, y sin mucho esfuerzo convencía a su mujer para que se quedara en casa viendo películas de miedo (aquella de Spielberg del camión chalado era que la tenía loca), mientras el sábado él se encargaba de repartir disfraces y quedar con cientos de personas a intervalos de media hora, a las doce en las Puertas de Tierra, a las y media en San Juan de Dios, a la una en la Catedral, de dos menos cuarto a dos en la puerta de Correos, y si no a y media en la Viña, y a las tres en la plaza del Tío de la Tiza, o a las cuatro en la carpa de Valcárcel, una lata absoluta, que llegaba a parecer que en vez de irse de cachondeo metiendo rabos, compartiendo medias botellas o escuchando chirigotas salían todos en estación de penitencia con parada fija, como los viacrucis.
A Torre ver que la gente hacía el ridículo lo dejaba un poco fuera de juego, y aunque él no era nadie para decir ni pío, no veía qué gracia pudiera haber en ir saltando por ahí chillando como un puñado de histéricos lo de maricón el que no baile, pero de vez en cuando hacía de tripas corazón y aceptaba quedar con Pepito Fiestas allá donde el calendario milimetrado a intervalos de media hora del otro lo concertara. Nunca, en todos los años que aquello se repitió, hasta la invención de la chirigota ilegal y el bombo que tuvo que aprender a tocar, el calendario se cumplió ni de lejos. Cuando tenían que estar a las doce en Puertas de Tierra resulta que les daban la una y todavía estaban en la calle Tamarindo, en la casa que Pepito Fiestas le había montado a una de sus queridas y que ahora estaba vacía, porque la zorra se había fugado con el portero del inmueble, que por lo visto le había hecho una barriga y la ponía en órbita cada vez que se la metía en la casapuerta. Cuando a la una tenían que estar en San Juan de Dios estaban todavía en Puertas de Tierra, esperando a alguno de aquellos amigos anuales que se retrasaba, o al amigo desconocido del amigo de alguien que venía de Granada o de Sevilla, o a la novia del primo del camarero de la casa de San José del Valle en Cádiz. Lo que Torre pensaba: una auténtica lata. Cuando por fin la expedición estaba al completo eran ya las cinco o las seis de la madrugada, el personal se había cansado o se había despistado a sabiendas para darse el lote por su cuenta o buscarse el encuentro con otra gente más enrollada (Torre lo hizo una vez y no veas el cabreo de Pepito Fiestas al día siguiente, cuando lo encontró en los coros de la plaza comiéndose con una rubia de Chiclana una docenita de tortillas de camarones sin camarón), y Torre y Pepito y los que quedaban no tenían más remedio que tirar para casa. Siempre, claro, que no estuviera lloviendo, cosa que el sábado de Carnaval parecía especializado en conseguir, hasta el punto de que escucharon cantar a algún gracioso calvorota aquello de carnaval, carnaval, dulce carnaval, todo el año con sequía y llueve en carnaval, y anda que no tenía razón aquel parguela.
Torre no tenía demasiada imaginación para los disfraces, todo lo contrario que Pepito Fiestas. De siempre su disfraz había sido ponerse ropa arrugada de su padre que en gloria esté, calzarse una mascota y una barba falsa, y una bufanda y un bastón, y una bolsa de agua caliente bien llenita de moscatel o de sol y sombra, y santaspascuas, que aquello no era Río, donde de todas formas se gastan mucho en emperifollarse pero más bien poco en ropa. Torre abandonó sus célebres disfraces de viejo cuando Pepito Fiestas le comentó, entre bromas y veras, que cada año que pasaba se tenía que disfrazar un poco menos, y a partir de entonces decidió seguir las directrices de su amigo y obedecía al tipo de cada año: camarero, barrendero, enanito, espadachín, gladiador o pirata.
Era en Carnaval cuando Torre tenía más clara su misión de escuredo, y maldita la gracia que la hacían las cogorzas que de vez en cuando se pillaba Pepito Fiestas, sobre todo porque siempre coincidían en lo mejor de la noche, cuando alguna de aquellas mujeronas que se les unían casi de incógnito cada sábado primero empezaban a ponerse tibias y a echarle miradas fácilmente traducibles. Un año, con una jovencita que no decía ni mú pero estaba dispuesta a tragar con lo que fuera, Torre se las prometía tan felices que no tuvo reparos en meterle las manos por dentro de los bolsillos del pantalón vaquero, y desde allí, con cuatro dedos, palparle el pubis y sentir la suavidad de los pelillos del coño. ?No te importa?, le preguntaba educadísimo él, porque la chavala era delgada y muy fina, como una modelo de revista, de esas que antes salían en Diez Minutos y los camioneros colgaban en todas las partes de la cabina, antes de que el destape mandara todo aquel morbo tercermundista al quinto pino y sustituyera por pieles desnudas lo que antes sólo era imaginación de aspirantes a Alfredo Landa. Y ella le decía que no con la cabeza, pero casi no le contestaba, y se dejaba sobar, y Torre le palpaba el arco de la entrepierna, ese hueco extraño que siempre tienen las mujeres en vez del bulto o la bolsa que tienen los hombres, y como no había bebido ni gota todavía y ella tampoco aquello era casi más pecado, darse el friegue en mitad de una oleada de enmascarados borrachos, la tenía a punto, eran ya casi las cinco y la nena se marcharía de un momento a otro a su apartamento o al hotel, dicho y hecho, era la hora de acompañarla y de perderse en los callejones y acabar cualquiera sabía dónde, y ya se despedían cuando Pepito Fiestas soltó una risotada y echó a correr callejón abajo, agitando las alas del disfraz de ángel y mandando la lira a freír espárragos. Derrapó veinte metros más abajo, porque resbaló con una de aquellas botellas de cerveza que la gente dejaba sembrando en las aceras quizá con la esperanza de que fueran a crecer al día siguiente, y acabó aterrizando de boca en un charco, y se quedó allí clavado como un ballenato varado, convertidas en alas de murciélago las blancas alas de angelito almidonado, y la corona dorada volvió rodando por donde él había caído, hasta detenerse a los pies de Torre y la chavala. Torre tuvo que sacar las manos de los bolsillos del pantalón vaquero de la pibita, y con dolor de su corazón recoger el arito y acercarse a Pepito Fiestas, que si no había perdido el conocimiento poco le faltaba, sucio de barro y orines como un cerdo en una pocilga, y no le quedó más remedio que olvidarse de la noche de lujuria y llevarlo a su casa. De la chavala nunca más supo, excepto una vez años más tarde, que la vio casada con un nota y cargando un carrito de bebé donde había un niño bastante feo. Ella se hizo la tonta.
Aquella fue la última vez, Torre lo juraba y perjuraba, que iba a hacer de escuredo de Pepito Fiestas un carnaval. Y al carnaval siguiente Pepito se portó como Dios manda y no dio la nota ni nada, a pesar de que Torre le había advertido de que si empezaba a perder el control por culpa de las copas él se largaba, y que aprendiera a nadar porque él no se hacía más responsable. Ese sábado llovió a mares y a las alturas de la Institución Portillo, camino del picadero de Tamarindo, tuvieron que volverse a casa porque la gomaespuma de los disfraces se les empapaba y los rabos de pantera rosa no se quedaban tiesos.
El carnaval siguiente fue sin duda el peor de todos, el último que salieron de aquella manera anárquica, quedando con miles de desconocidos en millones de sitios distintos y encima con todos al mismo tiempo. Por entonces, entre un carnaval y otro, había llegado a la vida de Pepito Fiestas una tal Claudette, pintora francesa de hermosísimo rostro y manías algo particulares. Claudette fumaba siempre emboquillados, y los cogía de una forma muy rara, como si fuera una vampira o Greta Garbo, a la que se daba cierto aire pero con formas muchísimo más rotundas. Claudette era unos diez años más joven que Pepito, casi once más joven que Torre, pero era un témpano de hielo, la antítesis de la francesa apasionada, o eso parecía, una mujer con las dos tetas en su sitio, duras y grandes como dos sandías, y unas piernas de aquí te espero, pero según confesaba Pepito, de tirársela todavía nada de nada. En secreto, Torre pensaba que era lesbiana, porque tenía en la mirada un no se qué turbio e intranquilo, como diciendo atácame pero luego no te asustes si te clavo un picahielos en la espalda o acabo calentándome con la vecina del quinto. Dibujaba mucho, y a todas horas, cuerpos esbeltos de niñas gaditanas, escenas bucólicas de marineros desnudos faenando en la Caleta, retratos de tipos corrientes y estilizaciones demasiado fidedignas de algún rincón típico de la provincia. Torre tenía que reconocer que si a Pepito Fiestas aquella Claudette Avignon lo calentaba, a él también, pero notaba entre esa mujer y ellos dos un abismo que iba mucho más allá de la cultura distinta y las vivencias separadas, como si Claudette no hubiera venido al mundo a follar y ser follada, sino más bien a joder y ser jodida. Es una personalidad torturada, confesaba Pepito Fiestas, siguiendo las indicaciones de Juan Miguel Sombra, un amiguete psicólogo al que de vez en cuando pedía consejo y con el que no acabó del todo bien por culpa de un chanchullo extraño con unos ordenadores y un virus asmático. Torturada o no, lo cierto era que Claudette estaba muy buena. Se acercaba el carnaval y, conociendo la afición de Pepito Fiestas a congeniarse con todos aquellos seres vivos y no vivos que se habían cruzado en su ritmo de locomotora durante el año, Torre temía y a la vez deseaba tener que vérselas de acompañante masculino del otro en tan magna fecha. Todavía recordaba el olor a coño que se le quedó en los dedos dos carnavales atrás, cuando la chavalita y el puñetero charco, y no estaba dispuesto a tener que cascársela él solito cuando llegara a Marqués de Cropani con hambre, sueño y resaca a las siete de la madrugada.
Por entonces Pepito había ganado unos duros haciendo de marchante de obras de arte, y conoció a Claudette en una exposición en la sala Melkart, trató de enrollársela y acabó haciendo el moscón a su alrededor, sin comerse una rosca y sufriendo dolor de bajos cada vez que la invitaba a cenar ostras o se la llevaba al Holiday a ver si escuchando je t́aime moi non plus a la otra le entraba morriña de Burdeos y acababa dejándose hacer lo que el otro no veía que llegara la hora. Para Pepito Fiestas amor y negocios, deseo y dinero venían a ser más o menos la misma cosa, y si cambiaba de queridas con una asiduidad de espanto también cambiaba de socios en sus muchos negocios en tránsito, y era capaz de simultanear dos empresas a la vez y de engañar o esquivar a cada uno de sus colegas respectivos siempre que sus intereses entraran en contradicción, que solía pasar con más frecuencia de la deseada.
Fue el caso del venezolano y el escocés. Torre no estaba muy al tanto de qué andaban cociendo, pero tenía que ver con obras de arte que el venezolano había traído de Quito o de la Cochimbamba, y el escocés, un pelirrojo bigotudo y largirucho que llevaba en Cádiz más años que la estatua de Moret, estaba interesado en comprar alguna y hacer negocio por su cuenta en la Gran Bretaña. Por lo visto, Claudette actuaba en todo aquello de entendida en la materia, quizás porque era pintora o había estudiado en la Sorbona el arte primitivo precolombino, o lo mismo era todo un timo a tres bandas entre Pepito Fiestas, el venezolano y la propia Claudette, Torre no pondría la mano en el fuego ya por nadie. Torre no se enteró muy bien porque pilló una gripe molesta una semana antes, por haberse hecho corriendo el camino entre el observatorio de San Fernando y su casa, maldita manía del footing y las ganas de no perder la forma. Cuando, con un trancazo encima que le había vuelto la voz de pito y hacía que los ducados le supieran a mierda, fue al apartamento de Claudette para que como artista versada en la materia ella le hiciera una máscara veneciana (porque aquel año Pepito había decidido impresionar, tirar la casa por la ventana y vestirse de finolis), pasó uno de los momentos más desagradables de su vida, porque el escote de Claudette le estaba enseñando hasta el ombligo y con la escayola puesta sobre la cara ni siquiera podía mirar hacia otro lado. La maldita francesa, además, cuando le hizo la nariz a su máscara le dio un inconfundible aspecto de falo empalmado, una señal más que a Torre lo ponía nerviosísimo, porque no entendía si la francesa quería rollo con él, se estaba cachondeando de todo Dios, estaba loca como una cabra o iba, simplemente, mal follada. Al final, tanto jaleo de máscaras y de maquillajes y resulta que daban un calor de muerte, y todos tuvieron que quitarse las caretas al poco de salir de Bahía Blanca y meterse por las callejuelas del casco antiguo, porque con aquella cosa tan pesada en la cara ni se respiraba, ni se podía hablar, ni se escuchaba.
Torre no le había advertido a Pepito Fiestas de que no le diera el numerito, porque el año anterior se había portado de legal y, tonto que era, pensaba que iba a seguir siempre de esa forma. Estando Claudette de por medio, y el negocio a tres bandas con el venezolano y el escocés, era difícil que Pepito se dejara llevar por el reverso tenebroso de su personalidad. La primera señal de alerta se produjo cuando anunció, nada más reunirse con las primeras diez personas en su picadero de Tamarindo siete, que había quedado con no sé cuantas mil personas más, en la Plaza de Mina hacía media hora, y que luego tenían que pasarse por casa de Carlos el venezolano para hablar de unas cositas y terminar de acordar sus asuntos con el escocés, que vestido del traje de su tierra parecía una versión escuchimizada de Enrique Octavo.
Llovía, para no perder la costumbre, aunque no llegaba a empapar como el otro año. Hubo suerte, para variar, y la gente se concentró en gran parte en la Plaza de Mina a la hora y en el sitio acordado, junto a la librería Mignon, la chiquitita primera que luego se llamó Manuel de Falla, y quizás porque Pepito se traía un buen negocio entre manos con el venezolano o porque empezó a llover de mala manera en cuanto el quorum superó lo previsto, se pusieron en marcha y en dos pasos se plantaron en la casa donde el venezolano vivía de realquilado a la espera de un petrolero donde embarcarse y seguir ganándose el jornal, que en realidad ni era marchante de arte ni timador ni nada por el estilo, o al menos no exactamente, sino contramaestre o primer oficial maquinista de barcos con bandera panameña.
Les abrió la puerta una masa enorme, un samoano vestido de bandolero que en realidad era de Coria. Torre y Pepito Fiestas pusieron cara de buenas personas, pipando hasta las trancas por culpa de la llovizna típica carnavalera, y le preguntaron a aquel gordo inmenso por Carlos el venezolano, y el otro les dijo con un soniquete cantarín, como de samoano de verdad, que allí no estaba, que había salido y tendría que volver o a lo mejor ya no lo hacía hasta el día siguiente. Torre y Pepito Fiestas se miraron, y miraron atrás y vieron la fila india de disfraces chuchurríos y gente que estornudaba y exprimía las telas de colores y los rellenos de gomaespuma o de felpa, y entonces Pepito puso cara de ser más buena persona todavía y le dijo al samoano que habían quedado con Carlos el venezolano allí, que seguro que volvía para verse con ellos, y el samoano se encogió de hombros y los dejó pasar, y sólo levantó un poquito la ceja cuando vio que en vez de abrirle la puerta a dos desconocidos chorreando con trajes del carnaval veneciano, lo hacía a treinta y cuatro máscaras surtidas, príncipes, enanitos, cariocas, vampiros y gatas con rabo enhiesto y naricillas pintadas de negro, con lo monas que estaban siempre las mujeres con ese detalle en la cara. Se sentaron todos en la casa del venezolano, en sofás, sillas, sillones y en el suelo, y entonces fueron cayendo en la cuenta de que no se conocían más que de uno en uno, o como máximo de dos en dos. El samoano puso la pletina, una música la mar de extraña que tenía que ser suspiros de España pero en maorí como poco, y mientras las ropas se asentaban un poco y esperaban a dejara de llover fuera más que a un improbable regreso de Carlos el venezolano, a Pepito Fiestas no le dio por otra sino arrancarse a bailar y tratar de que Claudette la francesa le siguiera los pasos. Claudette hablaba sin acento ninguno, pero confundía los tanguillos con las jotas y las sevillanas con el rap. Sus pechos empapados subían y bajaban dentro del oscuro disfraz de colombina, realzados por los pliegues que le dibujaban el ombligo, por el maquillaje que se le había corrido con perdón sobre los párpados dándole más un aspecto de vampira lujuriosa que de personaje de la comedia del arte. El samoano se sentó entre dos gatitas y no habían pasado ni diez minutos y ya estaba el gachó metiendo mano, pese a que parecía la versión Sierra Morena de La Masa, y el escocés se rascaba la entrepierna lastimada por el kilt, que seguro que era auténtico, que los guiris solían confundir disfraces con trajes regionales, y no veía la hora de que apareciera por allí el venezolano para poder echarle una visual a las estatuillas mayas, que seguro que estaban en la habitación de al lado, pero con semejante cancerbero como era el samoano, a ver quién se perdía pasillo abajo y registraba la casa con la excusa de echar una meada. No pasó ni media hora y el personal empezó a aburrirse, estigma que ya Torre conocía porque no se puede quedar en carnaval con tanta gente desconocida, y los pasos de baile de Pepito Fiestas tampoco eran para anunciar el rodaje de la segunda parte de Siete novias para siete hermanos o la tercera de Fiebre del sábado noche, aunque sábado fuera, y encima cada vez que daba un pisotón al suelo la luz guiñaba. Al tercer o cuarto pisotón seguidos la luz falleció de motu propio, y todos se quedaron a oscuras en la casa, el samoano con los dedotes dentro del chichi de una de las gatitas, el escocés sentado en un rincón y mirando melancólico a la puerta de más allá, Torre con ganas de mear y Claudette con la mano pegada a un vaso enorme de whisky de garrafa rebujadito con manzanilla La Guita. No tuvieron tiempo de reaccionar ni de decir macario enciende la luz que me mareo eo eo, porque a Pepito Fiestas se le ocurrió que la bombilla lo que estaba era floja y no cadáver, y estiró las manos y trató de enroscarla antes de que Torre pudiera decir ni se te ocurra. Hubo un chispazo enorme, una descarga descomunal, y Pepito Fiestas, que estaba mojado por la lluvia y el sudor, se quedó pegado un momento mínimo, suficiente para que se acordara de media docena de parientes ya enterrados y casi empezara a decirles hola. Tuvo suerte y no se quedó pajarito allí mismo, aunque el olor a quemado inundó el cuarto y todos temieron de pronto que el carnaval se hubiera convertido ya en miércoles de ceniza. Menos mal que no, pero el resultado de la chapuza de Pepito Fiestas fue acabar con los plomillos no sólo de la casa de Carlos el venezolano, sino de la manzana entera. Sin música y sin verse, sin alcohol y sin posibilidad ninguna de echar una ojeada a las estatuas mayas, y sabiendo que el venezolano estaría cantando mamá pato pachín en cualquier calleja empetada de borrachos, decidieron todos a una largarse antes de que los vecinos de la casa se dieran cuenta de que por un fallo técnico causado allí abajo iban a pasarse el fin de semana escuchando el transistor de pilas. Dicho y hecho, fueron bajando la escalera con sigilo triplemente necesario, intentando no tropezar con los escalones invisibles, cosa que el escocés no llegó a conseguir un par de veces. Para sorpresa de todos, cuando llegaron a la calle y a la luz de la luna lograron verse las caras, descubrieron que el samoano de Coria había decidido acompañarlos. Ya no estaba lloviendo. Ya no iba a llover más en otros seis años.
Después del susto lo que se imponía era remojarse por dentro, ya que bastante remojados estaban ya todos por fuera. Descubrieron que las dos botellas de manzanilla se habían quedado arriba en la casa de Drácula a oscuras, y el cuartillo de whisky de garrafa rebujado con manzanilla se lo había tragado entero Claudette la francesa: solo goteaba por la boca un hilito, como la cotorra de un viejo con problemas de próstata. Echaron a andar por Columela hasta la plaza de las flores, y por las eses que la franchute iba haciendo Torre se dio cuenta de que mucha frialdad y muchas artes plásticas, pero la mezcla explosiva le había sentado como un tiro y que como no meara pronto o vomitara el veneno era Claudette quien les iba dar el carnaval y la noche.
También lo notó Pepito Fiestas, y el escocés, que se llamaba Angus y era un corderito la mar de serio, formal y enjuto, un caballero celta. El samoano no debió de notar gran cosa, enchochado con las dos gatitas a las que ya había masajeado de cualquier manera, y a Torre no dejaba de ponerlo nervioso que los estuviera acompañando, vestido de bandolero con una faca que ya había visto que era de Toledo auténtica y no una de pega de las que venden en El Millonario. Sabía, porque Pepito Fiestas se lo había comentado alguna que otra vez, que el samoano de Coria hacía las veces de guardaespaldas de Carlos el venezolano en sus trapicheos artísticos, y Torre intuía que su presencia entre toda aquella patulea este carnaval se debía a eso, a que Pepito Fiestas no las tenía todas consigo y se esperaba que el venezolano les fuera a dar gato por liebre y lo mismo había que tener una pelea del pressing catch con aquel barrilete que debía pesar no menos de ciento ochenta kilos, tirando por bajo más que por alto. De momento, el samoano parecía más que feliz con las dos gatitas, y Torre suponía que tenía que usarlas de dos en dos, como los petisuís, dado el volumen del andoba y lo diminutas que eran las chavalas. Había visto a una de ellas alguna que otra vez, aunque la otra le era desconocida, y no le había parecido nada del otro jueves. Vestida de gata y con la nariz negra, la verdad, todas las mujeres eran follables.
Quien también era follable esa noche era la francesa. Y Pepito Fiestas no perdió la oportunidad de meter baza. Mientras Torre y el samoano entraban en un bareto a comprar provisiones, o sea, muchas botellas de lo que fuera, siempre que resultaran baratas y no estuvieran caducadas, Pepito Fiestas se tragó de un solo sorbo la primera botella que se transmitió desde la puerta de la recova hasta la calle. Tenía que ponerse al día de la otra, estaba claro. El efecto del alcohol, después de dos semanas a régimen y manteniéndose a base de fanta de naranja, fue inmediato. Torre salió del almacén de la calle San Miguel y, mientras repartía botellas a enanitos y gatas, allá se encontró a Pepito Fiestas metiéndole un rabo enorme a la francesa entre las piernas. Claudette fumaba su largo emboquillado, los ojitos entrecerrados y el maquillaje esparcido por toda la cara. Un pecho esférico remataba la faena en una punta de lápiz carioca del número ocho, y fue así como Pepito supo, y Torre también, que esa noche estaba fácil y por fin iba a poder relamerle el papo a la francesa. No se lo pensó más veces y le plantó una mano en cada nalga, se la apretó contra la polla, buscó la hendidura por encima de los pliegues del disfraz. Torre apartó la mirada, el samoano dijo hala. Pepito Fiestas, en el delirio máximo de su borrachera instantánea, empezó a moverse al compás, como un perro callejero, y algo en el cerebro empapado de alcohol de la francesa debió decirle alto, porque miró alrededor y vio que estaban poniendo el mingo, que el samoano no había cerrado la boca todavía, que al escocés le chorreaba el moscatelito por la cara, y Torre se había dado la vuelta y meaba tras el coche que algún insensato había dejado aparcado en Sacramento, o intentaba mear, que con el alcohol y la empalmaera no era capaz de quedarse a gusto.
Claudette recuperó el control y se separó de Pepito Fiestas, que vestido de veneciano ya no parecía sino una versión oscura del dios Momo, un Darth Vader con el sable de luz enhiesto entre las piernas. El grupo se puso otra vez en marcha, y por el camino insistió en los magreos, y la francesa lo mismo se dejaba meter un rabo que sobar los pechos que le daba la lengua o se la retiraba, como si de pronto estuviera caliente y más que dispuesta al jopojopo o de pronto recobrara la lucidez y recordara que ella era una artista muy fina que sólo follaba con quinceañeras tipo Hamilton o con estibadores a los que primero ataba a la cabecera de la cama. Torre se había ido quedando atrás, sin saber si quitarse de enmedio mientras pudiera o reprimir la conducta de Pepito Fiestas, que ya lo conocía y sabía dónde acababan estas espantadas, y entonces el escocés, que era socio de Pepito en un par de negocios raros y debía tener más paciencia que un santo con los cambios de registros del abogado pirata, se le acercó y le dijo que aquello era inconcebible, que había que controlar a Pepito Fiestas, y que si él era su guardaespaldas o su empleado tenía que evitar que se pusiera en evidencia y en ridículo delante de tanta gente, sobre todo el samoano, que se les iba el negocio en aquella conducta suya. Torre se encogió de hombros, porque se lo temía, aunque pudo contestar que no era guardaespaldas de nadie, sino amigo, y el escocés maldijo algo en su idioma propio, tus castas por si acaso, pensó Torre, y decidió al tuntún tú te encargas de Pepito, yo trataré de controlar a la francesa. Así lo hicieron. Torre se acercó a Pepito Fiestas y lo desenchufó del trasero en pompa de Claudette Avignon, y el escocés la cogió a ella de un brazo y la hizo a un lado de la calle, para iniciar una felípica. El samoano buscaba a una de sus gatitas, que se había quedado atrás, acosada por un tiarrón vestido de bulldog al que por lo visto no conocía de nada.
A Torre las felípicas le caían como un tiro, excepto cuando las decía Felipe González, y después de haberse mojado tanto y no poder mearla bien no tenía ganas de poner a bajar de un burro a Pepito Fiestas, pero le pasó una mano por los hombros y le dijo al oído que estaba dando el cante, que todo el mundo los estaba mirando, que si se la iba a follar se la follara, coño, pero que se quitaran de enmedio y se retiraran a su apartamento o incluso se dieran el magreo padre dentro de alguna casapuerta. Pepito Fiestas, enmascarado a medias, con el disfraz revuelto y el ombligo fuera, asentía acharado, sabiendo que Torre tenía toda la razón de este mundo y del de más allá, pero Torre sabía que le importaba un pimiento todo lo que le dijera.
A lo tonto a lo tonto habían llegado a la plaza de la Catedral, y de allí se sentaron en el bordillo de la acera de San Juan de Dios, donde Torre procedió a vaciar la vejiga, el samoano a despedirse de sus lindas gatitas hasta más ver, y algún rezagado del grupo trajo una nueva botella. El fresco sirvió para que Pepito Fiestas se despejara lo mínimo, lo suficiente para que decidiera pedirle disculpas a la francesa por su actitud, que no era digna de un caballero, a ver si al final iba a cagarla tras tantos meses de perseguirla por no ser capaz de apartar el palo de su raja. Se levantó dando un traspiés, y buscó entre el grupo de disfraces la presencia siempre rotunda de Claudette. El grupo se había visto reducido a la mitad. Y en la mitad restante Claudette no estaba.
Torre fue más rápido que Pepito Fiestas por una vez, y captó antes que el otro que la francesa se había perdido y no lo había hecho sola. Tampoco Angus, el escocés, estaba a la vista. Esperaron un rato, sabiendo que sortear una calle llena de borrachos cantando ay vaporcito del puerto o no tirarme bocadillos de jamón no era empresa fácil, pero nada. El reloj del ayuntamiento descargó la hora como si fuera una risotada, y Pepito Fiestas se desplomó contra el bordillo de la acera, comprendiendo de pronto que Claudette se había quitado de enmedio, y que su socio escocés se había perdido también con ella.
Torre nunca había visto a una persona más desconcertada, más lastimada en su orgullo, más convertida en un trozo mojado de carne con ropa. No hay derecho, decía Pepito Fiestas, mientras unos lagrimones como joyas de la corona le borraban el colorete de las mejillas y le ponían perdido de mocos los hombros del disfraz, no hay derecho coño, que yo la caliento y él se la tira. En vano Torre trató de hacerle entrar en razones y decirle que él se estaba encargando de controlarlo a él y el escocés se encargaba de controlarla a ella. Pepito sabía demasiado de mujeres para no darse cuenta de que había tenido dos o tres veces a la francesa a punto aquella noche, y no había que llamarse Isaac Asimov para darse cuenta de que ambos los dos estarían ahora perdidos en el Tío de la Tiza o en cualquier calleja de la Viña metiéndose las manos y las lenguas por donde pudieran. No hay derecho, sollozaba Pepito Fiestas, qué putada, joé. Por qué, mierda, por qué. Y le dio por llorar como Torre nunca había visto llorar a nadie, ni siquiera en las películas. Un hombre que lo tenía todo y se encoñaba con una mujer de aquella forma, con la de titis que se había pasado Pepito Fiestas por la piedra.
Tenía que ser el alcohol, o toda la frustración de meses intentando ponerle la boca en aquel pezón del ocho a la francesa, cualquiera sabía. Torre ya se estaba viendo como siempre, cargando con Pepito Fiestas borracho hasta su casa, él solano para variar, porque todas las gatas, perros, enanitos y diablos se habían quitado de enmedio cuando empezaron los llantos al son de las campanadas. Todos menos el samoano, quién iba a decirlo, que se sentó en el suelo a la izquierda de Pepito, igual que Torre estaba sentado a la derecha, y le palmeó en el hombro y le dijo ea ea, son cosas que pasan. Pepito Fiestas se levantó y decidió ir a buscarlos, para partirle la cara al escocés, para romper la sociedad de paso, a él esas cosas no se le hacían, a decirle a la francesa que era una puta y que sus cuadros eran una mierda, cualquier hippy de la calle Ancha dibujaba mejor que ella, pero no tenía sus tetas, claro, ni sus ojazos verdes, y seguro que no fumaban como Greta Garbo aquellos largos emboquillados con sus virutas de humo gris, como el baile embrujado de una gitana. Otra vez le dio por llorar y, vencido por el alcohol, resbaló hacia el suelo y se habría abierto la cabeza con los adoquines de no ser por la intervención de Torre a la izquierda y el samoano de Coria a la derecha.
Ni por esas se estuvo quieto. Se sacó un pañuelo enorme, una sábana con sus iniciales bordadas y un escudo nobiliario mandado a hacer que era más falso que un billete de trescientas pesetas, y se secó el sudor y acabó pringocheándose más todavía la cara, los pelos de punta sobre los restos de la máscara rota, lo mato, decía, ese hijoputa va a enterarse de que con Pepito Fiestas no se juega, a esa cabrona la va a empalar hasta el último marroquí que venda bolsos en la playa este verano, de eso me encargo yo, a ver si pilla el sida o por lo menos ladillas. Soltadme que puedo yo solo, ordenaba. Y Torre y el samoano de Coria lo soltaban y lo volvían a rescatar cuatro pasos más adelante, y causaba hasta risa ver a aquel hombretón tan grande y tan gordo destrozado por una pena de lo más tonto, y apoyarse como un niño pequeño contra una esquina y dar pataditas contra el suelo y decir no hay justicia, yo la caliento y él se la tira, disuelvo la sociedad, mañana se vuelven las estatuas al carajo. Entre el samoano y Torre consiguieron volver a sentarlo, esta vez en la plaza de Candelaria, y con el pañuelo enorme, empapado de agua de la fuente, lograron bajarle un poco el sofoco y la borrachera. Pasó media hora y el llanto de Pepito Fiestas fue algo ya quedo, el gemido de un ser sin fuerzas. No hay derecho, murmuraba de vez en cuando, yo lo mato, qué putada.
La putada, de todas formas, estaba todavía por venir. En previsión de males mayores, este año Pepito Fiestas había tenido el detalle de llevarse el coche por la tarde y dejarlo aparcado en Canalejas, para luego no tener que volverse andando hasta su casa en Ana de Viya, sobre todo porque si llovía era un espectáculo de lo más triste regresar a pata y hecho una piltrafa. La pega era que el disfraz de Pepito Fiestas no tenía bolsillos, y como el escocés sí llevaba una bolsita muy mona haciendo juego con el kilt, era él quien tenía las llaves del Chrysler verde y el ticket del parking, mierda. Con la que Pepito Fiestas tenía encima, o cogían un taxi o esperaban. Y en vez de hacer lo más sensato, decidieron esperar a pie de coche, en el mismo parking, sentados en el suelo los tres, Pepito Fiestas, Torre y el samoano de Coria.
Fue una espera larga, como en la antesala de un parto. Dos veces más oyeron al reloj de San Juan de Dios anunciar la hora, y ya de amanecida, con Pepito Fiestas dormido contra el capó y el samoano de Coria dando cabezazos contra el hombro derecho de Torre, llegaron la francesa y el escocés, tan tranquilos y ufanos, la ropa medio seca pero algo en desorden. Pepito Fiestas los vio venir, y estuvo a punto de abalanzarse no sobre la francesa, sino sobre su socio, pero hubo algo en la mirada de ella que lo dejó en su sitio, porque superada la borrachera Claudette había vuelto a ser lo que siempre era, un témpano en control, una tía que sabía lo mucho que valía pero no se entregaba más que cuando le saliera de allí abajo, y a Pepito Fiestas le tocaba esperar todavía, y a lo mejor no se llevaba el premio nunca.
Pepito Fiestas no estaba en condiciones de conducir, y el samoano se ofreció a hacerlo. Torre se sentó en el asiento de atrás, entre Claudette y Angus, y el propio Pepito Fiestas, que murmuraba por lo bajini en arameo, lo hizo delante, junto al samoano de Coria. Regresaron a casa con un ritmo lentísimo, o al menos a Torre el trayecto se le hizo infinito, quizás porque el samoano conducía muy despacio o porque la tensión se cortaba con un cuchillo de sierra. Nadie se atrevió a preguntar dónde habían estado la francesa y el escocés, si se habían perdido o se habían enrollado, pero por encima del olor a manzanilla barata y a whisky del malo Torre notaba en sus dos acompañantes otro olorcillo la mar de peculiar, y miró de reojo el disfraz de Angus y vio que tenía la falda del kilt puesta al revés, y marcas de maquillaje ajeno sobre el maquillaje de la cara, y una expresión beatífica que decía que me quiten lo bailao. No se atrevió a mirar a la francesa.
Ese amanecer, Carlos el venezolano llegó con un tablón de campeonato a su casa, y se extrañó de que no hubiera luces, pero se metió en la cama y no se despertó hasta el lunes, a tiempo para ver los coros de la Plaza. Torre temía que las amenazas que Pepito había hecho fueran en serio, y lamentaba tener que ir a partirle las dos piernas a Angus el escocés o algo peor, pero la resaca parecía haberle hecho olvidar aquella noche de sábado, porque el lunes Pepito los invitó a todos al Faro, a una sesión maratoniana donde batir records, y vaya si lo batieron, y todos se comportaron como si allí no hubiera pasado nada.
Fueron este tipo de historias, y el temor de perderlas también algún día, como el propio Pepito Fiestas parecía perderlas cuando despertaba de la resaca, las que hicieron que Torre, privado de tanta memoria, empezara a apuntar en un cuadernillo milimetrado detalles dispersos, apuntes de momentos variados, no porque quisiera escribir jamás una novela, que no sabría con tanta falta de ortografía, sino por el hecho de saber que había vivido todos esos momentos que al fin y al cabo, como escuchó en una película de marcianos muy rara, pero que le impactó un mazo, una del muchachito de las galaxias pero sin el mono y contra un rubio con cara de taxista que venía a decirle que sus recuerdos algún día se iban a perder de todas maneras, en cuanto cerrara los ojos, como lágrimas en la lluvia, y qué verdad era.
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