Lo prometido es deuda. Febrero de 1978. Todo es auténtico, palabrita, tal como aquí se narra.
Era el primer carnaval en democracia plena, y la pandilla o el Colectivo decidieron salir a la calle a festejarlo. Todo el mundo se buscó un disfraz con el que vestirse (porque en Cádiz la gente no se disfraza, sino que se viste de tal o cual cosa, encarnando durante unas horas la personalidad auténtica de la ropa que usa), menos nosotros, que no teníamos imaginación para salir en pijama o colocarnos una sábana por encima y hacer el fantasma.
La idea se nos ocurrió a las dos de la tarde del mismo sábado, en mi casa. Todavía coleaba en nuestras mentes La Guerra de las Galaxias (lo nuestro ya empezaba a ser algo patológico), ¿qué mejor que vestirnos de los personajes de la película? Miguelito Martínez, chino para todo, tenía un kimono blanco que se asemejaba bastante al traje de granjero desértico de Luke Skywalker, sólo hacían falta unas vendas acá y allá y unos correajes más o menos vistosos; Han Solo no era más que un cowboy sin Stetson, así que únicamente precisé de un chaleco negro improvisado por mi madre y una pistola galáctica, nuevecita, que habían traído los Reyes a uno de mis primos pequeños. El problema nos lo planteó Juanito Mateos: dada su corpulencia, sólo cabía en él interpretar a Chewbacca o a Darth Vader. No había alfombras peludas a nuestra disposición, de modo que tuvimos que olvidarnos de que hiciera el wookiee y permitir que fuese el malo, que también tenía su aquel. Una fuente de plástico que yo tenía arrumbiada por mi casa desde que era niño, y que me había valido de casco de marine en algún juego violento que después me haría pacifista (toma ya teoría a favor del juguete bélico), sirvió de base, pintada de negro, para que el manitas de Miguel le fabricara con cartulina un yelmo que acabó siendo impresionante. Un jersey de cuello alto, unos pantalones negros y unas botas de agua completaron la ilusión. Sólo nos faltaba la capa. Una vieja cortina verde que había en mi casa nos hizo el avío. Darth Vader vestía todo de luto, pero como íbamos a salir de noche y por calles oscuras y borrachas, nadie se iba a dar cuenta. La habilidad manual de Miguel no tenía límites: un palo de escoba cortado en dos trozos, recubierto de papel de aluminio y con el manillar de una bicicleta por empuñadura, se convirtió en dos sables de luz calcaditos a los de la película. En menos de ocho horas tuvimos tres disfraces perfectos.
Quedamos en reunirnos por la noche en casa de Pedro Alba. Los amigos fueron llegando uno a uno, con los disfraces que habían podido agenciar más o menos deprisa. La fantasía recargada todavía no había hecho su aparición, ni la gracia zumbona característica de otros carnavales futuros de mayor experiencia, y por eso los disfraces eran en su mayoría un apañito decente, ropa de todos los días reconvertida a nuevos usos que hacía las veces de traje de alpinista, baby escolar o camisón con palmatoria y orinal. Téllez, todavía encadenado al luto (y lo que le quedaba al pobre), se vistió de poeta maldito, esto es, de sí mismo, con el único remate de una gorrilla anarcoide y un libro de Baudelaire que a fin de cuentas parecía una biblia bajo el brazo (más le hubiera valido disfrazarse directamente de cura). Pedro Alba tampoco se complicó demasiado la vida, y sus muchas panas de diario, más la boina y la garrota de rigor, le prestaron un aire catetil que le venía de perlas. Un desconocido enmascarado, que no abrió la boca en toda la noche, enfundado en un traje de Supermán y con la bandera andaluza por capa y una boina roja carlista en la cabeza, el superhombre de nuestro sarampión político que pronto iba a trocarse en desencanto, nos acompañó esa noche, para mosqueo de propios y extraños, puesto que ni se reía ni hablaba ni sabíamos quién podría ser. Era Manolo Ruiz Torres.
Por supuesto, ningún otro disfraz podía competir con el gracejo y la elegancia de los tres caballeros galácticos. La modestia me honra.
Nada más salir de casa de Pedro, la gente empezó a identificarnos, sobre todo los niños. No sólo eso: la chiquillería no parecía ser capaz de advertir que fuésemos tres imbéciles disfrazados a la mitad, sino que llegaron a creer que éramos de verdad, no ya los actores, sino los personajes escapados de la pantalla. Al principio el acoso infantil nos hizo gracia. Luego tuvimos que acabar corriendo.
Por Teniente Andújar arriba una caterva de niños excitados y sudorosos dio en perseguirnos. Yo no sé si querían autógrafos, tocarnos para ver si éramos de carne y hueso o arrancarnos de recuerdo un trozo de ropa (en mis deseos juveniles jamás se había contado el sueño de ser Sandokán), pero no nos quedamos a averiguarlo. Salimos por piernas, acorralados por una manada bajita y vociferante, y tuvimos que ocultarnos en una casapuerta conocida (la de mi abuela) cuyo portón cerramos con esfuerzo a cal y canto, atropellando dedos de manitas ansiosas que querían que los lleváramos en nuestro platillo volante. Fue como una película de muertos vivientes, pero sin vísceras. Juanito Mateos se llevó la peor parte.
--¡Malo! ¿Por qué mataste al padre de Luke?
Entonces, claro, todavía no se sabía que Darth Vader era el padre del joven Skywalker, aunque yo lo sospechaba. Juanito se encogía de hombros por dentro del frutero convertido en casco y aguantaba estoicamente los golpes y pedradas de los niños deseosos de justicia. En vano traté de convencerle para que empleara con alguno de ellos la contundencia de la espada láser (mi pistola no disparaba más que ruiditos y música, ojalá hubiera podido desintegrar a algún mocoso).
Terminamos destrozados, derrengados, con las pistolas rotas y los sables robados. Tanto, que cuando ya de madrugada algún niño más sereno se acercaba incrédulo a preguntar por la princesa Leia, ya no andábamos para más bromas (ni para más carreras), y contestamos con evasivas:
--¿Luke Skywalker, dices? No. Yo voy de karateka, ¿no lo ves?
Y Miguel se contenía para no asestarle un mae geri a la cabeza.
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Categorías: Las aventuras del joven RM