Otro fragmento del mismo libro: como voy a incluir algún otro en días futuros, y como también aparece de co-protagonista de alguno de mis cuentos, como "Las brumas de África", aquí tienen ustedes el retrato de mi amigo Miguel.
La proximidad de nuestros apellidos nos tenía predestinados desde el primer curso en que pusimos los pies en el colegio. Habría que estudiar cuántas amistades se han cimentado sólo en eso, en la coincidencia alfabética y la comodidad de los profesores, y si es lícito o no una manipulación de los sentimientos y el futuro en ese sentido, y hasta qué punto esas amistades habrían seguido funcionando si, pongamos por caso, los apellidos distaran entre sí el lapso de nueve o doce letras del abecedario. Miguel Martínez y yo, de cualquier manera, estábamos destinados a encontrarnos no ya sólo por el hecho de la «m» compartida, sino porque había muchas cosas más que teníamos en común para distinguirnos de los demás chavales de las diferentes clases que ambos fuimos pisando, y como no se trataba de aficiones que en aquella época (ni en ninguna otra) fueran consideradas normales, parece que desde el principio los dos lo teníamos claro. De todas formas, como el apellido Martínez era entonces mucho más común que ahora (puesto que no lo veo repetirse tanto entre las listas de clase de mis propios alumnos, distribuidos, eso sí, como les da la gana), a Miguel lo conocíamos no por su nombre de pila, como habría sido más deseable y lógico, sino por su segundo apellido, con artículo incorporado, rasgo de habla andaluza que según dicen es pecado mortal. Durante muchos años conocí a Miguel simplemente por «el Ponce», atrocidad que no quedó corregida hasta que las aventuras comunes que pretendo relatar en esta crónica lo hicieron desaconsejable y hasta engorroso.
Miguel Martínez, lo he dicho ya, era inteligente y estudioso, feo y formal aunque no fuerte, hijo único sietemesino y suertudo, un cuatroojos que debió sufrir por eso mismo lo suyo durante la infancia pero que al llegar al bachillerato decía tenerlo bastante superado. Miguel era un manitas que entregaba siempre los trabajos artísticos más originales y dibujaba con soltura en los márgenes de todos los libros y cuadernos que caían a su alcance. Después he conocido a gente con más habilidad creadora que mi amigo Miguel Martínez, pero siempre que cojo un lápiz y garabateo en un papel las caras de ojos saltones que me dicta mi neurosis me viene al recuerdo que él lo hacía mucho mejor de lo que yo podré hacerlo nunca.
Miguel dibujaba y yo escribía. O decía escribir. Miguel dibujaba y eso se veía en sus cuadernos, en sus apuntes, en la mesa que compartíamos, en las cartulinas donde empezó a hacer sus primeros comics. Yo sabía que podía escribir, que quería ser escritor, o periodista, o las dos cosas si son distintas, pero no me ponía a hacer versos en clase ni emborronaba nada con proyectos de relatos ni novelas, sino que trabajaba en casa y en secreto, sobre una vieja Olivetti color aguamarina que acabé cargándome sin haber sacado de ella nada bueno. Una diferencia entre nosotros era que Miguel hacía y yo pensaba, acumulaba argumentos e historias que después, claro, no llegarían a ninguna parte, como quizá tampoco llegaron a nada aquellos monigotes de bella traza que veía crecer a mi alrededor para aliviar el tedio de las clases y la monotonía de las explicaciones de la profesora de matemáticas, cuando las había.
Durante los siete años que estudiamos juntos compartimos idéntica afición a los cómics y la ciencia ficción, al cine y los relatos de aventuras. La música nos distanció un poquito cuando yo descubrí a Serrat y los cantautores y él se quedó clavado (o eso me parecía) en los Beatles y las canciones de un niñito negro, ex-dibujo animado, que se llamaba Michael Jackson. Serrat vino a cantar al Cortijo Los Rosales poco antes de que tuviera que quedarse en México por problemas de salud política, y Miguel hizo de tripas corazón y me acompañó, soportando durante cuatro horas la música pachanguera del inaguantable grupo telonero y el contoneo morboso de las chavalas en flor a las que, timidez estúpida de nuestra adolescencia vacía, ninguno de los dos se atrevía a acercarse. Serrat presentó esa tarde de agosto (porque, como los marineros con pase, fuimos a oírle a la sesión de tarde, no a la de noche) las canciones de «Para Piel de Manzana», y cuando salimos de allí y pusimos rumbo a casa Miguel ya se había convertido en un fan incondicional. Más lento en todo, yo tardé casi doce años en aprender a admirar a los Beatles.
Lo que sí nos separó, antes de que la universidad, las novias, las oposiciones y accesos directos nos hicieran reencontrarnos sólo de vez en cuando, lo que acabó por clarificarnos dónde empezaba uno y terminaba el otro, fueron los chinos. Miguel era un chaval sensato, un manitas con habilidad y poco estilo, un santo varón que me explicaba con paciencia y por teléfono todas las tardes las lecciones de física que yo no había entendido durante la mañana en clase, pero cuando descubrió las películas de chinos y a Bruce Lee creo que se le debieron de cruzar los cables. Gimnasios, nunchakus caseros, shurikens pedidos por correo, libros en inglés, posters japoneses, biografías, fotogramas, recortables, kimonos y tatamis, Miguel descubrió a Bruce Lee y a través de él la filosofía oriental, el tai chi, el zen y el arte de montar en motocicleta. Un caos. Tanto, que dejó lo que podría haber sido una brillante trayectoria como estudiante de ciencias y acabó de psicólogo (¿psicóloco?) administrando su tiempo entre novias a las que daba el esquinazo, esoterismos aplicados y, cómo no, películas en video de su chino del alma. Pero eso es ya salirme del ámbito de esta historia.
Adelantado a su tiempo, Miguel Martínez creó un grupo secreto llamado O.S.I.B. para mosqueo de los matones de clase que jamás descubrieron qué demonios era (¡ni lo descubrirán!). La cara de Batman, veinte años antes del acid house y las paranoias de Tim Burton, adornaba ya nuestros carnets de gilipollas infantiles. Incluso desarrollamos un alfabeto secreto por el que nos transmitíamos mensajes que ningún jefe de estudios podía traducir, lo cual dice mucho de su capacidad intelectual y de nuestra ingenuidad de ahora y de entonces. Y también creamos dos personajillos de cómic, él y yo, Esto y Eso, que tenían como única aventura en la vida revender como nosotros los tebeos atrasados por unas cuantas perras al tío de la plaza, dinero que invertíamos en comprar nuevos tebeos que volvíamos a revender (convenientemente desgajados de todas aquellas historietas que nos parecían importantes) tres o cuatro semanas más tarde. Era un ciclo algo idiota, lo reconozco, pero durante un montón de años fue lo que sirvió para darle atractivo a nuestras mañanas de sábado.
Miguel tenía un perro blanco y negro que aparecía de vez en cuando en los papeles que emborronaba, incluso haciendo comentarios filosóficos que por supuesto no tenían gracia ninguna. El perro se llamaba Trosky, sin «t» intermedia quizá para despistar, lo que me hace pensar ahora que, desde luego, había en su familia un ambiente que seguro les hacía sintonizar a oscuras Radio Pirenaica. El perro me ladraba cada vez que me veía o me intuía, pero por lo mismo me ayudaba a despertar a su amo cuando, los sábados por la mañana, ya me dolía el dedo de pulsar en vano el timbre de su puerta. Un vecino hijo de puta lo envenenó dos o tres años después de que dejáramos de vernos de forma regular. Miguel lo enterró a medianoche en la Plaza de España, muy cerquita de su casa.
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