Aprovechando que Ingrid lo ha preguntado y que hoy empieza el concurso oficial de agrupaciones carnavalescas (el carnaval, más o menos, aunque el carnaval también sea otra cosa), reproduzco aquí para oprobio propio y cachondeo ajeno cómo vi y viví aquel primer carnaval devuelto a su fecha de febrero, en 1977 nada menos, tal y como lo conté en esa memoria inédita per secula seculorum que es El anillo en el agua. Lo mismo me animo y en un par de días cuelgo también cómo fue y nos fue en el primer carnaval post-democracia... y post-guerra de las galaxias. Avisados quedan.
En Cádiz había otro grito que tuvo respuesta más pronto, una exigencia que consiguió su objetivo cuando otras más acuciantes no lo harían jamás. Éramos y somos un barco a la deriva, un pecio que se hunde en las arenas movedizas de su propio inmovilismo, pero sólo una cosa es sagrada, intocable, imposible de criticar. La demanda social exigió el regreso del carnaval a su fecha, y el alcalde de turno, calvo y avergonzado de ser derechas (a lo mejor había en efecto algo de lo que avergonzarse), transigió y acató los deseos populares. Si nos creímos que todo el monte era orégano, allí se nos iban a terminar los sueños: la reconversión industrial, sucedida después de los sucesos de esta crónica, diezmaría la ciudad y la poblaría de prejubilados sordos sin que nadie se atreviera a mover un dedo para cambiar las cosas.
Así pues, el carnaval volvía a febrero, después de una docena de años celebrándose en mayo, más o menos, entre calores insoportables y mayorettes francesas que encandilaron con sus piernas y su habilidad manual los sueños de la ciudadanía masculina. El carnaval volvía a febrero, renacido de sí mismo, a la calle por fin, desterradas y olvidadas las infames casetas y las orquestas insoportables. El carnaval volvía a febrero y todos estábamos tan contentos como si nos hubieran regalado el pan de un mes o nos hubieran subido el sueldo.
El carnaval anterior, las últimas fiestas típicas, nos lo habíamos pasado Miguel Martínez y yo en lo alto de la noria, atrapados por un corte de luz, dominando la bahía y criticando la comparsa Simios, que se atrevía a burlarse de un tema de la ciencia ficción que nos gustaba tanto, o así lo creíamos. En el primer carnaval de la transición a Téllez le encargaron un artículo, para alguna revistita de verdad y de segunda división con las que colaboraba para ir haciendo boca, y allá que nos fuimos los dos y Manolo Chulián, con un casete arcaico al que se le paraban las pilas, preguntando a todo el mundo, en mitad del jaleo, qué le parecía la vuelta a febrero (muy bien, muy bien, muy bonito todo), y si no hacía falta una evolución del carnaval hacia otras cotas (aquí había ya algún tradicionalista que se mostraba reacio), y si era una fiesta popular o no (el carnaval de Río, donde yo he estado, es la cosa más antipopular del mundo, nos dijo un miembro de Los dedócratas, que estaban de verdad revolucionando el tema, mientras los mulos que tiraban de la batea se negaban a moverse para cachondeo general y escarmiento de años futuros). Todo el mundo se moría por contestarnos, ebrios de alcohol, henchidos del espejismo de una libertad recuperaba que auguraba logros nuevos, y allá andábamos nosotros tres, sin disfrazar, el casete al hombro, como reporteros de guerra bajo una lluvia de balas, sólo que en vez de balas aquí nos acribillaban con papelillos. Nos lo pasamos de miedo, nueva señal de que teníamos más bien poco sentido del ridículo.
Sólo una viejecilla se negó a hablar con nosotros, retrocediendo asustada, contra la pared o la puerta de su casa, manteniéndonos a raya con los brazos, como si sus opiniones anónimas en el casete con pilas de tres matados fueran a comprometerla a algo. Fue así como vimos que había un claro reducto de otros tiempos, un temor a temores ya pasados, una generación domada y sofocada capaz de renunciar al sueño de las libertades por la tranquilidad, por eso que antes (e incluso ahora) llamaban «la paz», volviendo falsa la más hermosa palabra que existe.
Había dos Españas, sí, aunque tal vez no fueran las clásicas. Junto a la España ilusionada había otra aterrorizada, una España que temía que estuviéramos caminando por el filo de una navaja y no se daba cuenta que, al hacerlo, funcionaba como un lastre que podía acabar cortándonos a todos la garganta.
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