Por llevar la contraria, mientras todo el mundo entraba en la ciudad (la erizada-ostionada, no sé si saben ustedes, el pistoletazo de salida para el carnaval, que se inaugura mañana) nosotros salimos. Y al llegar al puente, y eso que eran las dos de la tarde, vimos que una niebla fantasmal, como tienen que ser las buenas nieblas, cubría toda la bahía y hacía invisible el contorno de los Puertos.
Imposible entonces tirar hacia adelante, imposible ya darnos la vuelta, hemos acabado en uno de los dos Puertos, el más cercano y al que no íbamos, Puerto Real: buen pescado frito, buenas almejas a la marinera, buenos dulces (y además baratos). Y de vuelta a casa, a las tres y pico (llegar y pegar, oigan), por aquello de evitar en el regreso encontrarnos de cara con los muchos borrachuzos que se habrán despedido de la erizada-ostionada que hoy se celebra, la niebla que se ha espesado más todavía, cubriendo de campiña inglesa la marisma del río San Pedro y el Puente Carranza.
La niebla no solo esconde las cosas: parece que las corta. La enorme grúa del Astillero de Puerto Real (que antaño, cachis, fue plural y se llamó Astilleros de Cádiz) había perdido la pieza horizontal que la convierte en dolmen tecnológico. La alta torreta de iluminación que se distingue siempre nada más asomar a la bahía era un tronco sin remate, segado en dos por una cuchilla blanca. No existía la ciudad, ni los muelles, ni el Pirulí, ni la línea azul del mar al otro lado. Ni siquiera existía la nada, sino que tan sólo había cosas a la mitad, como si la creación hubiera entrado en fase cuántica y esas mismas cosas que faltaban estuvieran flotando solas en otro lugar, asomando a su vez entre los jirones de otra niebla diferente y complementariamente mágica.
Es curiosa la niebla. La temo más que a la lluvia, sobre todo al volante, claro. Lo más parecido del mundo, creo, a un efecto especial de la naturaleza.
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