És él quien es, según nos dice siempre. Peleón, con voz chillona y rota de rones aunque en los tebeos no tenga sonido. Calvorota y flequilludo a la vez, con el ojo tuerto que, curiosamente, nunca nos dimos cuenta de que era a la vez también su nombre. Y los pantalones bombachos, y la blusa marinera que amamos antes que la de Rafael Alberti, y los antebrazos tatuados de músculos imposibles, y el sombrerito blanco que luego tan famoso hiciera Gene Kelly.
Popeye el marino, señores. Un secundario de lujo para una serie que ya tenía sus añitos, Thimble Theater, el teatrillo del dedal donde ya su futura novia eterna Olive Oil espantaba moscones a la espera de quien iba a ser el hombre de su vida. Hoy cumple setenta y cinco años (cuesta trabajo creer que Tintín es una semana más viejo que Popeye, ¿verdad?), y se ha convertido en otro icono, quizá en una figura internacional de puro yanqui, el superhéroe de a pie que gana fuerza inhumana gracias a una dependencia un tanto excesiva, puaff, hacia las espinacas.
Naturalmente, como todo buen mito, Popeye no sólo tiene los pies de barro, sino que además los tiene apoyados en tierra. Y como todo buen mito también (y ahí está Tarzán, cuya versión en cómic también cumple estos días otros setenta y cinco tacos) tiene varias versiones que se anulan y se ayudan, se complementan y se implementan, se multiplican y reducen y amplían lo que es el personaje. Porque Popeye es más Popeye, sí, en los comics de su creador, ese grandísimo genio llamado E.C. Segar, que tanto y tan bueno dio al medio con su rabiosa capacidad de fabular, experimentar y satirizar. Pero también hay un Popeye en dibujos animados (y la versión primera de los hermanos Fleischer queda para la historia) que se parece muy poco al Charlie Chaplin subversivo y revolucionario que es el Popeye de las tiras diarias. Y otro Popeye que explotó mil merchandisings antes de que nos dieramos cuenta de que el merchandising es más antiguo que los rizos de Helena de Troya. Y un Popeye dulcificado, masificado, infantilizado, el Popeye enfrentado a un estúpido gigantón llamado Brutus que apenas existió dos semanas en los tebeos originales, el Popeye que tiene que recurrir a la espinaca y da lecciones morales a los críos, el Popeye que no puede con Cocoliso (o que, horror, tiene otros tres sobrinillos clavados a él) ni tiene un papá terrible y aún más salvaje y veleidoso que él, el Popeye que anuncia vitaminas o ya no fuma en pipa musical: el Popeye, en suma, que fue abducido por Mickey Mouse y sustituido por una vaina extraterrestre fabricada en los sótanos de Disneylandia.
Por encima de todo, en su edición original y más perfecta, Popeye es un antihéroe, un apátrida, un desclasado social, marinero varado en la aventura que él mismo va eligiendo y a la que va renunciando cuando se le antoja. Un Ulises moderno que no tiene una Itaca a la que volver, sino una Itaca (y una Penélope) de la que escapar cuando se lo pide su espíritu aventurero. Un vagabundo de buen corazón y humor de perros, mucho más fiero (y auténtico, por cierto) que ese otro marinero borracho del que hablábamos hace unos días, el capitán Haddock, más bebedor (lo sabemos) que McClure y Red Neck juntos, más sinvergüenza que Lee Marvin en sus días de oro e islas. Mentiroso, con un galimatías personal que resulta tan imposible de entender como divertido de descifrar.
Un coloso de la historieta, con o sin espinacas. Una obra de arte del ingenio y la improvisación. Jazz en el movimiento quieto de una viñeta a la siguiente. Un espíritu libre y aventurero, campechano, eterno.
I yam what I yam, que decía el nota, echando cojones y con todo el derecho del mundo a ser lo que es: un bandido divertido, caradura, melancólico. Lo que quisiéramos ser, en el fondo, la mayoría de todos nosotros.
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