Cada vez lo tengo más claro, no sé ustedes. Vivimos en una sociedad de gilipollas y me aterra pensar cómo seremos o cómo serán los que estén por nosotros, dentro de quince, veinte o treinta años. Al paso que va esto de la educación, desde luego que ya no podremos acusar a los pobres yanquis de ser una panda de incultos que no saben identificar Cuenca en un mapa: nosotros no sabremos ni siquiera que los mapas existen.
Pero no quiero desviarme en temas serios. Son las nueve de la mañana y dentro de, imagino, cuarenta minutos, el personal echará a correr. Eso sí que será una maratón y no la de San Silvestre. A correr, claro, para dar los últimos retoques a los regalos que faltan: el pañuelo de la abuela, los guantes del sobrino rockero, el anillito socorrido para la nena, el juguete que por fin encuentras de saldo cuando faltan diez minutos para que cierre el gran almacén que no lo ha tenido nunca... Todos como hormigas, a lo bestia, entre empujones, caritas de felicidad compungida y suspiros de las tarjetas de crédito, que las pobres están ya en las últimas.
Vale, seguimos creyendo que los sentimientos se traducen por dinero. Qué se le va a hacer. Es bonito hacer regalos, y más bonito todavía recibirlos. Si la cosa está montada como la tenemos (como la tienen) montada tampoco es plan de soltar discursetes en plan Dolores Ibarruri, a.k.a. Pasionaria.
Pero, cónchiles, es que pasado mañana (PASADO MAÑANA, jobar) todo estará un veinte o un treinta por ciento más barato. Empezarán las rebajas de enero, que ya duran hasta marzo. Y el pañuelo de la abuela, los guantes del sobrino rockero, la bufanda del papi o los calcetines del nene costarán bastante menos (el oro y los juguetes, me temo que no).
Eso me plantea, no sé a ustedes, una duda: ¿Merece la pena que yo le pida a los reyes un pantalón que no voy a poder estrenar hasta pasado mañana... si pasado mañana ese pantalón lo voy a poder comprar más barato? Sustituyan ustedes esa prenda por la que les plazca y convendrán conmigo que sale más a cuenta esperar unas nimias veinticuatro horas. El tiempo que pasamos en vacaciones dando vueltas por la ciudad a la caza y captura del regalito prendil podríamos invertirlo perfectamente en aprender artes marciales para poder hacernos con la dichosa prenda en las rebajas, que en ocasiones eso sí que es una ofensiva en toda regla y no la de la caballería de Rohan.
Lo curioso del caso es que, además, a partir de pasado mañana el contrasentido se ampliará no ya a la ropa (con eso de que las rebajas de fin de temporada, o sea, la temporada de invierno, se hacen justo cuando el invierno está empezando), sino a casi cualquier otra cosa regalable. Y tendremos rebajas de muebles (así renové yo el salón el año pasado), de electrodomésticos, hasta de deuvedeses. Quería pedirme por reyes un par de pelis y al final he decidido que paqué, si empezará la semana de oro, el mes de oro, el trimestre de platino el miércoles y podré encontrarlas un treinta por ciento más barato si me llevo dos... y me llevaré dos, claro, que para eso estarán más baratas.
O sea, que mi santa esposa y todos nos preparamos para salir a la calle, ya digo, para comprar los últimos regalos a deshora... Y todos sabemos que hacemos el primo.
Me pregunto qué pasaría si, alguna vez, todos toditos todos decidiéramos esperar hasta el día siete. ¿Nos cargaríamos el espíritu critiano, solidario y amoroso de la Navidad? ¿Temblarían las cajas de ahorro? ¿Nos mandarían los centros comerciales los matones a casa?
Una cosa sí tengo clarísima: si eso sucediera, no tendría que buscar dónde se me esconde la visa estos días debajo de la cama.
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