Pasaron anoche por el C+ la tercera versión, que yo conozca, del caso histórico de la rebelión de Fletcher Christian y sus hombres contra el capitán (aquí teniente de navío) Bligh. Con eso de que la marina de Su Majestad Británica de entonces está de moda gracias a Master and Commander (que en esta peli traducen con más acierto que en el libro por "piloto y comandante"), me quedé a verla y disfrutarla. Por los paisajes. Por el barco. Por el guión (de Robert Bolt, responsable de Doctor Zhivago y Lawrence de Arabia) Por los actores: nada menos que Sir Anthony Hopkins como el inseguro y algo neurótico (¿y veladamente homosexual?) tirano-de-a-bordo-pero-menos y un puñado de jovencísimas estrellas de hoy que hace veinte añitos, cuando se rodó la peli, empezaban a despuntar: Daniel Day-Lewis, Liam Neeson y... Mel Gibson. Saben ustedes que existen los gloriosos precedentes de Charles Laughton y Trevor Howard en el papel que aquí borda ese monstruo que es Hopkins, y nada menos que Clark Gable y Marlon Brando para el personaje que aquí lleva el australiano Gibson.
Escuchar la película en versión original es una gozada, dada la dicción británica total de los actores (a quienes hay que sumar a Sir Laurence Olivier y Edward Fox como jueces del caso de rebelión contra Bligh). Comparar cómo se resolvió hace veinte años el intento de doblar el Cabo de Hornos y cómo se ha resuelto hace unos meses, con mucho más presupuesto y mucha más tecnología, es divertido. Y ver cómo, de las tres películas dedicadas al tema, ésta es la que se centra en Bligh y hace que nos encontremos ante una visión mucho más madura de un acontecimiento que era fácil dividir en buenos muy buenos y capitanes malos y sádicos.
La película que dirige Roger Donaldson no toma partido por ninguno de los dos bandos. Vemos a Bligh con sus grandezas y con sus miserias, con sus dudas y sus temores y también con algún ocasional momento de nobleza. Se insinúa, me parece, una relación homoerótica hacia Fletcher, pero la integridad del personaje y su visión del mundo ni siquiera le permiten ser consciente de ello. Bligh lleva al paraíso a su tripulación y de pronto es consciente que ese paraíso es el infierno de todo lo que para él representa la tierra: el sexo sin tapujos, las marcas de los tatuajes que sus hombres repiten en sus cuerpos, la relajación de la disciplina y el orden. Bligh, demasiado tarde, intenta responder a la laxitud con la dureza. Cuando sus marineros desertan, tiene que usar mano de hierro. Quiere dejar a popa el paraíso pero ya es demasiado tarde para enmendar su rumbo.
Fletcher Christian, juvenil y bello Mel Gibson, se ve atrapado en su propia sexualidad. Su caída de gracia es fulminante: tras la vida en el barco donde se le encarga un puesto de mando que quizás es más de lo que puede manejar, su llegada a Tahiti y su contacto con la bellísima nativa Mauatua lo vuelven, literalmente, loco de pasión (y nadie, nadie hace mejor de loco en el cine que Mel Gibson: no es extraño que se atreviera a interpretar a Hamlet). Tiene a tiro de piedra el paraíso (porque para él, como para los demás marinos, la isla sí es un paraíso encontrado), y la vuelta a la disciplina le supone elegir entre dos conceptos contrapuestos: el amor y el deber. Sólo cuando las respuestas desproporcionadas (o más bien a deshora) de Bligh se salen de madre se deja tentar y toma el mando de la rebelión a bordo. Y desde entonces, enloquecido por enfrentarse a lo que le ha dado sustento, se convierte en un pálido reflejo de Bligh: reconoce la tensión del liderazgo, la responsabilidad de dirigir un barco donde la disciplina ya campa por su ausencia. El regreso a Tahiti y el reencuentro con los nativos le augura eso que ya sabemos desde hace tiempo y él descubre para nosotros quizá por primera vez en la historia: los paraísos existen para perderlos. El rey de la isla se niega a darle amparo, porque tiene ese concepto el honor y la lealtad que él ya ha perdido. Fletcher Christian se convierte entonces en chivo expiatorio del pecado de rebelión de sus hombres, y huye con el barco y con la chica y con un puñado de marinos que, ahora sí ahora no, no saben tampoco qué quieren. El montaje en paralelo de cómo Christian se va hundiendo en la responsabilidad que no puede manejar y Bligh se redime a la deriva en un paquebote sin agua ni comida es soberbio.
Es una buena película y el tiempo ha venido a reivindicar su pulso clásico: tiene el metraje justo que no tiene, para mí, la versión de Marlon Brando. Y explora sin tapujos la rebelión de la HMS Bounty por lo que sin duda fue, o al menos por lo que hoy, a salvo de las censuras y las mojigaterías del Hollywood del pasado, podemos entender que fue: la apertura total de unos hombres sometidos a una disciplina férrea a un mundo donde el sexo, la belleza, el placer, la falta de responsabilidades y la armonía con una naturaleza increíble se convierten en una bomba de relojería contra un imperio lejano que desconoce su existencia.
No hay buenos ni malos: hay hombres enfrentados a sí mismos y a lo que quieren hacer de sí mismos. Siervos de una responsabilidad inevitable o disfrutadores de un paraíso donde no hay reglas.
La elección, contra lo que podamos pensar desde nuestro siglo y nuestro tiempo, no es nada fácil. Ni entonces ni ahora.
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