Charles Dickens se adelantó a El Corte Inglés (y a la Coca-Cola), y estoy seguro de que el concepto que tenemos de la Navidad es cosa suya: ese resabio victoriano que todavía nos queda, enmascarando de buenos sentimientos una fiesta romana que, como ahora, sin duda daba una importancia desorbitada a la comida y la bebida. Como además la adornó de nieve y frío y fantasmas y pecadores arrepentidos, convengamos que al autor de La pequeña Dorrit la cosa le salió redonda. Lástima que no haya visto un chelín de copyrights.
Lo triste de todo esto es que, a medida que pasan los años, uno se va identificando más con Scrooge y reconoce que el papá de Tiny Tim, Bob Cratchit, debía ser un plasta, algo pelotillero, un mindundi que se creía los altos valores del Imperio, un nacionalista del amor por la fuerza un día concreto. Aunque, pensándolo bien, uno ha sido siempre así, me parece. Vivir al sur, sin nieve y con frío relativamente soportable (relativamente, ojo, relativamente solo), como que no pone mucho en situación. La Navidad de mi infancia era esa cosa que quedaba tan bonita en los almanaques de los tebeos, un jaleo de castañas calientes y bufandas y sombreros y pavos que no olían mal como los pavos de verdad y quedaban en la mesa como globos brillantes a los que uno quería meter el diente igual que el Goliat del Capitán Trueno. Pero en la vida real era esa fiesta algo sosa y aburrida donde tenías que verte con la parte de la familia con la que menos bien te llevabas: era más divertida la reunión mucho más ácrata y ruidosa de fin de año, con la otra parte de la familia con la que te llevabas mejor (entre otras cosas porque la otra abuela y los otros tíos te daban paga y para que no dieramos la lata a los niños nos permitían escaparnos a la vía del tren cercana, donde uno corría aventuras imaginarias en las que se creía Tom Sawyer). Todavía no sabía yo, antes de los diez años, que en seguidita la Navidad iba a ser una fiesta triste, la más triste de todas, porque a los buenos sentimientos impuestos por decreto ley iban a empezar a sumársele las asusencias.
No sé si fue Mafalda, o Miguelito (que es uno de mis héroes), pero estoy con él (o con ella). Y a mi mamá la quiero todos los días y no cuando marca el calendario, y esos buenos sentimientos habría que tenerlos siempre y no esta madrugada, para ahogarlos en champán, en coñac o en cubatas. Será que soy un idealista trasnochado, un Scrooge venido a poco más. Pero aunque por aquí no nieva y no hace frío insoportable siempre me siento algo solo y con un poco de frío en Navidad, y acabo por aborrecer las mil o dos mil versiones distintas que del Christmas Carol de Dickens nos ofrecen todas las cadenas televisivas (¡ya me espanta hasta la de los Teleñecos, oigan!).
Porque me gustaría que algún día, de verdad, Ebenezer Scrooge le plantara cara a los fantasmas. Y les hiciera ver que, o es Navidad todo el año, o simplemente le estamos haciendo el juego al papá de Tiny Tim, que lo único que quería, sin duda, era la paga extra.
¡Paparruchas!
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