Qué mal cuerpo. Unas décimas de fiebre (yo es que soy hipotérmico, qué se le va a hacer, de sangre fría como los lagartos de V) y se pone uno que parece que ha ido y venido andando de la Tierra Media hasta Bizancio, como si Mike Tyson me hubiera dado una paliza, qué sé yo. No es ya el sopor, ni el sudor que te deja el pelo como si hubieras salido de la piscina, ni el tembleque de manos. Es... todo.
Vale que me duelan las articulaciones. Vale que me duelan los huesos. Vale que sienta que los ojos me arden y, cuando los cierro, me acuerde de Miguel Strogoff y aquel sable al rojo vivo que tanto miedo me daba de niño. Pero, jolín ya, es que me duelen las venas: noto la presión de la sangre corriéndome por los brazos y las piernas, o eso me imagino. Un pom pom pom que me pincha por todos los miembros, pero por dentro. Es que me duelen las uñas (no exagero). Es que, esta noche, notaba que me dolían los dientes.
Y todo por unas décimas de fiebre que me tiene en cama, dolorido de estar tumbado, entre accesos de tos y, puaff, mucha balsa y mucha flema. Cayeron todos en casa y solo faltaba yo. Pues ya estoy en la colección.
Lo siento por el cole: sé que hoy faltan cinco profes, cinco: ¿Quién dijo que esta no era una profesión de riesgo?
Os dejo, que me toca la medicación. Si por lo menos dejaran de martillearme por dentro de la cabeza...
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