A pesar de los consejos de Arturo Pérez-Reverte, fui incapaz de leer más de cincuenta páginas de Capitán de mar y guerra, el primero de los libros de la saga de Jack Aubrey escritos por Patrick O´Brian. Un bicho raro, se dirán ustedes. Pues sí, qué se le va a hacer. Maniático que es uno. Porque las historias de barcos, ya lo saben ustedes, me gustan más que a un tonto un lápiz, en cuantito me toque una superprimitiva me compro uno de verdad y me voy a los mares del sur a buscar a Gauguin o a Corto Maltés (aunque aquí Vicente73 aún no ha conseguido que me suba al suyo), y tengo en un pedestal los tebeos de Barbarroja, las historias de piratas en general y La isla del tesoro en particular.
Pero con aquel libro no hubo tutía. Y no creo que sea culpa del autor. Pero, ay, uno es muy maniático según qué cosas, ya lo decía más arriba. Y resulta que en el susodicho libro (no sé si en los siguientes) los personajes hablan entre comillas. Me explico: los diálogos en español de Esppaña se suelen poner entre guiones, y dejamos el entrecomillado para la cita o el flashback. La traducción a cuatro manos de ese libro (que, no lo dudo, será una joya) ponía a los personajes hablando siempre entre comillas. ¿Resultado? Que no fui capaz de quitarme de encima la impresión (subjetiva, sin duda) de que los personajes estaban en todo momento recordando y no viviendo. ¿Conclusión? Dejé el libro y por ahí lo debo tener, perdido entre otros libros dejados al pairo.
Un inciso para advertir que mi record de libros abandonados lo tiene uno de Stephen King, Maleficio (en V.O. "Thinner"). Lo dejé a la segunda línea. Ya había sufrido con la nefasta traducción de Tommyknockers (¡la calle Main, por Dios!), y me encuentro con que el librito de marras comienza tal que así:
Sólo dijo una palabra:
--Más delgado
Con lo cual, porque "más delgado" son dos palabras si no se me ha olvidado sumar, opté por tirar directamente el libro al rincón de los libros castigados.
(Un segundo inciso para aclarar que pueden hacer ustedes lo mismo con mis libros o cuando encuentren gazapos en mis traducciones, que los hay. Pero no lo digan, ¿vale?)
Pues bien, con la curiosidad de ver cómo demontres eran las historias del capitán Aubrey y su particular doctor Watson, me fui al cine a ver Master and Commander: Al otro lado del mundo, con la mosca detrás de la oreja porque una cosa es no traducir un título, como viene siendo habitual, y otra ya de rizar el rizo es traducir solamente la mitad.
Y he de decir que la película funciona. Y funciona muy bien. Es una película de hombres (sólo sale un rostro de mujer que llena la pantalla dos segundos, pero cómo la llena), de hombres curtidos y solitarios enfrentados al mar y a sí mismos. El pulso difícil de una persecución marítima que es todo un anti-clímax está bien tensado, los actores se saben en todo momento poseedores de su papel y dan un empaque a sus personajes como pocas veces he visto en películas de este tipo. Por encima del protagonismo de Russell Crowe, talludito y nelsoniano él, hay dos protagonistas impresionantes: el mar y el barco.
El mar porque siempre está ahí, en calma chicha o despendolado, mareante y balsámico, azul y negro, amigo y enemigo, confidente y traidor, complaciente o caprichoso. Uno comprende perfectamente que contrataran al director de producción de La tormenta perfecta.
El barco porque es el barco. Una reconstrucción casi al pie de la letra de un trozo de madera a la deriva, atosigante y gigantesco, estrecho y combativo, un pedazo de país flotante y siempre en un tris de irse a pique. Pese a los muy buenos precedentes que tiene este cine de marinos (que no de piratas) en el pasado, creo que nunca habíamos visto un barco como el HMS Surprise, nunca habíamos vivido un cañoneo desde dentro, ni habíamos visto las balas pasar de esta manera por las bodegas y cubiertas, arrancando mamparos y llevándose hombres por delante.
La película (que no adapta un libro concreto de la serie) es capaz de demostrar que los hombres de hace doscientos años eran, para nosotros, tan alienígenas como lo puedan ser los habitantes de algún hipotético futuro: extraños en sus conceptos del honor, sin duda, diferentes en su visión del mundo, de la patria, de la guerra, de las comunicaciones, del mismo tiempo. ¿Cómo se puede combatir a un enemigo invisible, casi invencible, a lo largo de meses, a lo largo de millas y más millas, sin tener como no tiene el afortunado Aubrey más medios que la fe ciega en su destino y unos cuantos rudimentarios cálculos matemáticos?
Cada actor, lo decía antes, se sabe único poseedor de su personaje, y lo mima y lo potencia: ya sea por las cicatrices de sus rostros (habría que ver las actuaciones en versión original para captar, posiblemente, los matices sociales de cada uno) o por sus motivaciones personales: desde la compasión y la dureza de Aubrey a la frustrada vocación de naturalista que nunca será del doctor Matturin (y es divertido el continuo what-if que supone comprender que nunca podrá hacer los descubrimientos de Darwin porque el deber propio o el deber ajenos se le interponen continuamente por delante), pasando por el niño que ya no será marino, los guardiamarinas enfrentados a un deber que les supera, o el desprecio hacia el suboficial a quien consideran gafe (¿fue impresión mía o porque Peter Weir se encarga de apuntar su homosexualidad en la escena de los cánticos y es por eso mismo relegado por la tripulación?).
Héroes de un mundo lleno de contrasentidos, adalides de unas patrias que están tan lejos que resulta inconcebible que el destino de una guerra se decida en un punto lejano de otro océano. La ciencia que va a remolque de la guerra y viceversa. Y la música que aisla en su camarote al capitán y el doctor, apartándolos de las clases sociales en las que no encajan, redimiendo sus temores y actuando como catarsis.
No sé, lo mismo le doy otra oportunidad a los libros del señor O´Brien.
En versión original, por si acaso.
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