No se si habrá quedado claro, pero uno es, más en la superficie que en el fondo, un sentimental. Se celebra pasado mañana el vigésimoquinto aniversario de la Constitución, y hoy hace alguno más que, en Andalucía, una inmensa manifestación multiciudadana se saldó con un muerto y con unas ganas enormes de ser diferentes, de lograr un estatuto que luego no sé si ha sido lo que queríamos en aquella época. Nadie recuerda ya aquel incidente, como tampoco recordamos tantos otros. Pero, durante un tiempo, nos marcó: a mi generación y a los andaluces. Este es el recuerdo que escribí en uno de mis tantos libros malditos e inéditos, El anillo en el agua, la crónica literaria de aquellos años. Que no se me confunda: no estoy hablando de política. Es hoy, más que otra cosa, un tempus fugit, una reflexión sobre la muerte y el paso del tiempo.
Un cuatro de diciembre murió un malagueño. Nos vendieron la historia de que el futuro sería color de rosa y allá fuimos, henchidos de patriotismo y buenas intenciones, jóvenes e inseguros de casi todo menos de un par de cosas. Tal vez fuera complejo de inferioridad con respecto a otras regiones, no lo niego, pero allí andábamos, una piña de jerseys de lana y cazadoras de ante, un revuelo de banderas, una consigna. Queríamos todos la autonomía para Andalucía y ese día no nos cortamos ni un pelo a la hora de pedirla, de demandarla.
Téllez, Juanito y yo caminábamos en la hilera, perdidos entre un restallar de mil banderas blanquiverdes, cantando y bailando, coreando gritos ajenos e inventando exigencias nuevas cada pocos metros (la rutina siempre nos aburría).
--¡Suárez, alerta, Andalucía se despierta!
En la fila, ante nosotros, uno de los manifestantes, barbudo y con pinta de cantante de Jarcha o de alcalde de Marinaleda, se volvió y nos increpó, torcido el rostro, gruñendo como un perro de dibujos animados.
--Andalucía está despierta ya.
La respuesta fue inmediata.
--Sí, pero Suárez no lo sabe.
El barbas se dio la vuelta y no volvió a criticar nuestros eslogans. Un rato después, tuvo que dar su brazo a torcer y corearlos también, cuando todo el mundo dio en gritar los pareados que cada dos por tres nos íbamos inventando, para deleite propio y mortificación ajena (no en vano llevábamos seis meses leyendo versos malísimos).
Llegamos al gobierno civil, una marea humana ahogada de optimismo, ondeando estandartes, convencidos de que la historia tendría que dar un brinco, ahora o nunca. Y lo más hermoso era que aquel recital de banderas se estaba repitiendo en todas partes.
En Málaga, sin que nosotros lo supiéramos, a la misma hora, una bala perdida encontró su justificación en un joven que, como nosotros, agitaba los mismos sueños, convencido de hallarse ante la misma grandeza recuperada. Luego quisieron vendernos que era un delincuente, un antecedente penal sumado al carro de la fortuna, pero quienes de verdad vivimos ese día sabemos que esa infamia, aunque fuera cierta, no tiene importancia. Un trapo al viento no es motivo para la pólvora, un sueño enarbolado jamás puede ser excusa para la sangre.
Un cuatro de diciembre murió un malagueño. Había que hablar de asesinos, lo dijo un amigo poeta, muy clarito. Un cuatro de diciembre murió un malagueño y tal vez nosotros murimos un poco con él ese día agridulce. Fue un sacrificio estéril, un asesinato vano que ya nadie conmemora pero que en su momento nos sirvió para aprender que no era cierto el sueño que deseábamos, que el futuro no estaba pavimentado de losas amarillas, sino de ilusiones que alguien iba a echar por la borda a la primera de cambio, sin tener en cuenta para nada aquel clamor que ese mes frío nos dio a todos vida fugaz, una esperanza verde como la bandera que creíamos amar sin compromiso.
Un cuatro de diciembre murió un malagueño. Hasta en los carnavales lo lloraron. Hoy nadie lo recuerda.
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