Vengo de hacer chantaje a mis chavales. Con artes saduceas, y prometiéndoles un punto más en la nota de la evaluación, me los he llevado a la Plaza del Palillero esta noche porque, ayer, se cumplieron cinco años de la muerte de Fernando Quiñones y hoy mis amigos (y suyos) Juan José Téllez y José Manuel García Gil han dado un recital de poemas y de relatos en su memoria. No sabré hasta mañana qué caritas tendrán mis alumnos después de semejante batida, algo que posiblemente hayan visto y sentido por primera vez. Sé que no habrá llovido a gusto de todos, que a algunos les habrá parecido sublime y a otros un coñazo, pero alguna vez tiene que ser la primera, y es bueno que descubran que hay vida más allá de la vida que viven cada día en sus vidas.
El pequeño recinto estaba, gracias a eso, a rebosar. Y, naturalmente, ni Mané ni Téllez han defraudado las expectativas. La poesía de Fernando es difícil y Mané ha salido más que airoso del trance de recitar algo que es de otro (aunque sea de tantos). Téllez, más perro viejo en esto de la farándula, tan heredero e hijo de Fernando como todos los demás (y ahí me incluyo también, no sé si con derecho) ha invocado, de verdad, a un fantasma. Ha leído el relato "Cuqui" y, lo juro, por un momento ha sido como si el auténtico Fernando Quiñones estuviera allí, leyendo con esa voz zumbona suya esa historia infantil donde un niño pequeño describe su entorno y, de paso, nos anuncia el adulterio materno con el vecino del piso de abajo.
Hemos recordado a Fernando que fue, para nosotros, y bien lo han dicho, la figura paterna de los jovencitos que allá por los finales de los años setenta queríamos empezar a escribir y hoy todavía seguimos haciéndolo, sin duda porque él nunca nos miró con cara rara, sino todo lo contrario. En todo momento, Fernando (que siempre fue un caballero, guasón y con una labia increíble, pero caballero de los pies a la cabeza) nos trató como a iguales, respetando nuestra bisoñez e, imagino, envidiando un pelín nuestra inocencia. Recuerdo la primera vez que lo vi, cuando le hicimos una entrevista para la revistita de mala muerte (Jaramago) donde velamos armas allá por el 77, y cómo me sorprendió que, con lo malos malísimos que eramos, se dedicara a corregir luego y precisar lo que habíamos transcrito de sus palabras, allí mismo sobre el capó de un coche, delante del Teatro Falla donde él organizaba los Alcances.
Otra vez, cuando se publicó Lágrimas de luz, me llamó a casa, me metió en un coche que ni él ni yo sabíamos conducir y, dos horas más tarde, me hizo desembocar en una casa palacio de El Puerto (que está a veinte minutos nada más, imaginen lo mal que conducía quien llevaba el coche), donde me hizo leer delante de un montón de desconocidos algunos párrafos del libro, los más picantes. La noche de agosto y el jardín con olor a dama de noche (y la vuelta a Cádiz en las mismas precarias condiciones) son algo que siempre llevaré en el recuerdo.
Gracias a Fernando conocí Venecia y su historia (porque Nadia, su viuda hoy, es veneciana), y de él saqué todos los datos bibliográficos que luego me sirvieron tanto para La leyenda del Navegante. Es a Fernando, además, a quien debo la crítica más certera de ese libro que he leído jamás: bien claramente descubrió que yo no estaba hablando de Venecia, sino de Cádiz mismo en esa historia.
Ha sido, ya digo, recordar a un amigo, a un gran escritor y, sobre todo, a un grandísimo recitador, al mejor relaciones públicas de sí mismo que he conocido jamás. Fernando era, antes que nada, un comunicador mágico.
Tanto, que lo hemos tenido allí delante, recitándonos sus versos, contándonos sus historias.
Y mientras yo tarareaba para mí aquel verso de "Luis el Mula tenía, ay, Pedro Romero" donde lo vi traspasar la poesía a su cuerpo y sus piernas, una noche de diciembre de 1977, el día que tuve en mis manos por primera vez un ejemplar de Metal Hurlant.
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