Mis chavales suelen quedarse muy pillados cuando confieso, con la cara más seria de la que soy capaz, que no me gusta la música. Para tratarse de un tipo que está siempre cantando por los pasillos (y en los exámenes, para cabreo comprensible, pues se desconcentran), esa revelación los deja bastante fuera de pie.
Pero es verdad. No me gusta la música. Quiero decir que no me gusta lo que es la música, el entramado que hay detrás de todo esto, el negocio, las discográficas, el manipuleo y el mamoneo y los contoneos que obligan a mezclar un arte con otra, no sé si me explico. No quiero jugar a eso. Odié a los Beatles hasta que fui capaz, por fin, de abstrarme a las tonterías de muchas de sus letras y me pude relajar con los sonidos puros, purísimos de sus guitarras.
Mis alumnos me dicen que, puesto que no entiendo de sus grupos y sus cantores y sus cantoras, soy un pureta. Es verdad, sin duda. Mi música son las bandas sonoras de películas (no entiendo nada de música clásica), un breve acercamiento-retorno al redil allá por los ochenta, cuando haciendo de tripas corazón seguí a Sting, Clannad, la primera Enya, Simply Red, Commonards, Michele Shocked, Chico Buarque, Milton Nascimento: todo sin entrar en especialidades. Me interesaron mucho en una época en que escribía escuchando música, me llené la casa de cassettes... y por ahí los tengo, escuchándolos de tarde en tarde.
La música, para el chaval rebelde que yo fui algún día (aunque no se lo crean, lo fui de verdad, palabrita) tenía que ser algo que debía aliarse a la palabra. Es decir, a la poesía. Y nadie hubo mejor en aquellos diecipocos años de mi vida que el gran Serrat y, poco más tarde, el no menos grande Aute. Ellos han sido, nos guste o no (y hasta la llegada de Sabina, con quien nunca he contactado, mea culpa) el gran referente poético, amoroso, sentimental o como queramos de un par de generaciones. Ojalá pudiera pasar hoy lo mismo con quien es posiblemente el mejor cantautor que tenemos, Pedro Guerra.
Serrat, lo decía ya con veinte añitos, era el culpable de que muchos de nosotros escribiéramos poesía o relatos, que nos acercáramos a poetas de verdad (como si él no lo fuera, que lo es). Luego vino Aute y cubrió esa sensibilidad especial, esa sencillez para decir las cosas de una pátina intelectual y matemática, llena de imágenes inauditas: aunque luego el propio Aute cambiara de registro, a mí me sigue llegando al alma ese surrealismo desbocado de discos como Sarcófago.
Luego, porque uno tira por otros derroteros y la música, insisto, no es parte importante en mi vida, se van abandonando las pasiones de la adolescencia. Nunca le perdoné a Aute aquello de Templo, aunque me pese todavía. También a Serrat, quizá porque se convirtió sin yo quererlo en recuerdo de todo lo que había dejado atrás y había perdido (la inocencia, la juventud, la ilusión, qué sé yo) poco a poco le fui dando de lado: siempre tuvo y tendrá un sitito en mi corazón, pero no he comprado sus últimos discos, o si lo he hecho los he escuchado un par de veces y poco más. No es culpa de él, insisto: es culpa mía. También hay que tener en cuenta que el cambio de soportes me ha jugado a la contra: tener la discografía en parte en vinilo, en parte en casette, en parte -ahora- en cedé. No me gusta bajar música de la red, lo he dicho en alguna parte de esta bitácora.
Pero no quiero esperar a que Serrat se nos muera para reconocer lo mucho y lo grande que es y ha sido. Porque Serrat no puede ser solamente nostalgia (la nostalgia es un error, como dice ese vejete que admiro, el ínclito José Luis de Vilallonga), y es huyendo de la nostalgia por lo que, creo, mi generación lo ha ido olvidando. Con el chunda-chunda que domina hoy en día en esto de la música, es triste y doloroso que las más bellas composiciones del siglo veinte en nuestro idioma estén pasando desapercibidas para las generaciones más jóvenes. Una vez más, Serrat no tiene la culpa: es el ritmo imparable de la historia.
Ahora acaba de salir un recopilatorio de sus canciones con una orquestación en ocasiones maravillosa. Siempre resulta raro escuchar una canción que ha marcado tu vida con otros arreglos y algún trastoque en la letra (lo cual demuestra, en el fondo, que la canción sigue viva), y es verdad que el tiempo no pasa en balde y que la voz del noi del Poble Sec ya no es lo que era. Pero la magia sigue ahí, la ternura, la belleza.
Las dieciséis canciones que recoge este Serrat sinfónico parecen haber sido escogidas al más puro azar: cualquier otra podría haber estado aquí, en este disco que entroniza y viste de polifonía canciones que se cantan igualmente con una guitarra. Son quizás las de registro más alto (El carrusel del Furo, el abuelo el propio Serrat, por cierto; De cartón piedra) las que más acusan la extrañeza del cambio. Pero en cambio otras (Barquito de papel, Princesa, Fa vint anys que dic que fa vint anys que tinc vint anys) creo que salen ganando. Hay dos perlas en el disco, el incomensurable Pare y Es caprichoso el azar, donde la ternura alcanza cotas sublimes y los arreglos musicales de Joan Albert Amargós se funden con la letra y la voz de un Serrat que demuestra esa capacidad para el detalle que envidio tanto.
Serrat, no sé a ustedes, es ese tipo con el que parece que he tomado café toda la vida. Será por algo. Hace más de quince años que no escucho como escuchaba antes (a todas horas) sus canciones. Y sin embargo, si me piden que las cante ahora, las canto de corrido, porque recuerdo la letra al detalle, como si no hubiera pasado el tiempo. Como si las hubieran imprintado en mi propia historia que es la historia de muchos de nosotros.
Será por algo, sí. Serrat por algo.
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