Casi seis meses llevando adelante esta bitácora me han enseñado que a quienes la siguen les interesa más una opinión más o menos polémica que un strip-tease sentimental por mi parte; es decir, una reflexión friki o pseudo-trascendente antes que un relato o un poema propios (que es donde quizás yo soy más yo). Pero me apetecía hoy colgar de nuevo un poquito de creación, y este relato breve (que aparece solamente en mi libro La sed de las panteras, por lo que pocos lo habrán leído) puede que reúna en sí mismo esa capacidad de ser a la vez reflexión, tesis, opinión y acto creativo. Metáfora.
"General, los hombres tienen un defecto.
Los hombres pueden pensar".
-Bertolt Brecht
Dentro del invernadero, como si fuera una burbuja de cristal y acero que jugara a ser útero, el general estaba a salvo de la lluvia que en este país acompañaba siempre al frío. Alguno de los miembros de su séquito, aquellos hombres obsequiosos de mentones cuadrados y porte marcial, sin uniforme ahora, como el general mismo, se habían encargado de que la sombra de luz vegetal que lo acogía tuviera los colores y aromas de la patria. En aquel jardín contenido de yedras y begonias, entre las flores de cactus, la vida quieta regaba gota a gota su callada melancolía allá donde las mariposas se confundían con las orquídeas. Como un insecto enquistado en ámbar, el general también estaba a salvo del tiempo.
El laberinto acechaba fuera. El general siempre había sido un hombre de provecho. Aunque no recordara, bien lo sabía. Él no podía ser el monstruo que los enemigos de la patria decían que era. Nunca hizo nada que no le dictaran su honor y su conciencia. Tuvo en la mano el sable para eso, porque sobre sus entorchados había reposado, por designio del pueblo, la seguridad de la patria ante todo tipo de amenazas. Eso lo recordaba el general, porque debía estar tan marcado en su sangre como la infección que lo roía por dentro, arrancándole pedazos de memoria a cambio de rociarlo con puñaladas de dolor y desencanto. Toda su vida fue un hombre íntegro, y no le valían milongas ahora que sólo era un pobre anciano vencido por la afrenta de los años. Cuanto hubiera hecho, si algo había sido, sólo podría justificarlo ante Dios y los padres fundadores de aquel lugar imaginado casi, entrevisto apenas allá en el sur, tan lejos de este rubio vecino de inviernos fríos donde la lluvia no era un beso suave sino un latigazo en el rostro.
La patria. Más que un paisaje era un concepto. Un lugar donde el sol acariciaba y las polleras de las muchachas eran blancas como palomas, donde el verde de las pampas se confundía con el nácar esmeralda de los saltos de agua. Un mundo de bandoneones al atardecer, de hamacas tendidas a la sombra y azules cánticos de pájaro, de rostros oscuros y acentos musicales, y quenas y ponchos y boleadoras y charangos. Eso era la patria, o así se la recordaban en los videos, prestos siempre a interrumpir los canales televisivos cada vez que comenzaba un noticiario. Allá en el sur, el reino donde él había sido rey sin corona ni cetro, lejos de este país de brumas gélidas y rostros pálidos y médicos que no se inclinaban a su paso pero le conectaban gomas, le arrancaban tubos, palpaban con guantes su cuerpo vencido y pinchaban con agujas desinfectadas sus brazos, sus piernas, sus dedos. Tan hermosa era, brillaba tanto, que el general tenía que mirarla siempre a través de gafas oscuras, para que en sus ojos no se reflejara todo el amor, el inmenso arrobo que le producía respirar su naturaleza, contemplar su encanto. Ahorita, acá, protegido por el muro antibalas del cristal humedecido del invernadero, el general no necesitaba sus gafas características, aquellos parapetos con los que había infundido respeto para no revelar la debilidad de su devoción por su pueblo, porque el sol no calentaba ni asomaba siquiera la mitad de los días, y cuando salía era un disco pálido, tan carente de fuerza y tesón como el corazón o la mente del generalísimo.
El sur que un día fue suyo vendría a ser, lo imaginaba a ratos, como una versión magnificada de este lugar donde ahora se confundía con la naturaleza vegetal que lo velaba, entre las alas amarillas de las mariposas y el lento fluir de la resina sobre la piel curtida del ombú que dominaba el invernadero. En realidad, el general no sabía a ciencia cierta si de un ombú se trataba, o si era mejor un olivo o un algarrobo, quizás porque su memoria ya no era capaz de recordar cosas sencillas (el nombre de sus nietas, las capitales de los distritos de su circunscripción, la fecha en que tomó la primera comunión o se casó recién nombrado brigadier), quizás porque a fin de cuentas la biología no era lo suyo. Pero, como el ombú era el más característico de los árboles de la patria, y como dominaba desde el centro las tres franjas de la bandera, al general le gustaba pensar que era un ombú aquel tronco retorcido y viejo, de piel cascada que se desperezaba en el centro de la estancia y extendía sus brazos nudosos hasta el techo cristalino. Él también era un ombú, en más de un aspecto, erecto y solitario, tan arrugado y seco como el árbol a cuya sombra se acercaba cada tarde buscando el calor del sol que había tomado, magnificado por la lupa reticular del invernadero. También a él lo habían transplantado a la fuerza desde su lugar de origen, para traerlo a este país aliado a cuyos intereses había servido con devoción de verdadero amigo de otro pueblo, agradeciendo los favores que los gobernantes de ojos azules y lengua trabada habían hecho para equilibrar su balanza de pagos o eliminar la oposición de quienes servían a ideologías propiciadas por el diablo. Como el ombú esperaba, como el ombú dormía sin sueños, imaginando llanuras donde cabalgaban los charros o cordilleras de picos dentados por donde el cóndor es amo.
Como el ombú, el general carecía de recuerdos. Anciano y encorvado, esclavo perpetuo de la silla de ruedas, cubierto el regazo por una manta de cuadros con motivos andinos, no tenía más vida atrás que un recién nacido. Cierto, sabía que un día lejano fue un hombre importante, que el destino de otras vidas estuvo tensado entre sus guantes de cuero, que comandó escuadras, capitaneó ejércitos, fulminó ministros e inauguró carreteras, que su rostro sereno, la mirada ciega, vigilaba perenne desde los edificios oficiales, en los sellos de las cartas, tras los despachos de los edificios públicos. Había sido el norte de su país del sur, el vigía, la luz, el faro. Responsable de la vida y los anhelos, el que daba de comer a los hambrientos, un maná humano elegido por Dios para que quienes comulgaban a diario no tuvieran duda de la rectitud de su camino. Eso tuvo que ser, aunque no lo recordara más que a retazos, cuando se veía extraño en las fotos, las gafas sobre la cara, el pelo engominado y negro, no blanco como ahorita mismo, el bigote firme sobre el labio sereno, el porte orgulloso. Todo muy alejado del viejo encorvado en la silla de ruedas, del anciano que suspiraba cuando le leían las cartas de sus nietas o lloraba en silencio cuando en las radios o las gramolas creía oír los quejidos de un tango.
Tuvo en sus manos las riendas y ahora sólo tenía soledad. Era un viejo decrépito, luz que se apagaba bajo la aurora boreal que iluminaba estos cielos que no reconocía por las noches, observado por estrellas inquietas que no pertenecían a su hemisferio. Las comidas rancias, sin picante ni alcohol; las mujeres planas, sin pasión en la mirada ni fuego en los labios; los médicos cetrinos, pero con una piel que no era morocha, ni de tigre, ni de cuarterón tampoco; los políticos que de vez en cuando le visitaban a escondidas, entre el chaparrón de los flashes de los fotógrafos, acompañados por un ulular de sirenas y los gritos y los insultos de quienes formaban un cordón de histeria al otro lado de las vallas amarillas que los separaban de su mausoleo. No soportaba nada de todo aquello, y sin embargo tenía que seguir tragando, desangrándose de recuerdos vacíos un mes tras otro, mientras los políticos de causas indignas decidían cómo jugarse a los dados su futuro.
El general no comprendía demasiado bien a qué venía tanto alboroto. Él era un recién nacido como quien dice, desnudo de acciones más lejanas que las de aquel día en que, con la constitución en la mano, borró de un plumazo los decretos que había impuesto, rehaciendo la vida que había encarrilado, generoso como siempre y dispuesto a dar la vez al poder civil que había aprendido cómo había que tratar (con mano firme) cualquier peligro que acechara en el horizonte. No recordaba apenas qué misión sagrada le había llevado a actuar años atrás, a santo de qué se había rebelado, conduciendo tanques por grandes alamedas donde ya no transitaba nadie, el sable desenvainado y la mirada ennegrecida por las gafas oscuras. Tuvo que ser su obligación, un paso forzado por circunstancias imposibles de enderezar por otro medio, porque él siempre había sido, lo sabía, un hombre cabal, persona de provecho.
Recordaba, eso sí, los retortijones de dolor, como si alguna macumba santera le estuviera clavando dardos envenenados en el vientre, y los análisis sonrientes de los médicos de confianza que le atendían, aunque ahora sólo fuera senador, y aquellas sonrisas que se fueron volviendo de hielo a medida que los picotazos se reproducían en los brazos y las piernas y acabaron por postrarlo en una cama allá en su quinta perdida, fortificada al paso de convoyes y autos. Luego, la solución inmediata ofrecida tras arduas deliberaciones, la marcha sigilosa a este país del norte, vecino amigo, con quien tantos buenos acuerdos habían hecho en sus tiempos de gobernante, aunque él no fuera un político, en honor a la ayuda que ambos se habían prestado mutuamente; unos para sofocar revoluciones de sangre, los otros para aplastar las ansias anexionistas de algún otro país vecino que disputó al hermano del norte unas islas ridículas donde sólo habitaban ovejas y pingüinos.
El general recordaba el avión de madrugada, los calmantes en los brazos, las diez o doce horas de vuelo adormilado. Y la consulta de otros médicos que no le mostraban el respeto ciego que su presencia exigía, los dedos que punzaban allá donde más dolía, los tactos vergonzantes, los análisis repetidos. Y la operación a vida o muerte, según dijeron, el bisturí que marcó su carne al rojo, para extirpar aquel pedazo de yo que se había declarado en rebeldía contra sí mismo.
Luego, un lento amanecer de consciencias nubladas, las voces amigas de consejeros y parientes, la llamada preocupada de las nietecitas desde la patria, o quizás desde los internados donde estudiaban en el extranjero, la paciencia infinita de la esposa, los taconazos y la inquebrantable adhesión de los más fieles seguidores de su doctrina. Y la trampa, entonces, lo que nunca había esperado nadie: algún magistrado foráneo, un jovenzuelo guapo con ganas de notoriedad a costa de levantar patrañas, respaldado por organizaciones separatistas, por grupos masónicos o simples enemigos del orden, contrarios a su causa o a la patria, presentó una demanda de extradición para juzgarlo, a él, que sólo era un viejo, por crímenes contra la humanidad y genocidio.
El general sabía lo que estaba pasando. Al principio trataron de ocultárselo, un postoperatorio largo, dijeron, complicaciones sin importancia, los médicos desean estar seguros. Pero él no era tonto. Un niño sí, una criatura sin memoria y por tanto sin pecado, pero no menso. Se asomaba a las ventanas de los hospitales, de este búnker de mármol donde vino a recalar luego, y allá veía los pasquines y las fotos, los enmascarados que lo acusaban con un dedo tinto en sangre, las vallas de fotos de muertos desconocidos que, no sabía muy bien por qué, querían cargar sobre sus espaldas. Eran jóvenes y viejos, traidores a la patria, extranjeros también, naturalmente. Escribían sus proclamas en varios idiomas, y bailaban y saltaban, como una horda bárbara que celebraba de antemano no su juicio, sino su linchamiento. Pronto vinieron otros a hacerles frente: tanto esfuerzo vertido en la patria también daba sus frutos, había quién sabía la verdad y no estaba dispuesto a callar ante la ignominia, y habían cruzado todo el océano, como había hecho el general aquella noche de fármacos y miedo, para mostrarle al mundo su solidaridad, la entereza de su convencimiento de que él era inocente de todo cargo, de que aquellos muertos desconocidos eran eso, gente anónima que jamás se había cruzado en su camino: él no podía ser responsable de lo que hubiera podido hacer una noche de nervios alguno de los suyos.
Porque no podían ser tantos los sacrificados por el camino. El clamor era mundial. Olvidado de todos menos de unos pocos fieles desde que cedió el poder y se conformó con vivir alerta desde su cargo de senador vitalicio, el general vio con sorpresa cómo su rostro saltaba otra vez, como cuando tomó el poder de quienes arruinaban a la patria y la malvendían al extranjero, a las primeras planas de los periódicos. Quienes lo custodiaban habían decidido que lo mejor era no dejar que el general viera televisión, aparte de algún programilla insulso de detectives pelirrojos o concursos de gritos en idioma extraño y monedas donde no aparecía su perfil, pero con una radio pequeña que tenía escondida en la maleta el general fue siguiendo noche a noche, en las madrugadas de silencio, las vicisitudes de su caso.
Lo querían juzgar por algo que no había hecho. Cuando se gobierna una nación un hombre se dedica al orden, no a perseguir descamisados, a secuestrar bebitos, a violar chamacas ni a ajusticiar estudiantes. Eso no lo comprendían quienes lo acusaban falsamente de haber cometido esos desmanes. Él era, lo había sido siempre, un hombre de provecho. Sólo en la guerra había disparado sus armas. No tenía conciencia de que en el patio trasero de su palacio presidencial hubieran cavado la fosa común de quienes no admitían su desvelo.
Debía tratarse de una conjura internacional, como en los tiempos en que era el timonel del barco de su patria, pues incluso en otras naciones extrañas pretendían juzgarlo. Ahora estaba viejo y solo, cansado y aislado en este país de veranos fríos y primaveras pardas, de otoños blancos e inviernos oscuros, y el enemigo al acecho no descansa nunca, ni siquiera cuando debería estar concentrándose en mordisquear las otras manos que ahora gobernaban, no las suyas. Una conjura, eso debía ser. Aquel magistrado extranjero que lo perseguía como un perro estaba a sueldo de los mismos enemigos a los que él había expulsado, del odio cerril de quienes no entendían que sólo ante Dios y la providencia se pueden rendir cuentas, de que hay un orden por encima del orden, establecido desde que el mundo es mundo.
Él no podía ser culpable porque no tenía recuerdo de ello. Su mente oscurecida por la vejez que también marcaba el temblor de sus manos no daba abasto a tanto horror como le querían prender de las solapas del alma. Si no hay memoria no hay pecado. Los abogados a sueldo de su defensa apelaban en los tribunales de justicia internacionales, recursos y contrapropuestas, alegaciones y sentencias indecisas para volver una y otra vez al punto de partida. Algunos ni siquiera negaban que no fuera inocente, pero apelaban a incompatibilidades de forma y de derecho. Otros pretendían juzgarlo mejor en la patria lejana, como si fuera posible que quienes eran hijos de su misma sangre consideraran que el general alguna vez había hecho algo muy malo. Y al final, nuevos informes médicos, electrogramas, cables en la cabeza y el tórax, análisis de sangre, orina y heces, para refugiarse en una difusa causa humanitaria como excusa para no entregarlo a la custodia de otros cancerberos. ¿Qué causa humanitaria podían pretender? ¿Que el general era un viejo? ¿Que se estaba muriendo?
Él era joven, apenas un recién nacido. No tenía mente más allá del año largo que llevaba perdido en este exilio, entre estas jaulas de oro, rodeado de mariposas y begonias, entre flores de cactus y resina de ombú. Si por casualidad algo de cierto hubiera en aquellas acusaciones que vociferaban al otro lado de la calle, si en efecto algún error de discrección hubiera acabado con la vida de estudiantes u obreros, haciendo desaparecer bebés por el camino, torturando muchachas, aplastando dedos que sólo sabían tañer las cuerdas de las guitarras, eso lo habían hecho otros hombres, pero no él. Amparados en lo que tal vez creían que el general era, pero ese general ya no existía. Ese general ahora no tenía más mente, más memoria, más historia ni más culpabilidad que un niño pequeño.
¿Quién podía juzgar a alguien que no tenía conciencia del mal, que no tenía la mirada llena de sangre ajena? El general amaba a sus tres nietas, era un hombre de Dios, escuchaba misa todos los domingos y fiestas de guardar, hasta una biblia lo había acompañado para que se la bendijera el Santo Padre la única vez, la única aparte de ésta, en que voló desde la patria al extranjero. El general sabía que no era, que no podía haber sido un monstruo. Se enternecía hasta lo indecible con las muertes en las series de televisión, no podía escuchar una canción triste sin que las lágrimas acudieran a sus ojos. ¿Cómo iba a ser responsable de tanta maquinación? ¿Quién le podía asegurar que aquellos embozados de las calles, las manos rojas, los ojos negros, no estaban fingiendo para así torturarlo?
Sin memoria no hay pecado. Sin historia no hay llanto. El general era inocente de todo mal, de eso estaba seguro. Sólo había sido el gesto fuerte, el brazo armado al servicio del bien de todos. Ahora era un ombú, antes había sido el bisturí que cercenó de raíz el mal que carcomía la patria.
La espera iba a terminar pronto. Los jueces y ministros extranjeros, reunidos por décima vez en menos de un mes, iban por fin a zanjar su futuro. El general estaba tranquilo, rodeado por los colores y los aromas de la jungla domesticada que le recordaba a los trópicos, tan protegido del clima adverso y las opiniones contrarias como el cristal y el acero del invernadero permitían la vida vegetal amada, imposible en esta parte del mapa. Ni siquiera había llegado a desesperar en su largo destierro: como no tenía memoria, tampoco tenía afectos. Estaba mal que él lo dijera, pero si era un recién nacido, este invernadero y esta selva dormida eran también su patria, pues no conocía, no quería reconocer otro entorno.
Supo que habían alcanzado una decisión cuando las mangueras de agua a presión dispersaron una vez más a la chusma de manifestantes. En los chillidos y las cargas policiales, bajo el tartamudeo de los helicópteros y los chasquidos secos de los botes de humo, el general creyó recordar clarines lejanos. Luego, cuando todo quedó tranquilo a la fuerza, entre las pancartas desmembradas y los restos de vidrio pisoteados, la limusina entró en el palacete y los hombres de oscuro que le servían subieron a comunicarle la noticia. Todo resuelto, excelencia, dijeron gozosos. Mañana mismo podemos regresar a casa, hemos vencido. El general asintió, feliz por la cordura del momento, complacido de que la verdad resplandeciera una vez más, como lo había hecho bajo el filo de su sable durante tanto tiempo. Se le apeteció un tazón de chocolate caliente, como antaño. Celebrando el veredicto, empujaron hacia la mansión la sillita de ruedas, retocando planes ya esbozados con meses de preparación, porque mañana mismo esquivarían a los fotógrafos camino del aeropuerto. Ninguno de sus muchos consejeros echó cuenta, ni él tampoco, del reguero amarillo de alas de mariposas retorcidas que, durante la espera, una por una el general había ido arrancando.
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