Uno ha aprendido a aceptar, aunque de entrada moleste, que las películas son estructura. Que la premura de tiempo y de dineros hace que las cosas se cuenten como tienen que contarse, reduciendo en lo máximo posible los vericuetos de las historias, haciendo que todo encaje en dos horas o menos con la perfección de relojero con que por ejemplo, en literatura, se codifica un soneto.
De ahí que me quedara tan pillado cuando, hace unos meses, viera Matrix: Reloaded y no supiera a qué carta quedarme. ¿Me había gustado? No estaba seguro. ¿Era una buena secuela? Tampoco podría jurarlo. ¿Encajaba todo con la precisión mecánica necesaria? Corramos un tupido velo. ¿Era el segundo acto de una obra mayor donde, por lógica, todo tendría que complicarse porque ahí está tradicionalmente el nudo? Eso quise creer. Y por eso pasé por alto las larguísimas escenas de pelea que, vale, muy bien coreografiadas y muy bonitas y todo lo que queramos, pero que cansar cansan como ellas solas (y si admitimos que Neo pudo haber echado a volar en el segundo uno de la batalla contra los multiSmiths, apaga y vámonos); perdoné el cambio algo tonto de inspirados referentes mesiánicos por desangelados referentes informáticos (¿Cómo dices, que Smith es un virus? ¿Que Neo es un programa debugger? ¿Pero no era Jesucristo redivivo?); acepté a regañadientes la inclusión de ese sosias del Conde Lecquio pero en francés que es Merovingio y, bueno, agradecí que un bellezón como Monica Bellucci viniera a hacerle sombra a Trinity. Las partes no me encajaban, por aquello de que las películas son estructura: no comprendí la larga fiesta rave de los sucios habitantes de Sión, ni le vi sentido al beso con que la Belluci etiquetaba a Neo, ni me pareció que los momentos de diálogo e información estuvieran bien calzados. Pero decidí esperar a ver cómo terminaba la trilogía.
Y ayer, ya saben ustedes, la trilogía terminó. Y sigo sin verle una estructura coherente, sigo sin comprender qué tiene de nuevo que añadir a esa pequeña gran obra maestra que es The Matrix, ni qué pretendían los hermanos W contar con todo este triquitraque de saltos, bombas, piñas, explosiones, piruetas, mascadas, caras de palo y gafas de sol. O a lo peor es que, mea culpa, no se trata a estas alturas de contar mucho de nada.
Porque sigo sin saber qué pinta en la historia el conde Lecquio y para qué tenemos a la Bellucci enseñando el escoooote (algo que se agradece), ni porqué se desaprovechan algunas ideas (el purgatorio que es la estación de trenes en contra del infierno y el cielo que son Matrix y Sión ), ni por qué son tan largas y tan desconexas las escenas: qué falta hace que Smith haya infectado al humano, qué falta hace que Neo imite a Daredevil si a fin de cuentas ve perfectamente en rayos equis de colores, qué sentido tiene esa tregua algo infantil cuando la lucha por la libertad no ha terminado, aunque el cansancio de los actores (y de los propios hermanos W, sin duda) haya decido poner punto y final (de momento) a la franquicia.
Toda la primera parte de la película es aburrida, con apenas un par de momentos interesantes que, como viene siendo habitual en las segundas y terceras partes, acaba por remitir a sí misma: la lucha a la puerta del ascensor entre columnas, por ejemplo, el salto copyright-in-Trinity, mismamente. Las largas peroratas de los comandantes de las naves siguen torpedeando la historia, como si en toda la productora nadie hubiera tenido a mano un par de tijeras con las que aliviar el montaje. Toda la batalla en Sión, vale, minutos y más minutos de chunda-chunda y fuegos artificiales mareantes y, me temo, credibilidad al garete (¿a nadie se le ocurrió diseñar los exoesqueletos con un cristalito por delante, por Dios santo?). Algo remonta la peli, vale, en momentos puntuales, y los nombres de los personajes siguen siendo cojonudos, y el homenaje al gran Toshiro Mifume me llegó al alma. Pero sigo sin comprender por qué a nadie se le ocurrió plantar bombas electromagnéticas dentro de la cripta y tener que esperar a que llegara la nave in extremis, ni me creo que con lo poco que habla esa muchacha le de al palique justo en el momento en que la diña. Y, sí, la batalla final está muy bien coreografiada, los golpes son la caña, pero ya está. La lucha entre superSmith y Neo es larga, descompasada, aburrida, sin tensión. ¿Quién no sabe a esas alturas cómo va a terminar? ¿Y a quién le importa lo que pase? Es un episodio, ya lo hemos dicho, de Bola de Dragón, es una de esas tantas batallas interminables que tanto deslucen lo que pudo ser Akira si hubiera sido pelín menos espectacular y algo más seria.
No hay estructura dramática, ya digo. O la estructura dramática es tan convulsa, con tantos personajes que pintan poco o nada, que se pierde en sí misma. Parece que los hermanos W están demasiado enamorados de su trabajo, que no han querido o no han podido pulir los flecos, los muchísmos flecos que quedan allá por donde van pasando. La posibilidad de tener tres mundos, tres, queda esbozada y a otra cosa. Todo lo que se jugó a sugerir en el final de la segunda parte queda resuelto con dos palabras de un Oráculo que (cambiada la actriz por imperativo forzoso, el miedo que siempre tuvo Truffaut a que se le muriera un actor a mitad de rodaje), por lo demás, cada vez está más claro que no sabe lo que hace ni lo que dice, ni le importa no saberlo ni no decirlo.
Los préstamos de otras películas son continuos, y los fans de Star Wars y sus secuelas sin duda que habrán visto la enorme cantidad de referentes a El imperio contraataca y El retorno del Jedi; hay, además, multitud de diálogos que parecen calcados más allá del homenaje. Los referentes informáticos que dieron el capotazo en la película anterior se disuelven aquí de nuevo, en buena hora, para volver a los referentes mesiánicos que nunca debieron perderse.
Es en ese sentido donde la peli funciona mejor, cuando Neo acepta su papel de Jesucristo Salvador (y es significativa la escena de su muerte con los brazos en cruz), cuando Seraph admite su condición de ángel guardián blanco y sin alas, cuando Trinity acepta su rol en un destino que no puede cambiarse (una nueva muerte que, siendo ya tan repetitiva, no tiene carga emotiva y es empañada por los larguísimos diálogos), cuando los habitantes de Sión, con Morfeo-Pedro a la cabeza, se convierten en los Apóstoles de un nuevo credo, o cuando Dios y Diablo, Oráculo y Arquitecto (¿pero quién es quién?) reconocen tácitamente estar jugando un ajedrez interminable. Lo mismo pecaron de modestos (¡ellos!) y los hermanos W no se atrevieron a mostrar a la niñita india como nueva encarnación de Oráculo, aunque las pistas están ahí en todo momento.
¿Hemos llegado al final? Eso dicen. ¿Nos importa haber llegado? Se agradece. Unida la trinidad en la muerte (Madre, Hijo y Espíritu Santo), solo la unión de Oráculo, Neo y Trinity puede derrotar al mal encarnado en un agente Smith que, insisto, es una cortina de humo: si el mal era Matrix, Matrix sigue funcionando. Y en ningún momento queda claro que Neo haya muerto: cuando las máquinas lo retiran, vemos que sigue viendo. Y los mesías tienen la sana costumbre de resucitar de cuando en cuando, como los héroes de los tebeos.
El propio Neo ya lo hizo en los últimos minutos de la película original, no sé si recuerdan. Sí, The Matrix, esa historia inteligente y bien calzada donde nos planteamos la realidad y la ficción. En ese aspecto, todo lo que se contó en aquellos minutos finales, el encontronazo primero entre Neo y Smith, es a fin de cuentas lo que han tardado los ínclitos hermanos W casi cinco horas en volver a contar.
Y sin añadir más que efectos especiales al caldo.
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