Con el título de FRANCIS FORD COPPOLA´S: DRACULA DE DRACULAS, publiqué en Stalker este largo análisis de la película que supuestamente adaptaba la novela de Stoker de manera fidedigna a las pantallas. Aprovechando que hoy es Halloween, y que he estado viendo la película en clase de inglés con mis chavales, al final hago de tripas corazón, os pido excusas por lo larguísimo que es el post, y aquí os dejo mi análisis sobre la obra.
1. De Transylvania a Tinseltown.
La industria del cine (llamémosla Hollywood o como queramos) nunca ha sentido recato alguno a la hora de acercarse a ciertos mitos, algunos de los cuales ella misma ha ayudado a crear, y explotarlos hasta dejarlos vacíos de toda nueva lectura o interpretación válida, en ocasiones para siempre, otras hasta que el paso de las décadas o la implantación de nuevas modas volviera a ponerlos, siquiera brevemente, en candelero. Ahí tenemos casos como el del cine musical, muerto en palabras de Stanley Donen porque alcanzó la perfección demasiado pronto; el western, la gran víctima de la televisión y de la conciencia política que despertó en las masas la guerra de Vietnam (en tanto que matanzas como la de My Lai eran similares al exterminio de los pueblos indios), coincidente en el tiempo con el declive de héroes monolíticos como el simpar John Wayne; las cada vez menos afortunadas apariciones de Tarzán de los monos en la pantalla; el cine catástrofe; la comedia burguesa; los lances de capa y espada; el cine denuncia o, en el caso que nos ocupa, el conde Drácula.
La evolución de la percepción que el público tiene del vampiro transilvano y el horror que éste provoca corren parejas, naturalmente, a la evolución social que el cine refleja, quiera o no quiera. Es sabido que el clásico de la Universal protagonizado por el indescriptible Bela Lugosi languideció ostensiblemente en películas de relleno adolescente o como burda comparsa de los muy menores cómicos Abbot y Costello, hasta desaparecer (se llamara Drácula o se llamara de otras formas) cuando el terror atómico llenó los cines de hormigas gigantescas, tarántulas con mala idea o invasores alienígenas de cabeza muy gorda y poderes telepáticos y anhelos antropófagos. La resurrección del personaje, al otro lado del charco y en color, podría haber teñido su acento rumano de inflexiones en pulcro inglés británico, pero aunque el didáctico Francis Matthews de Follow Me fuera uno de sus primeros enemigos, el Conde encarnado por Christopher Lee apenas habla. Aprovechando los tiempos políticamente más permisivos, el erotismo light que progresivamente va mostrando cada vez menos ropas y más piel satinada, el Drácula setentero de la Hammer Films encarnaría, como se sugiere en el libro de Bram Stoker del que todo parte, a un ser pesadillesco, monotemático y frío, amoralmente despiadado: una bestia que sisea y muestra los colmillos y aprovecha los contrapicados de cámara y abusa de las lentillas de contacto rojas, un bicho que entonces quizás daba espanto pero que hoy produce cierta sensación de ridículo ajeno, quizá porque ya no somos tan ingenuos y no nos dejamos asustar de tan buena gana, quizás porque se nota que gran parte de las películas están hechas de prisa y corriendo, sin demasiada lógica interna y lidiando además con los cortes de censura, quizás porque por más que se empeñe, Christopher Lee no es sino un actor de segunda fila y no el monstruo shakespeariano bigger than life que el personaje de Stoker necesita.
La historia se repitió a sí misma una vez más, y lo mismo que la naturaleza desbocada expulsó al horror gótico del cine en blanco y negro, junto a la niña poseída de El Exorcista sería un escualo mecánico, lo suficientemente enorme para ser mutante, quien pobló las pesadillas de los espectadores de todo el mundo, arrinconando al amenazante vampiro de la capa de ópera. Y tras el Tiburón de Spielberg (que no es sino una vuelta de tuerca más al cine catástrofe de El coloso en llamas, La aventura del Poseidón, Terremoto y demás, donde la indefensión ante el mundo físico la plantea ahora el mundo animal desbocado), otra vez las pantallas se poblaron de pirañas, hormigas, langostas, tarántulas etctétera etcétera, hasta agotar el tema. El cine catástrofe de entonces dio la última campanada al aliarse con el cine político de denuncia con El síndrome de China, donde se daban cita todos los elementos típicos de los miedos burgueses... con el agravante de que eran reales (muy cerca estaba el incidente de la isla de las Tres Millas) y que con la suficiente concienciación podían evitarse. Luego llegaría el apogeo del cine de ciencia ficción.
Despistados sin duda por la profusión de escotes vaporosos y gestos sensuales de las rubísimas víctimas de Drácula y sus conversos, tal vez no nos dimos cuenta de que el vampiro, como mito erótico en el que nos proyectamos, tiene mayor calado entre el público femenino, a fin de cuentas el destinatario primero de los orgasmos infinitos que el mordisco en el cuello sugiere y simboliza. Ya Werner Herzog, en su remake de Nosferatu (1978), abrió el camino a Coppola hacia esa estética preciosista y puntillista, algo cursi en ocasiones, donde los papeles de bella y bestia se confunden en la escena final, en la que el vampiro (Klaus Kinski) y su víctima (Isabelle Adjani) mueren matando a la espera de un amanecer que ponga fin a sus noches de goce. La versión blaxploitation del conde rumano, Drácula Negro (Blacula, 1972) incidiría por vez primera, trasvasando el leitmotif de La Momia, en el vampiro como enamorado buscador de amantes reencarnadas, tiñendo así de amour fou y romanticismo trasnochado las motivaciones del no-muerto en muchas cintas venideras, como la versión que el duro Jack Palance interpretara para televisión bajo guión de Richard Matheson, giro narrativo algo cargante del que ya haría tonta parodia el atildado George Hamilton en Amor al primer mordisco (1979). En España, El gran amor del conde Drácula (1972) nos ofrecería a Paul Naschy cometiendo, por amor, el sacrificio que Mina ya había forzado en el film de Murnau y luego en el de Herzog: él solito, sin necesidad de nadie acabaría sus noches suicidándose.
Y es que la capa de raso negra y cierta brusquedad amatoria visten mucho. El gran salto al Drácula puramente romántico (pues Blácula no era el conde mismo, y el físico de Paul Naschy no resultaba en modo alguno el más adecuado para el papel) lo da Frank Langella en la película de John Badham de 1979. Langella ya había encarnado al personaje en su versión teatral, y en esta película, que adapta de manera muy sui generis la novela de Stoker (intercambiando, no se sabe muy bien por qué, los personajes de Lucy y Mina) vemos a un vampiro atlético y joven, dolorosamente alejado del actual físico abotargado del actor, una especie de Capitán Trueno transilvano con cierto toque a lo latin lover que baila el tango (nada menos que "Aparecida") y se presenta como un rebelde Romeo Montesco del más allá en lucha con los Capuletos incapaces de comprender su caprichoso amor por Lucy (Kate Nelligan). El subtítulo que la película de Francis Ford Coppola ofrecería una década y pico más tarde, "El amor nunca muere", parece inspirado directamente en esta versión del Conde, aquí un claro desarraigado, un héroe romántico de tintes byronianos levísimamente satánicos que exhuda sexualidad travoltiana y una crueldad comprensible para el público, que por primera vez considera a Drácula el bueno de la historia aunque siga sin comprender sus motivaciones más allá de la mera pulsión amatoria, el equilibrio obsesivo en la cuerda floja del amor y la muerte.
El paso del tiempo había hecho que el vampiro de vampiros fuera pasando de mito masculino adolescente a mito femenino, no necesariamente para jovencitas. Las novelas de Anne Rice (recordemos que Entrevista con el vampiro se publica originariamente en 1976) explorarían esa fascinación de tintes homoeróticos que las lectoras de la nueva novela gótica demandaban, la versión de ultratumba de esos personajes herederos de Rhett Butler (piratas, bucaneros, exploradores, espadachines, negreros, jugadores, etc) duros y a la vez tiernos que pueblan la literatura destinada al público femenino poco exigente: el hombre tal como las lectoras querrían ser si fueran hombres ellas mismas, como se imaginarían siendo hombres, si pudieran. Al acercarse a la mujer como objetivo de las historias, el vampiro se va entonces feminizando, ganando en equívoco glamour pero perdiendo su potencial como criatura de las sombras , y el propio Conde Drácula, arrinconado por otros horrores contemporáneos, no deja de ser una vez más y desde hace tiempo muñeco que fosforece en la oscuridad, hucha en forma de ataúd, helado veraniego con sabor a fresa o icono aterrador en películas adolescentes (Una pandilla alucinante 1988), el equivalente a Joe el Indio para los Tom Sawyers contemporáneos cuando no jocoso patán en infames peliculitas de contenido erótico.
Saturado el tema una vez más, los mitos del terror cinematográfico de los años ochenta se desviaron hacia otros derroteros: desde los Aliens de dientes babosos a los cazadores espaciales representados por Predator, los burlescos pero temibles Gremlins y sus no menos repulsivos primos clónicos, los baratos Ghoulies, sin olvidar los monstruos cazaadolescentes del cine de descerebrados perdidos en high-schools o campamentos de verano ad hoc de series interminables como Halloween, Pesadilla en Elm Street o Viernes 13. El cine se había empeñado en hacer de Drácula un ser existencialista, un romántico ensimismado en pasados laureles, un buscador de almas gemelas aunque tuviera que hallarlas en el cubo de la basura, un tontorrón de capa ridícula y labios finísimos que ya no daba miedo, si lo dio alguna vez, sino grima, pena y algo de risa. Al buscarle motivaciones, Hollywood mató a uno de sus principales mitos, y no es extraño que sus herederos, los Freddy y Jason de décadas recientes, por no mencionar a los espantosos cenobitas de Hellraiser, se hicieran abanderados de ese salvajismo y ese caprichoso repartir de horrores, ese azar en la lotería de asesinatos terribles que el vampiro original había perdido.
Drácula ya no daba miedo. El escándalo que alguna vez la novela pudo provocar en sus horrorizados lectores había dado paso, poco a poco y casi sin que nadie lo pretendiera, a una sofisticación en la maldad, hasta crear una criatura diferenciada del original literario (lo mismo pasa, a otro nivel con James Bond, convertido en el cine en una caricatura del amoral personaje literario) que se interpreta como triste perdedor en los ruedos romanticoides, el epítome del amor y la redención, o simplemente el sexo sublimado de bellos sentimientos.
En esas estábamos cuando, según publicita la leyenda, Wynona Ryder leyó la novela. Y entonces Francis Ford Coppola entró a saco en el mito.
2. Drácula por alusiones.
Drácula tal vez no fue nunca lo que creímos que era. Sobreexpuesto, mal usado, interpretado hasta la saciedad en los cuatro puntos del globo, asiático, sudamericano, español o mexicano, no extraña tampoco que los vampiros de cierta prestancia en películas o libros recientes obviaran su nombre y se prefiriera crear otros personajes paralelos (el inquietante Chris Sarandon de Noche de Miedo (1985), por ejemplo, o la puesta al día del vampirismo que hace Stephen King en la que es sin duda la mejor novela clásica sobre el tema, El misterio de Salem´s Lot) . La subversión que el vampiro entraña pasa entonces por subvertir también los iconos que lo acompañan: sustituir la capa negra por una gabardina, cambiar el escenario de Whitby por un pueblecito perdido en Maine, asimilar siempre que Drácula y toda su parafernalia pertenecen a la cultura y la imaginería pop, y como tal son susceptibles de burla e ironía desde dentro mismo de las historias que se cuentan.
Francis Ford Coppola ya había sido capaz de elevar una novela de factura simplemente correcta (El Padrino, de Mario Puzo) al estatus de indispensable trilogía cinematográfica, triple obra maestra, reflexión sobre el poder y el precio que éste acarrea, Roma y su imperio en los tejemanejes de una familia de la mafia. La hiperbólica adaptación que de El corazón de las tinieblas hiciera en Apocalypse Now supondría, al menos hasta que Steven Spielberg empleara el recurso de la cámara al hombro para retratar el desembarco de Normandía en Salvad al soldado Ryan, el más impactante ejemplo de cine bélico contemporáneo, y si bien las deudas continuadas de su compañía Zoetrope y sus comprensibles caprichos de genio del séptimo arte no siempre habían dado las obras maestras que todos esperábamos de él, virtiendo (o desperdiciando) su talento en películas menores y de encargo, cuando recibe la sugerencia de Wynona Ryder para adaptar la novela al cine Coppola parece tener muy en cuenta que Drácula ya no es, no puede ser la criatura que era.
A estas alturas, justo un siglo después de la publicación de la novela original, Drácula ha perdido su salvaje magnetismo: una imparable evolución en el medio que tanto había hecho por cimentar su popularidad entre las masas lo habían carcomido como elemento terrorífico. Coppola parece ser consciente, desde el principio, de la imposibilidad de dar marcha atrás y retrotraer al vampiro a las sombras inefables de las que el no-muerto surge, en parte porque la historia original, cien años más tarde, ya no asusta, en parte porque frente a otros horrores contemporáneos dentro y fuera de las pantallas el conde rumano ya no puede verse como si fuera un monstruo nuevo.
Cosciente de que el medio cinematográfico es un artificio de humo y espejos, un engaño tácito basado en la magia de la ilusión óptica, un cauce ideal para pesadillas y sueños, Coppola plantea su versión de Drácula como un sumatorio no sólo de todas las veces anteriores que el personaje ha aparecido en la pantalla, sino de los elementos visuales, oníricos y narrativos que el cine fantástico todo ha ido ofreciendo desde sus orígenes. Más que una adaptación fiel de la novela, pese a lo que se publicite (y la propaganda es, más que nada, materia de humo y espejos) lo que Coppola ofrece es un ejercicio de cinefagia, la versión fantástica (en ningún momento terrorífica) de años de visionado y estudio. Es lo mismo, a otro nivel, que hiciera George Lucas con la (sub)cultura pop en La Guerra de las Galaxias, los repetidos homenajes cinéfilos que el propio Steven Spielberg se encarga de ir sazonando siempre en sus filmes, un cóctel de elementos ya clásicos, muchas veces olvidados, que también Disney supo y sabe aprovechar todavía con sus recientes producciones animadas: baste mirar el enorme montón de préstamos, homenajes o como queramos llamarlos que ametrallan al espectador ligeramente versado en cine con productos como La Bella y la Bestia, Aladdin, El Jorobado de Notre Damme o Tarzán, donde se presentan para las nuevas generaciones los puntos álgidos de películas modernas y clásicas hoy desgraciadamente desconocidas por el gran público, o cómo crear películas nuevas a partir de la yuxtaposición, pieza por pieza, de elementos de diversos puzzles.
Adaptar fielmente la novela de Stoker era empresa imposible, en tanto el vampiro cinematográfico nunca ha sido, ni podría ser, por evolución, deconstrucción, medio e historia, el mismo personaje entre las sombras que aparece y desaparece en el libro, y el gran pecado de Coppola y la productora es anunciar la película como tal, aunque parece que el título Bram Stoker´s Dracula se debe a la imposibilidad de usar el nombre del vampiro a secas, pues estaba registrado ya por otra compañía cinematográfica. Coppola conocía la historia original, pues confiesa haberla leído a sus boy scouts en los campamentos juveniles en los que trabajó de joven, y aunque existe la controversia de si algún guión previo de James Hart existía o no antes de que tomara personalmente las riendas del proyecto, sí es cierto que, una vez elegido el juvenil reparto de su historia (acercando así de nuevo al mito al público post-adolescente contemporáneo además de al femenino que ahora es dueño del icono) una de las primeras tareas de los ensayos previos al rodaje fue la lectura en común y en voz alta de la novela. "Todo aquello que veais que no está en el guión, señaladlo para incluirlo", se oye decir al director en Blood Lines, el documental sobre el rodaje (incluido en España en la versión DVD). Luego, claro, vendrían los cambios en la mesa de montaje.
Si los puristas pretendían una adaptación fidedigna de un libro inadaptable sus expectativas durarían bien poco, pues la película abre directamente con el Vlad Dracul medieval y encadena la leyenda de su triste destino con el personaje de ficción. A partir de esos primeros minutos de proyección, la película se convierte para ellos en anatema, se exageran las virtudes literarias de la obra y se obvia que jamás el cine fue respetuoso tampoco con el trabajo de Stoker. Sin duda que la maestría de Coppola está muy por encima del guión con el que tiene que lidiar, pero también posiblemente lo esté de la obra literaria. Más que una versión fiel, lo que Coppola hace, con la excusa de la adaptación de un clásico, es dar su punto de vista, convertir la película en un gran cajón de sastre donde se funden homenajes o préstamos al cine dentro del cine (y la lista de planos y contraplanos robados a Murnau, Cocteau, Karl Freund, Kurosawa, Badham, Tony Scott o el propio Tinto Brass daría para escribir un "Francis Ford Coppola´s Dracula anotado") y envolver el producto en un ambiente operístico que rezuma sensualidad y sexualidad y es capaz de ofrecer el contraste (que sí pertenece a la época y el libro) entre las sociedades de oriente y occidente, entre el exotismo decadente y la sociedad industrial que iba a arrollarlo todo como un tren a su paso.
Dicho de otra manera: Coppola toma un producto añejo y, respetándolo en lo posible, subvirtiéndolo cuando se le antoja, lo presenta a la luz de los tiempos que corren: a la ya mencionada juventud de los personajes principales habría que añadir también el tono alegórico de la historia toda, los elementos de gran guiñol, las abundantes metáforas y alusiones sexuales, el acercamiento del tema vampírico a problemáticas contemporáneas como el sida. Uniendo y deshaciendo, tomando elementos que van desde las versiones cinematográficas o teatrales al comic, haciendo suyas las interpretaciones freudianas del mito, Coppola se erige en demiurgo capaz de presentar un espectáculo visual tan lleno de precedentes e influencias que resulta paradójicamente original, innovador y único. No es de extrañar que, tras su versión del vampiro de vampiros, Leslie Nielsen parodiase poco después la inconfundible estética coppoliana en una de sus divertidas payasadas de gags acumulados sin ton ni son (¿donde las dan las toman, Francis?) o que, más operístico que nunca el personaje, más en manos del público que ahora lo domina, nuestro vampiro rumano haya pasado recientemente a un nuevo musical de Broadway, Dracul, An Eternal Love Story, imitando el modelo de El fantasma de la Opera que tanto toma del peculiar carisma del no-muerto.
3. Hijo de múltiples padres.
Coppola hereda del cine lo que el cine ha añadido al mito del rey de los vampiros, bueno y malo, y lo que primero hace en su película, exigencia de los tiempos que corren, es dotar a su antihéroe demoníaco de un origen y unas motivaciones que en la novela sabiamente se escamotean. Carga en su versión con los defectos escénicos que puedan existir en el libro, con la tradición apócrifa impuesta de amores reencarnados como elemento impulsor del vampiro en su no vida, con las personalidades superpuestas que en otras versiones teatrales o fílmicas mezclaron a personajes como Harker y Renfield, hasta el punto de que éste último, siguiendo el modelo enloquecido que Badham muestra en el manicomio, asume a la vez un pasado pre-película donde se ha encontrado ya con el conde que lo suma en la locura: huelga decir que el Renfield literario es un loco que cae en la red psíquica del vampiro un poco al azar, y que en las versiones teatrales y cinematográficas más antiguas es quien sustituye a Jonathan Harker en todo el episodio del castillo en los Cárpatos, protagonizando su pesadilla .
Fuera del campo puramente cinematográfico, tres parecen ser los libros de cabecera que Coppola (o Hart, para el caso) emplean a la hora de enfrentarse a su versión del vampiro. El acercamiento al Drácula medieval y "auténtico", la historia de la lucha contra los turcos y el suicidio de Elizabeta tras una añazaga son un calco, casi frase por frase (como un calco frase por frase son los diálogos en inglés, una fidelidad asombrosa a la letra a la vez que una clara transgresión al espíritu de la novela de Stoker), de Children of the Night, la novela de Dan Simmons aún inédita en nuestro país, donde se muestra una Rumanía post-Ceaucescu, un anciano Drácula que inevitablemente remite al viejo chocho que recrea Gary Oldman, el contraste de la leyenda pseudohistórica con la realidad de los horrores de la dictadura comunista y la explicación cientifista del vampirismo como enfermedad sanguínea y/o medio de alcanzar la inmortalidad o al menos una longevidad extrema. Aunque la novela de Simmons y la película de Coppola datan ambas de 1992, el estreno del filme se produjo en fecha tan tardía como noviembre de ese año, y es muy posible que novelettes, porciones o previews del libro hubieran sido publicados con anterioridad o estuvieran al alcance de guionista y director (en Estados Unidos es habitual editar primero una "Advance Reading Copy" donde detectar erratas y fallos argumentísticos, una especie de libro-borrador con una calidad de impresión que ya quisiéramos en más de una editorial española). Es posible, naturalmente, que ambas versiones acudieran a las mismas fuentes, pero la anécdota del Río Princesa, el suicidio de Elizabeta, la crueldad del Drácula histórico (mucho más detallada en la novela de Simmons, por supuesto), e incluso el climax final, donde la doctora protagonista resbala por los muros del castillo igual que resbalará en su huida Jonathan Harker en la película, imposibilitan creer que nos hallemos ante una simple sucesión de coincidencias.
El segundo material ajeno al cine que marca profundamente la concepción de la película es la versión que en comic realizara el autor italiano Guido Crepax (Conde Dracula, publicado por Lumen), la primera interpretación psicoanalista y claramente sexual del mito , realizada en 1990, donde se establece un claro puente entre la versión de Badham y la de Coppola. Al igual que la película de 1979, Crepax obvia el principio en Transylvania, colocándolo en el momento en que Mina y Van Helsing descubren los diarios de Jonathan Harker, y empleando algunos elementos claramente inspirados en la iconografía de ese film, como la estética art decó o el episodio del Demeter. Utilizando un estilo feísta demasiado alejado de la sensualidad de otras obras suyas como Valentina o Historia de O, Crepax no duda en mostrar a un Drácula decrépito a lo largo de toda su versión, y en asimilar posesión vampírica y sopor hipnótico a simbologías sexuales: cuando Lucy o Mina caen bajo el influjo del Conde se imaginan a sí mismas desnudas, seducidas por murciélagos, rodeadas de elementos oníricos y claramente sexuales como laberintos y agua. El Van Helsing que presenta, achaparrado y deforme, con un sombrero similar al que en la película de Coppola usaría luego Anthony Hopkins, será capaz de ver en los pensamientos ocultos de las mujeres seducidas, de manera que el montaje analítico tan peculiar del dibujante italiano nos mostrará a las mujeres desnudas física y psíquicamente a los ojos del sabio, presas de incontrolables estallidos pseudosexuales de labios entreabiertos, poses sinuosas y ojos vacuos. Cotejar la película de Coppola y la magistral recreación que hace Guido Crepax lleva a admitir nuevamente la imposibilidad de que el director americano no conociera la existencia de este material, pues son abundantísimos los ejemplos que demuestran que tuvo que tener el álbum delante mientras planificaba su película: los planos de Lucy y Mina escribiendo sus diarios, el fonógrafo donde dicta el doctor Seward, el tren como elemento fálico recurrente, la hiedra del laberinto donde Lucy caerá seducida, los planos de las ventanas, el beso entre la dos mujeres, el chal que las cubre a ambas, los avances sexuales de la ya semi-vampirizada Lucy hacia el doctor Seward, la armadura que Vlad Tepes utiliza, los planos de empalamientos, la sumisión de Harker a los caprichos sadomasoquistas de las tres vampiras, la desaparición momentánea de Van Helsing en la noche, las poses de la escena de "amor" entre Dracula y Mina cuando el vampiro se rasga la camisa, el diván donde Van Helsing hipnotiza a la mujer, el enfrentamiento en la nieve contra las tres esposas de Drácula y el círculo de fuego que las aleja, la persecución final con el sol que se pone y la batalla entrevista a través del catalejo... Imposible de explicar de otro modo, nuevamente nos hallamos ante demasiadas coincidencias. Y un par de detalles ilustrativos: Coppola sin duda entiende de comics, su propio sobrino Nicholas adoptó el apellido "Cage" en honor a un personaje Marvel, Powerman. Uno de los principales colaboradores de la película, cuya influencia se nota claramente en escenas como el traveling que se inicia a ras de suelo y viene a acabar en el primerísimo plano del ojo del vigilante que cae en un charco de sangre, es nada más y nada menos que el gran Jim Steranko , dibujante de historietas y prestidigitador, erudito, maestro escapista y, curiosamente, el autor que en Estados Unidos experimentaría con el montaje analítico y la escenificación paralela al mismo tiempo (los años sesenta) que, en Italia, Guido Crepax hacía seña de identidad suya esa experimentación gráfica. Más claro, agua.
El tercer libro de cabecera, padre putativo del film, es el célebre The Anotated Dracula de Leonard Wolf, estudioso del tema que colaboraría (o al menos así se le acredita) como consultor histórico de la película... aunque no quedara satisfecho con el resultado final de la misma. El meticuloso trabajo de Wolf, que comenta, amplía, anota y explica elementos oscuros de la novela , situándola siempre en su contexto histórico y geográfico (hasta el punto de haber llegado a realizar el viaje de Van Helsing entre Amsterdam y Londres para comprobar si podía hacerse en el tiempo que se fija para la época) supone una fuente de datos y referentes de los que la película se aprovecha, sobre todo en la construcción de la iconografía que le es tan característica. Son los jugosos comentarios que Wolf hace sobre los fuegos fatuos los que sin duda fuerzan su inclusión en el film, aunque sobre ellos nada se explique, y lo mismo podría decirse, por ejemplo, de la aparición del pavo real que cubre a manera de cortinilla el beso entre Jonathan y Mina: siendo un elemento exótico propio de la época tardovictoriana (como también lo es el libro que las dos jóvenes leen, que no es como erróneamente se cree el Kamasutra, sino la versión de Las Mil y una noches que tradujera el aventurero Sir Richard Francis Burton), Wolf explica en sus abundantes notas a pie de página que el pavo real es asímismo un símbolo de mal agüero, de ahí que, sensualidades aparte, preconice en el film que el viaje de Harker a Transylvania no va a ser todo lo feliz que el joven abogado se imagina.
4. Vampiro contra caníbal.
Es posible que, de haber realizado su proyecto una decena de años antes, Coppola hubiera escogido a Anthony Hopkins para el papel del Conde Drácula: si bien su físico tal vez no fuera el adecuado para el no muerto (como tampoco lo era el de Bela Lugosi o, para el caso, el del propio Gary Oldman), su formación shakespeariana, su grandilocuencia y sus excesos podían haberlo convertido en un buen candidato al papel, sobre todo si se hubiera pretendido un acercamiento no romántico a la figura del vampiro. Sin embargo, ya Hopkins había encontrado su lugar en el sol dentro de la iconografía privada de monstruos del terror (aunque Hannibal Lecter no sea, propiamente dicho, un personaje fantástico, como tampoco lo es Sherlock Holmes, aunque asimilemos a ambos al género), y quizá interpretar ahora al vampiro hubiera supuesto un paso atrás o un peligroso encasillamiento en su carrera. De cualquier manera, no puede obviarse el detalle: en el reverdecer de la leyenda gótica que la película de Coppola pretende (y que consiguió en parte, resucitando durante un par de años conceptos como Frankenstein, el Hombre Lobo y, ya más tardíamente, La Momia), se busca un enemigo a la altura del ángel caído que el film presenta y que pueda revalidarlo como monstruo de peso a los ojos del nuevo público, quedando así implícita la lectura de que el nuevo mito del doctor caníbal se enfrenta, siquiera subliminalmente, con el viejo mito del rey de los no-muertos. A fin de cuentas, la Hammer Films también fue capaz de conjugar sabiamente sus actores-icono, oponiendo a Christopher Lee la fría serenidad de un gran actor, Peter Cushing, que era al mismo tiempo y para los mismos públicos arrojado Van Helsing, analítico Sherlock Holmes y despiadado Victor Frankenstein.
El Van Helsing que Hopkins compone debe mucho, todavía, a Hannibal Lecter, quizás porque pese a su enorme registro interpretativo todos los actores tienen limitaciones, quizás porque la película de Jonathan Demme y la carga emocional del grandilocuente personaje todavía pesaban en la sensibilidad del actor, quizás porque se buscaba reforzar conscientemente ese parecido. Alejado del victorianismo puritano de Cushing o de ese elegante nerviosismo impotente que Lawrence Olivier imprimiera al personaje en el film de John Badham, Hopkins muestra a un en ocasiones discutibilísimo médico brujo, marcado por una fea cicatriz como Kull de Valusia y con unos modales rudos y un sombrero de ala caída que bien pudieran haber pertenecido al otro aventurero howardiano contra lo sobrenatural, Solomon Kane. Demasiado grueso, algo enloquecido en sus acciones (el estrambótico primer encuentro con Mina y los pasos de baile que se marcan ambos no viene a cuento, y se debe a una improvisación del actor), este Van Helsing sugiere en su mirada torva otros encontronazos con lo sobrenatural (llega a decir, sin venir tampoco a cuento, "Drácula, mi viejo enemigo") , de los que ha aprendido a ser frío y descortés para con la civilización y también algún truco mesmérico o de teleportación propio. Queda dentro de lo subliminal el hecho de que, como Drácula, este Van Helsing ha huido de las sombras a la luz, encalleciéndose a lo largo de un proceso aventurero que sólo tiene fin cuando, en los instantes finales, reconozca su saña con la frase "Nos hemos convertido en los locos de Dios", redimiéndose tal vez por ello, como también se ha redimido, momentos antes, el propio Jonathan Harker. No olvidemos que, en la pirueta de reencarnaciones supuestas o círculos de luz y sombras que se alternan, es la frialdad y la falta de comprensión del sacerdote ortodoxo del prólogo de la película, y su tenaz sentencia de que Elisabeta, al ser una suicida, se ha condenado para siempre en el infierno, lo que provoca el arrebato de soberbia contra Dios y la posterior caída de Drácula. Ese sacerdote, claro, está intepretado por un irreconocible Anthony Hopkins .
La elección de Gary Oldman para el personaje central, después de las inevitables quinielas de casting donde incluso se barajaba a Antonio Banderas (que ya había trabajado, recuérdese, con Winona Ryder en La casa de los Espíritus), pudo parecer entonces y de hecho parece aún hoy desacertada. De físico poco impresionante, Oldman ciertamente no daba el papel de vampiro amenazador como pudieran haber hecho antes que él Bela Lugosi, John Carradine, Christopher Lee o Klaus Kinski, ni el de hermoso príncipe oscuro y seductor que propiciara Frank Langella. Sin embargo, Oldman recrearía a su personaje a partir de sus propias limitaciones físicas, interpretándolo como un enloquecido ángel caído, soberbio en la derrota, lleno de patetismo incluso en sus momentos de felicidad aparente. Desde el guerrero fanático religioso al anciano caprichoso y amenazante, pasando por el príncipe azul que recorre como un chiquillo las calles del Londres victoriano o el simbólico hombre lobo que fuerza al amor a Lucy sobre las lápidas del cementerio, Oldman da forma a un personaje complejo, un anticristo que se rebela en todo momento contra lo que no comprende, demostrando que es quizás el actor más sólido y completo que ha interpretado jamás al Conde.
Oldman es consciente del tremendo esfuerzo físico que la interpretación del vampiro requiere de él, y es en la voz (hay que oírlo en V.O. para valorar su excelente trabajo) donde comunica de manera magistral sus diversas inflexiones y estados de ánimo. Hay abundantes homenajes en su dicción al habla de Lugosi, e incluso llega a repetir alguna frase suya ("Yo no bebo... vino"). Actor del método, a él se debe que, por lo menos, Coppola no cayera en el ridículo de mostrar al vampiro transformándose en murciélago diminuto con cables ocultos: En los ensayos de la escena en que Van Helsing y sus cazadores interrumpen la ceremonia de amor-iniciación-bautismo-comunión con Mina, Oldman era consciente de que su presencia física no podía contrarrestar la fuerza bruta de cuatro hombres armados, liderados además por un monstruo escénico como es Anthony Hopkins, de ahí que, tras muchas deliberaciones y sufrimientos, se dotara al actor de ese impresionante disfraz de murciélago humano, que remite al Man-Bat de los tebeos y que sí permite, entonces, que el enamorado Drácula se enfrente a los hombres que respiran en igualdad o incluso en superioridad de condiciones.
Entre ambos actores, tan dados al histrionismo y a las sensaciones más grandes de la vida, el resto del reparto queda algo desdibujado, haciendo salvedad de la propia Winona Ryder. Es lo que tienen los monstruos, en la vida o en el cine: su ansiedad acaba por devorar a las demás personas que los rodean.
5. El amante rumano.
Podría deducirse, tras el inusitado número de influencias, préstamos, precedentes y plagios que Coppola lleva a cabo, que su Drácula iba a ser una obra poco personal, al estilo de esas películas de factura correcta con las que había ido sobreviviendo tras el descalabro de Zoetrope y su mar de deudas. El hecho de que el guión sea de James Hart, cuyo trabajo más destacado había sido el de Hook, una de las peores películas de Steven Spielberg, tampoco presagian nada bueno, pues en efecto, analizado como estructura narrativa, no digamos ya como supuesta adaptación de la obra original, éste tiene suficientes lagunas, contradicciones y defectos como para haber podido dar a luz una obra deplorable. Sin embargo, Coppola no se arredra, hace suyo al vampiro y la nueva simbología que de él se pretende y es capaz de entregar una película fascinante en la forma, soberbia en los detalles, ilustrativa hasta en la música, llenándola de dobles lecturas, de símbolos y hasta de mensajes ocultos.
Coppola plantea su film como un gran guiñol, romántico y tremendista, donde sus personajes son muñecos que Dios mueve a su antojo para reforzar su omnipotencia. No es casualidad que la guerra contra los turcos se muestre por medio de sombras chinescas, y que esas sombras se reproduzcan luego en el cine de barrio donde Mina y Drácula se encuentran, haciendo que la alusión entre director cinematográfico y demiurgo sea completa. Drácula comparte con Michael Corleone (y tal vez con el propio Coppola) una relación contradictoria con Dios, a quien ambos sirven a través de medios paradójicos : como cruel señor de la guerra o como gangster capaz de contar con el beneplácito y el apoyo de altos miembros de la Iglesia, los dos están manchados de muerte pero el servicio de una causa religiosa los redime, al menos ante sus propios ojos. Lo primero que hace Drácula tras derrotar a los turcos es besar transfigurado la cruz para luego, en un arrebato presciente, advertir ya sin saberlo que algo le ha ocurrido a Elisabeta. Cuando Michael Corleone más cerca está de comprar su salvación en el cielo, muere su hija inocente (el papel que tendría que haber interpretado Winona Ryder y que finalmente recayó en la propia hija de Coppola) y sus creencias se tambalean. Pero donde Michael acaba como personaje, replegándose en la Itaca soñada y perdida que es el pueblo de sus antepasados cuyo apellido lleva, Drácula se rebela. Podríamos decir que una película arranca allá donde termina la otra. Drácula peca y reniega de Dios no por la muerte de Elisabeta, sino porque su visión de integrista de la fe no puede casar la idea del suicidio de su amada con la imposibilidad de una redención. Terca y machaconamente, el sacerdote le recuerda cuál es la ley de Dios, cómo la condena eterna espera a la suicida, y eso hiere en lo más hondo al futuro vampiro, tanto en sus sentimientos como en sus creencias: es lógico que, privado de una cosa, acabe en su soberbia por renunciar a la otra.
Esa es, en el fondo, la historia que se nos cuenta, por encima de adaptaciones más o menos fidedignas a la novela del conde vampiro. Coppola relata, como si fuera un cuento de hadas de castillos en ruinas, monstruos que se transforman en príncipes y vaporosas princesas vestidas de blanco (Cocteau otra vez), la historia de una caída de gracia y de una redención. El testamento de Elisabeta, "Que Dios nos reuna en el cielo", necesitará cuatrocientos años para cumplirse, demostrando que su voluntad es más fuerte que la de su amado, que Dios es caprichoso ("¿Dónde está mi Dios?", preguntará un moribundo Drácula a punto de ser decapitado, siempre dentro de una iglesia), y que sus representantes en la Tierra, el impío sacerdote y su prolongación en el tiempo (Van Helsing), están equivocados en su saña. En el pulso que Drácula y Dios echan, gana siempre quien tiene al tiempo de su parte.
Al rebuscar en las distintas versiones fílmicas, al hacer suyo el proceso de romantización del vampiro, Coppola equipara a Drácula con Lucifer, y como a un ángel rebelde y en desgracia lo interpreta en todo momento Gary Oldman, quien, en un lapsus linguae, declara en el documental Blood Lines que "es Rafael (sic), un ángel caído, muy parecido al diablo". Al pretender darle a Oldman el físico del Drácula histórico (con una alegórica armadura que parece un cuerpo desnudo donde sólo se muestra el tejido de músculos), el personaje acaba por parecerse a Jesucristo, circunstancia que se repetirá en el rictus de su muerte y en la escena de amor cuando abre su costado a los labios de Mina y pone los brazos en cruz, mientras la música pasa de lo romántico a lo religioso. Si Jesús fue crucificado, Vlad empala, y así vemos que en el paso de Borgo una de las cruces muestra, sobre el cuerpo del nazareno, el cráneo de un lobo o un vampiro. Drácula renuncia a Dios y su obra, y al hacerlo es consecuente con la puerta que cierra, por lo que las cruces no parecen afectarle como a otras encarnaciones del vampiro en el mundo del celuloide.
Desde la escena que abre hasta la escena que cierra el film, situadas ambas en el mismo recinto sagrado, la película muestra y demuestra que entre el nacimiento y la muerte está la vida. Ajeno a ella misma, Drácula es sin embargo, por pura paradoja, el epítome de la vida eterna (la palabra undead, pese a su significado característico, no es más que la anglosajonización del término latino inmortal), y más que eso, del impulso sexual que sirve para perpetuar la vida. Toda la película gira una y otra vez sobre elementos que en el psicoanálisis y los cuentos de hadas tienen clarísimas connotaciones sexuales: las escaleras de caracol, los laberintos, el mar, el agua, el color rojo, la sangre. Al igual que En compañía de lobos, Coppola toma las teorías de Bruno Bettelheim y las traspasa a la pantalla, entregando una obra llena de metáforas e imaginería sexual, aunque quizá no tan difíciles de captar como la película de Neil Jordan.
Coppola juega con la cámara y realiza los encadenados de imágenes a través de sugerentes alusiones fálicas, penetraciones todas ellas a través de oscuros agujeros: el túnel por el que el tren desemboca, los ojos del lobo, la "O" de la palabra zoo, la doble mordedura en el cuello de Lucy Westenra. Los colores pastel de los ropajes de Mina contrastan con el pelo rojo de Lucy, y es significativo que ésta, en la escena de seducción en el laberinto y el cementerio, vista una negligé roja transparente y Mina una recatado camisón blanco, y que una vez consumado el acto que también avergüenza a Drácula ("No me veas", le dice a Mina, para más tarde, en pleno Londres, dar la orden contraria: "Veme ahora"), la maestrita cubra a su amiga con ese manto blanco, quedando el desgarrado satén rojo, ensangrentado ya, sobre la tumba.
Mina es una chica intelectual que cita a Madame Curie y desprecia el cine como fruslería menor, y que escribe (suponemos que un tanto fríamente) un diario personal... a máquina. Por contraste, Lucy es casquivana y descuidada, dispuesta a coquetear con tres hombres al mismo tiempo y engañarlos a todos con el vampiro que la llama desde la ventana. Desvestida siempre de rojo, sólo después de muerta, cuando ya es demasiado tarde, pretenderá surgir de la tumba vistiendo el virginal traje de novia que ya no le sirve de nada. La terrible escena en que la no-muerta regresa a su tumba con un niño en brazos, perpetuando más allá de la muerte un deseo no satisfecho de maternidad y confundiéndolo con sus necesidades alimenticias, demuestra que la única función de la aristocrática Miss Westenra es la de servir como vagina con piernas.
Pero tampoco Mina está a salvo de su propio subconsciente. Siendo una mujer ordenada que asiste con cierto desamparo a los jugueteos casquivanos de su amiga, también bajo su fachada de remilgada institutriz victoriana laten pasiones que pronto Drácula desata, pasiones que Jonathan no ha sido capaz de aprovechar (y es significativo que la deslenguada Lucy le pregunte literalmente a su amiga si Jonathan "da la talla"), más preocupado por ascender socialmente en su carrera. Los colores, una vez más, nos muestran a una Mina en tonos pastel que sólo en la escena de la seducción en el restaurante (sobre la que volveremos más adelante) aparece ya vestida de rojo, para adquirir en el remate de la historia un enjuto vestido negro de generoso escote, pues aunque casada con Jonathan, a efectos sexuales ya es viuda.
Drácula, cuyo corazón no late y por tanto no siente, está a salvo de las leyes físicas: en su castillo las ratas andan por el techo; él mismo repta por las paredes; Jonathan cae de lado hacia el mismo mitificado río Princesa donde murió Elisabeta, en seguida mutado a charco de barro a pesar de la lírica ensoñación que Drácula y Mina han hecho de él en la escena inmediatamente anterior; las gotas de perfume caen hacia arriba, quizá para convertirse en las tres vampiras que remiten a las lamias de las leyendas y parecen tomadas directamente de los lupanares romanos de la película Calígula; la misma sombra de Drácula se mueve por su cuenta, convirtiéndose en la expresión del subconsciente del conde, que es quizás, más que el equívoco romanticismo, el motor de su no vida. Pero el vampiro despierta con su llegada a Londres todo tipo de pulsiones, desencadenando tormentas, haciendo que las muchachas se besen bajo la lluvia en el laberinto, enloqueciendo aún más a los reclusos del manicomio, soliviantando a las criaturas del zoológico y, la escena más terrible, impulsando al doctor Seward a dar el paso de drogarse con morfina para poder atisbar, siquiera por un instante, la psique de quienes tiene a su cargo y no logra curar ni comprender.
Coppola acerca el mito vampírico a nuestros días, atraído por la inevitable temática del sida. En su encarnación de hombre lobo, Drácula simboliza el sexo masculino en estado salvaje, y nuevamente a la película de Jordan me remito: dos de los tres encuentros con Lucy se harán bajo esa forma primitiva y peluda. Pero también, a la hora de corregir uno de los posibles defectos escénicos del libro, por qué Jonathan Harker no se vampiriza , Van Helsing acerca el vampirismo al mal de nuestro tiempo: saltándose los cánones vampíricos pero alertando sobre el contagio del mal de la sangre de nuestra época, el hecho de no haber habido mezcla de sangres entre Harker y las concubinas de Drácula es lo que, a la postre, le salva al abogado la vida, aun a riesgo de costarle la cordura y la hombría.
Esa especie de aviso para navegantes del amor de nuestros tiempos parece reforzarse en la frustrada violación/seducción en la escena del cinematógrafo (en cuyas pantallas se confunden imágenes de guerra y progreso, sexo y muerte, sueño y despertar). En su representación del sexo masculino puro y duro, a punto ya para desflorar vampíricamente a Mina, vemos a Drácula vacilar, contenerse, domarse, controlarse. De inmediato entra en escena el otro gran símbolo del sexo masculino salvaje, el lobo, a quien Drácula doma sin dificultad ya, y enseña a Mina a domarlo también, con precauciones. La escena cierra con un significativo plano donde Mina y Drácula acarician las orejas del lobo (de forma un tanto peculiar, compruébese), mientras sus dedos se rozan levemente. En esa alusión al acto de amor, ambas manos están cubiertas, protegidas por guantes.
6. Elisabeta/Mina: ¿Reencarnación o reinvención?
La última visión que el enloquecido príncipe Vlad tiene de su amada muerta Elisabeta es su rostro inerte, a punto de ser manchado por la sangre y el agua bendita que se mezclan en el suelo. La primera visión que tiene de Mina Murray es su fotografía a punto de ser alcanzada por la mancha negra que la sombra de Drácula provoca al volcar el tintero. Ya se ha dicho que la sombra autónoma del vampiro es la sublimación inconsciente de sus deseos, la impaciencia ante la imposibilidad de realizar los actos que desea ejecutar, ¿pero es de verdad Mina la reencarnación de Elisabeta? ¿O se trata, una vez más, de un truco de bambalinas, de una ilusión óptica?
El castillo que el no-muerto habita es una ruina: Drácula ya no puede contra el tiempo, sus salidas de tono demuestran que es consciente de que todo lo que le ha mantenido en pie hasta ahora se le escapa: "Soy el último de mi especie", confesará a un despistado Jonathan Harker, que de todas formas no puede entender lo que le habla, pues el vampiro habla para sí mismo. Drácula, en la película y en el libro, envidia a Harker, quizás quiere ser Harker , desea lo que Harker tiene, y lo único que éste tiene, aparte de su juventud y su inocencia, es a Mina. Desde el momento en que el vampiro intepreta que ella se parece o es su amada largamente muerta, Harker se convierte en enemigo a inutilizar y esclavizar dentro de la jaula en la que Drácula mora.
El vampiro, una vez en Londres, seduce a Mina atacándola allá donde Mina no puede valerse: indefensa, romántica, sexualmente insatisfecha, toda la escena del café, donde las burbujas doradas de la absenta parafrasean la otra escena en donde los glóbulos de sangre infectados fagocitan a otros glóbulos, cabría ser interpretada como un acto de seducción, de hipnosis controlada... ¿hacia Mina o del propio Drácula hacia sí mismo? La absenta que ambos comparten, "el afrodisíaco del yo", como Drácula la bautiza, forma al caer sobre la copa un efecto de lupa, y claramente en la pantalla aparece, de parte a parte y casi con motivaciones subliminales, la palabra "SIN", pecado (absenta es absintha en inglés). La música, que ya en otras ocasiones ha reforzado escenas románticas con un cuidadoso tono hipnotizante, se alía a las sombras chinescas que bailan al otro lado del salón, envolviendo a los dos amantes. La cámara se centra entonces en los ojos de los personajes, recurriendo de nuevo a trucos de humo y espejos (el recuerdo de Elisabeta se refleja en los cristales), y Drácula ejecuta lo que no es sino un claro pase mesmérico, hipnotizando a su víctima, hipnotizándose a sí mismo. "Es tu voz", dice ella, que recita el bello párrafo poético sobre la tierra más allá del bosque, y vemos que el propio Drácula (como aquel añejo documental de Franco con su hija Carmencita) silabea las palabras que ella misma va contando. Drácula se convence a sí mismo de que está ante la reencarnación de su amor perdido, y remata la escena con otro truco de prestidigitador, haciendo aparecer en el aire unos diamantes que tal vez fueran lágrimas, o simplemente un nuevo pase de magia.
El hecho de que Drácula es consciente de que ella no es en modo alguno Elisabeta, sino una ilusión que ambos comparten, él de manera voluntaria, ella seducida, se potencia en la escena de amor en el sanatorio, donde Drácula vacila y confiesa, por un lado su falta de vida, por otro lado su incapacidad para permitir que ella se una a él en la no muerte (¿no era eso, entonces, lo que estaba deseando?), pues comprende que no es la mujer que cree que era. En la proyección que de Elisabeta ha hecho sobre Mina, el vampiro demuestra ser tan ingenuo que se avergüenza una vez más de sus propósitos.
Drácula, por otra parte, no puede controlar que la vida siga, como no pudo controlar que la muerte se llevara a Elisabeta: un nuevo paralelismo en las cartas de despedida y muerte de Mina y Elisabeta pone de nuevo las cosas en su sitio, recordándole su limitación a pesar de sus poderes sobrenaturales. Mientras Drácula llora (y pierde la máscara de juventud que ha usado para seducir, convirtiéndose de nuevo en un monstruo desarraigado), vemos una escena que sitúa a la película por encima del libro, reconciliando ambas historias: la novela de Stoker es una acumulación de diarios de los distintos personajes, Harker, Mina, Van Helsing o Seward, y de ello da buena muestra la película al engarzar las escenas por medio de voces en off y planos de gramolas y máquinas de escribir. Sin embargo, lo primero que hace Mina mientras cruza el Canal para reunirse con Jonathan en Europa es... lanzar al mar las páginas de su diario donde ha contado su relación con su príncipe, eliminando las pruebas que luego, en la recopilación literaria, no podrán ser ordenadas por ella misma (pues es la mano de Mina quien, en el libro de Stoker, pone en orden los documentos sobre el caso Drácula).
Sin embargo, el encuentro entre Mina y Jonathan no es todo lo agradable que pudiera pretenderse: ella ya está contaminada, seducida por la palabrería y las promesas de amor eterno y goce infinito del vampiro; él ha perdido toda confianza en sí mismo, después de haber sido almacén de sangre que las vampiras ordeñan, y su pelo canoso sirve como metáfora de su impotencia sexual. Contrariamente al matrimonio entre Drácula y Lucy, el de Mina y Jonathan no ha sido consumado: es significativa la frase que Mina incluye en su diario a la vuelta de Londres (y traduzco del original inglés, porque en la versión española el matiz se pierde): "Ahora que soy una mujer casada empiezo a comprender los verdaderos motivos de mi atracción hacia mi extraño amigo, que está siempre en mis pensamientos". La cámara muestra, simultáneamente a estas palabras, a un Drácula enrabietado que contempla el paso del carruaje... mientras un traveling de arriba a abajo hace énfasis en el fálico obelisco junto al que el vampiro aguarda.
En la lucha por poseer el cuerpo y el alma de Mina, Drácula gana el primer asalto, desflorándola en la escena de amor, un nuevo episodio de humo (verde) y espejos donde ella misma, convencida por la ilusión, invierte los términos de muerte y vida y recita: "Quiero ver lo que tú ves, ser lo que tú eres, amar lo que tú amas", para rematar su entrega (donde, para asombro del vampiro, ella toma la iniciativa sexual) con la desconcertante: "Entonces apártame de toda esta muerte".
La ilusión es rota por la entrada de los cuatro hombres, y Drácula ha de recurrir nuevamente a sus poderes mágicos o hipnóticos para cambiar de forma y escapar, hasta que el corolario del film sirve para arrebatar a los varones victorianos la victoria definitiva sobre las sombras, entregándola a la acción de una mujer. En el trayecto en tren, el propio Van Helsing confiesa a Mina que admira Drácula, que fue en vida un hombre notable, y Jonathan, siempre encanecido y envejecido, duda de su amor y de su hombría hasta el punto de armarse con un sable en todo momento, mientras su amada ausente, sometida ahora a la hipnosis de Van Helsing, asocia su amor con la libertad (y la sexualidad) del mar.
La historia se cierra en el escenario donde todo comienza, cuando Mina, armada de un rifle, encañona a los hombres que pretenden defender su virtud ya arruinada. Y es entonces cuando se produce el golpe de efecto que congracia a Jonathan, errante y despistado amor baldío durante todo el film, con ese mismo amor puro que Mina busca y Drácula le ha prometido quizá en falso. "Cuando llegue mi hora, ¿harías lo mismo por mí?", le espeta Mina, preguntando si será capaz de hacer, como ella va a hacer, ese sacrificio supremo. Cariacontecido una vez más, Jonathan responde que no, comprendiendo así que su amor por ella no es tan fuerte como el amor que ella siente hacia lo que el vampiro representa. Es ese momento de reconocimiento, Jonathan, consciente de sus limitaciones, deja el campo libre y se redime, como dentro de unos minutos se redimirán también Mina y Drácula. Cuando la agonía del vaquero Quincey hace que Van Helsing reflexione también y admita: "Nos hemos convertido en los locos de Dios... Todos nosotros", la cámara se centra en Jonathan, quien ese momento final vuelve a tener el pelo oscuro, redimido de su culpa al aceptar la debilidad de su alma.
El gran guiñol vuelve a representarse en la capilla desacralizada, donde Dios espera. Igual que antes la iglesia se convirtió en un esperpento de sangres desparramadas y cruces hendidas, ahora la luz inunda al recinto (teatro, a fin de cuentas), en un pase de magia que esta vez es ajeno al vampiro moribundo. Drácula pide a Mina que le de la paz, y ella accede, besando el rostro del monstruo para recuperar el rostro del hombre, sanando así su propia herida en la frente y cerrando la grieta que en la cruz había marcado la ruptura entre Dios y Drácula. El último suspiro de Drácula, mirando hacia arriba mientras la música adopta nuevamente y con más fuerza su tono religioso, es acompañado por la cámara que sube con su alma al cielo. Y en el cielo vemos, rodeados por un anillo de luz, a los dos amantes reunidos por fin, Drácula y Elisabeta, con lo que la idea de que Mina en modo alguno es la misma Elisabeta queda demostrada y validada, pues ella permanece en esta tierra y no acompaña a quien creyó su amante en ésta u otra vida.
Dios ha perdonado el pecado de rebeldía de su siervo: para él la eternidad nunca es bastante.
7. Esperando la resurrección.
El vampiro en el mundo contemporáneo no parece necesitar de momento la figura de Drácula. Hoy el referente ni siquiera es Lestat, sino los grupos pesudomasónicos en la sombra que promulgan juegos de rol como Vampiro: La mascarada. La figura del no-muerto sigue seduciendo, bien desde edificios de cromo y trampas míticas para encerrar al vengador Blade, o en cantinas fronterizas donde asaltar a hermanos psicópatas, o en pueblos de Nuevo Mexico en los que mezclar una vez más iglesia e infierno como origen moderno del vampiro, olvidado Adán y su primer pecado de amor en falso. Ni siquiera el mejor representante de la lucha contra el vampirismo de nuestros tiempos, la simpática Buffy, necesita enfrentarse a un amo de vampiros que pueda identificarse como Drácula: su encontronazo se salda únicamente con humor y desprecio.
El Señor de los Vampiros, mientras tanto, espera que alguien vuelva a abrir su ataúd de celuloide. Es difícil que pueda volver a mostrar sus colmillos sin arrastrar a su vez alguno de los muchos componentes, viejos y nuevos, que supo incluir para el futuro en su leyenda Francis Ford Coppola.
Comentarios (32)
Categorías: Cine