El musical se va imponiendo en nuestro panorama teatral. Lo malo, claro, es que el panorama teatral se reduce, por imperativo comercial, a las grandes capitales, y el que nos llega a provincias suele ser con cuentagotas, tarde y con recomendación divina para encontrar entradas siempre y cuando uno no tenga algo que hacer el día único en que estrenan precisamente esa obra que se te apetece.
Poco a poco, parece que Madrid recoge el testigo que Broadway le pasó a Londres, y no es extraño que cada año se estrene la versión española de uno de esos musicales excelsos que hacen que los turistas melómanos pasemos al menos una o dos tardes en el extranjero culturizándonos a la fuerza en vez de ir de compras. Por lo que pude ver mientras intentaba no darme cates con los techos del metro (¡y mido uno sesenta y cinco!) este año el molde se ha roto y son tres o cuatro musicales diferentes los que luchan por llevarse el gato al agua.
A mí me llevaron, lo dije hace unos días, a ver Cabaret. O, mejor dicho, me llevaron prácticamente al cabaret. El espectáculo, que se representa en el Nuevo Teatro Alcalá, es la versión castellana de la versión que los oscarizados Sam Mendes y Rob Marshall (de American Beauty y Chicago, respectivamente) hicieron en Nueva York. Todos conocemos, claro, la adaptación cinematográfica que realizó Bob Fosse.
Se nota que la versión intenta huir lo máximo posible de la película: eso se advierte tanto en el argumento (que reduce a la mínima expresión el del filme y se centra en unos personajes secundarios en detrimento de los actores principales) como en la misma escenografía y el vestuario. En ocasiones, más que en un cabaret del Berlín pre-nazi parece que estamos viendo una versión punkie o casi gore, naturalista en el sentido literario del término, esperpéntica en sí misma: el problema, claro, es que la terrible anécdota y el aldabonazo de advertencia que puede verse entre líneas en las canciones y el argumento queda muy diluido al no hacer, por ejemplo, ninguna alusión fuera de su tiempo. En ese aspecto, los personajes (sobre todo el Maestro de Ceremonias y las chicas del Kit Kat Klub) son decididamente anacrónicos pero la advertencia política no; como si el nazismo o sus equivalentes fueran cosas del pasado y no un peligro clear and present, como dicen en las películas.
Les decía que estuve, literalmente, en un cabaret. La gran baza del montaje es, precisamente, que todo el patio de butacas forma parte del mismo escenario. Las butacas son sustituidas por mesitas con lamparillas, copas de champán (y sillas de respaldo recto bastante incómodas, dicho sea de paso), y durante el entreacto se sirven bocadillos y el espectador puede pedir bebidas y aperitivos a los inevitables precios prohibitivos. Eso proporciona una inmersión en el mundo que se representa apenas un par de metros más allá (con los consabidos momentos en que los actores se sientan a tu lado o pasan a tu vera como espectros entre las sombras), pero tiene el handicap de que, según te toque, puedes tener una visión parcial del escenario. Es curioso entonces que los asientos más caros tengan, para según qué momentos, la peor perspectiva del escenario: supongo que la diferencia de precios estará en el champán, claro.
La anécdota teatral queda reducida a la mínima expresión, casi a cuadros seudocostumbristas entre número musical y otro. No hay gradación dramática, apenas el esbozo de una situaciones que, insisto, nada o muy poco tienen que ver con la película, el fantasma que parece haber gravitado sobre el montaje y que, afortunadamente, desaparece pronto en cuanto uno se rinde a la magia deslumbrante de los números musicales. El personaje de Sally Bowles (interpretado con acierto y tesón por la guapa Natalia Millán, a la que lo mismo ustedes recuerdan de Policías y Un paso adelante) vuelve a ser inglesa (mientras que Liza Minelli, por su acento, la convirtió en americana), a la par que Cliff Bradshaw (Manuel Bandera) es americano (mientras que el personaje -de otro nombre- que interpretaba Michael York era inglés): matices de acentos que nosotros no captamos ni falta que nos hace, aunque los actores que interpretan a personajes alemanes intentan en todo momento cargar la voz de sonidos guturales.
La historia de amor a tres que da centro a la película desaparece en este montaje. Sally no es la americanita ingenua y algo cargante de la película, sino un personaje más complejo, inmaduro y desgastado que, por desgracia, no tiene momentos de lucimiento interpretativo más allá de sus canciones: el fantasma de Liza Minelli, nuevamente, parece haber inspirado esta Sally más sombría, más rendida al alcohol, las drogas, los amores extraños, los malos tratos y los abortos clandestinos. Y, si en la película el momento culminante es la confesión de la bisexualidad del aspirante a escritor, aquí se nos anuncia en el justo momento de su llegada a Berlín, sin que después sea más que un detalle anecdótico de una personalidad que no se desarrolla.
Los verdaderos protagonistas de la obra son, entonces, Herr Schultz y Fraulein Schneider (Emilio Alonso y Patricia Clark), dos ancianos que viven un amor cursilón condenado de antemano por las circunstancias políticas (en tanto que Schultz es, naturalmente, judío). Se nota aquí, me parece, el peligro que tiene el musical como fórmula: la pareja joven y la pareja vieja, el anciano gracioso, la puta de buen corazón. Algo parecido, en otro nivel, puede verse en My Fair Lady, si ustedes recuerdan.
Si la interpretación de Natalia Millán (nunca había visto yo a nadie cantar con los tendones como he visto apenas a dos metros de distancia a esta belleza de mujer) es destacable, no se queda atrás quien, a nivel de casting, se presenta como el verdadero protagonista de la función, el Maestro de Ceremonias (anunciado como Emcee en el periódico-programa de la función). Lo interpeta Asier Etxeandía en lo que es su presentación y, amigos, ojo que este chaval va a ser algo grande en las tablas, en la tele o en el cine. Histriónico, camaleónico, inquieto, su personaje canta, baila, interpreta, escenifica, hace mimo, habla con el público, se trasviste, es hombre y mujer y las dos cosas a la vez: si en los setenta alguien pudo escandalizarse por la versión cuasi fantasmagórica, prácticamente un adelanto del payaso malo de It que del personaje hiciera Joel Grey, de verdad que es una hermanita de la caridad comparado con esta visión casi postapocalíptica que ahora se nos ofrece.
Lo mejor, insisto, los números musicales, que vuelan muy por encima de lo que cuenta la obra, que en ese aspecto se hace muy muy corta (¿alguien recuerda los tiempos en que las obras de teatro tenían tres actos?). Y, naturalmente, el hecho de que con esta obra, como con las otras que se están representando ahora mismo, se consolide el musical como género en nuestro país. Sólo hace falta que, algún día, se escriban musicales que no dependan de versiones del extranjero, con letras y músicas propias.
Oh, perdón, eso ya lo hacíamos hace tiempo, ¿no? Se llamó zarzuela.
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