Odio este día. Me pone de los nervios. Es uno de esos dos días del año que me caen como un tiro, casi un paso adelante en la lista de esos otros dos o tres días del año que uno preferiría pasarlos durmiendo hasta el día siguiente (sí, claro, me refiero a Navidad, a Año Nuevo, al Viernes Santo).
Nunca recuerdo si al atrasar la hora, o al adelantarla, será ese domingo larguísimo sin nada que hacer, o ese domingo cortísimo donde todo el mundo irá desorientado. Si tenemos, como nos venden, una hora "más" o una hora "menos", como si las horas de mi vida estuvieran cotizando en bolsa. Prueben ustedes hoy (o a lo mejor en abril, no sé) a ir a un restaurante a mediodía: si tienen suerte, estará vacío. O lleno. O los empleados llegarán tarde (es lo que me pasó hace seis meses). O qué sé yo. Una lata. Un fraude. Un coñazo.
Mañana, dicen, cuando nos despertemos para ir dóciles al currelo veremos que, oh, maravilla, todavía es de día (hoy me he despertado igual de temprano y, como llueve y truena, está más oscuro que nunca). Y será también mañana, por la tarde, o pasado mañana, cuando nos demos cuenta de que, ay, oscurece antes. O sea, nos manejan de tal forma que prefieren marearnos al amanecer, por ahorrar un montón de miles de millones de euros (eso dicen) a cambio de dejar vacías las calles por la tarde, de acabar con nuestro derecho al paseíto tras el trabajo, a contemplar puestas de soles sobre el mar y, si hay suerte, ser testigos de la magia del rayo verde.
Hay quien dice que eso es macroeconomía. Y quien por contra afirma que lo que se ahorra por un lado se gasta en fármacos. Durante un par de semanas todos nuestros estómagos irán con el horario de verano, y las almas sensibles se atiborrarán de medicamentos para superar la dispepsia, el despiste o el estrés. No sé si es cierto, pero sería un dato a tener en cuenta.
Porque, verán ustedes, no es que yo me lo crea o me lo deje de creer, conste. Lo mismo en los países de muy al norte les sale a cuenta todo este tejemaneje de cambiar la hora y los hábitos, pero aquí al sur no me parece a mí que sea tan obligatorio. Vamos, que pienso que podríamos soportar el año entero con las dos horitas de ventaja que le llevamos al sol: a fin de cuentas, el horario de invierno es más corto cada año.
Las ganas que tengo ya de que llegue el día de Santa Lucía, por diciembre. Porque es cierto aquello de la sabiduría popular, no sé si lo han comprobado, y justo a partir de entonces se van alargando los días y podremos por fin recuperar poquito a poco el derecho al paseo de cada tarde tras el trabajo, para así contemplar puestas de soles sobre el mar y, si hay suerte, ser testigos de la magia del rayo verde.
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