He vuelto a Itaca. A casa. Aquí. Con cierta sorpresa (aunque me habían advertido), compruebo que habéis seguido charlando aunque yo no estuviera. Perfecto: sentíos como en casa.
Llevo una semana fuera y supongo que me toca hacer repaso de algunas cosas importantes de estos días. La Hispacón de Getafe, lo primero. ¿Mi valoración? No puedo darla, no soy objetivo, apenas estuve en más actos que en los tres que me tocaron en fortuna. Y luego mucho pasilleo, charlas apresuradas con nombres y nicks y rostros familiares de otros años a los que no puedo ubicar del todo, porque en seguida llega quien te pide que poses para una foto, o le firmes un libro, o se identifica de esta bitácora o del foro de otra página. Eso es, ni más ni menos, la Hispacón. Como el carnaval: hay que llevar el disfraz y las ganas de divertirse ya de casa, no esperar que te diviertan desde fuera. En ese aspecto, el trabajo de los organizadores se salda de manera más que notable.
Sé bien lo que cuesta montar un tinglado de estas características, y si encima se hace sin un duro de apoyo oficial, uno no puede por menos que aplaudir a Julián Díez y los demás al grito de "¡Torero, torero!".
Hubo, como en todas las Hispacones, sus momentitos entrañables: la cena en un Gino´s de esos que por aquí no hay con Víctor Conde, Luis García Prado, Juanma Barranquero y Cenelia, Alejo Cuervo, Alex Vidal y Juanma Santiago. El almuerzo del sábado con Juan Miguel Aguilera, Miquel Barceló y Teresa, Domingo Santos (novatos como todavía somos, a JuanMi y a mí todavía nos impresiona compartir mesa y mantel con semejantes monstruos de la ciencia ficción española), donde nos llegó como una patada en las tripas la noticia de la muerte de Manolo Vázquez Montalbán.
Un rato de conversación y cerveza a solas con JuanMi, más tarde, donde tuvo la generosidad (y la puñetería) de encomendarme a mí solo llevar a buen puerto la novela conjunta que iniciamos hace unos cuantos años. Miedo me da, pero ahora tengo un motivo más para seguir adelante, porque no puedo defraudarlo, a él sobre todo.
El Ignotus a la Mejor Obra Poética, como ya sabéis, se lo llevó el Señor Desierto, que viene a ser como Sauron pero en Hispacones. Me dieron justo justo el que menos quería: el de Mejor Tebeo, por un trabajo del que, lo sabéis, no me siento demasiado contento. Al final, regalé el piedro a mi cuasi-tocayo Rafa Martín (había un segundo Rafa Martín en la convención, al que le firmé un ejemplar de Lágrimas de luz y le escribí el renglón que falta en la última página), entre otras cosas porque Rafa es un tío entrañable, coleccionista de todas las chorradas que uno hace, y por no cargar con el dichoso monolito que pesa una barbaridad. No me cabía ya en la maleta con tanto libro. Le planté una "T" en el pedestal, la letra que nos diferencia, y se lo firmé con mi garabato de siempre. Rafa no cabía en sí de alegría. Lo divertido fue que llamamos por el móvil inmediatamente a Jorge Perfontán, que había tenido que volver corriendo a casa porque su mujer acababa de romper aguas (que sea una horita corta, como decimos por aquí), aunque luego fuera una falsa alarma. Jorge juraba y perjuraba en arameo. Supongo que cuando gane otro Ignotus (si lo gano, el año que viene no creo que vaya a estar nominado a nada, pues no he publicado nada), se lo tendré que regalar a él, para que no se mosquee.
Mucho público en la charla que di sobre Dune, aunque juro y rejuro que, chistecillos aparte para meterme al personal en el bolsillo, era una cosa sesuda y seria. Tras la charla, Juanma Barranquero estuvo, como siempre, genial. Sabe mucho más del libro (y de todo) que yo mismo, así que entró perfectamente al trapo de la réplica. Y así me lo dijo luego, claro.
Quizás lo más positivo (y sobre mí cae la responsabilidad) es el compromiso de escribir una novela para una editorial importante. Es bueno que en las Hispacones acudan los editores y acudan en firme, con profesionalidad, diciendo cosas claras y haciendo ofertas interesantes. O sea, que si a partir de ahora veis que cuelgo menos reflexiones en esta bitácora, tendré la excusa de poder decir que estoy enfrascado en esa novela y no en ver episodios del primer serial de Flash Gordon o de CSI o de The West Wing, que tiene que estar al llegarme.
No es coña que luego he tenido un retiro espiritual. Bueno, he tenido un cursillo de formación para profesores con experiencia. Yo era el menos experto de todos, en todos los sentidos: apenas veinte años aún no cumplidos de trabajo contra los treinta y muchos de los demás. 521 años de experiencia sumados entre dieciocho personas. Un cursillo interesante donde, por ejemplo, te pone los pelos de punta ver cómo los profes nos emocionamos (y de qué manera) cuando recordamos a alumnos de hace quince o veinte años. Lo hemos pasado muy bien, he podido reflexionar sobre un montón de cosas y, ay, he pasado un frío terrible. Si en la maleta ya no me cabía nada con tanto libro, imaginen haber tenido que comprar además dos jerseys de lana, calcetines gordos y hasta zapatos veinticuatro horas, porque los míos se pusieron chorreando cuando el sábado por la noche, en Getafe, nos cayó el diluvio mientras Luis G. Prado, M. John Harrison (al que acabo de traducir Luz) esperábamos un par de taxis. Con cierta coña, por cierto, Harrison advirtió que, ejem, dijéramos a la Asociación que no quería que lo nominaran el año que viene a la Mejor Novela, por aquello de que el Ignotus le parecía exactamente lo que es: una lápida.
Los que somos de provincias jamás conseguiremos comprender las dimensiones de una ciudad como Madrid. El horario prefijado del cursillo (las monjitas cerraban el chiringuito a las once de la noche) apenas me han dejado tiempo para salir: cruzar la calle, pasear un poco, intentar no entrar en el cibercafé de la esquina para escribir aquí y disfrutar en cambio del aire frío de otoño. Hice una escapadita fugaz para saludar a una ex-alumna en su colegio mayor, nos llevaron al teatro a ver Cabaret (ya hablaré del tema esta semana), y cuando ya me había hecho el jueves a no salir recibí con sorpresa la llamada de Pedro Jorge (sí, él), que andaba también por Madrid y a quien convencí para que se acercara hasta donde yo estaba, con Sara, para tomar una hamburguesa en el Vips de la esquina. Una hamburguesa, claro, es poca cosa, y por eso en su bitácora no habrá colgado como de costumbre el plato a consumir, sino mi cara.
Y aquí estoy, de vuelta. Me he traído el frío, un montón de libros, la lluvia. Y las ganas de volver al tajo, de continuar traduciendo La ciudad de cristal de Orson Scott Card, de retomar la novela prometida, de disfrutar de los niños y la familia y el otoño en Cádiz, que de siempre ha sido mi estación favorita.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia