Tiene su miga que uno, lector de tebeos añejo y descreído, hartito de heroicidades que ya no son, buscador de siempre de poesía en las historias, haya tenido al fin que tragarme los prejuicios y aceptar, hasta con alegría, que los tebeos que quiero leer (y los que quiero escribir) no están en los superhombres al uso, ni en los héroes de mentón cuadrado y ropa perpetua, sino en las historias que vienen de muy lejos, del este, del país del sol naciente y la bandera del punto.
O sea, los manga (y no, no voy ahora a declarar que no existe una diferencia entre tebeo, manga, comic o historieta, porque no la hay y no es cuestión de perder su tiempo y el mío propio en esas disquisiciones huecas).
Entré al manga con ilusión cuando empezaron a llegar allá por la mitad de los ochenta y me fui del manga con despecho, cuando vi que no contaban historias que a mí me importaran. No es que despreciara el género (que no existe como tal, insisto), ni que me molestara la estética, ni que me sintiera ajeno hacia su forma de ver el mundo (o, sobre todo, a la mujer adolescente). Es, simplemente, que las historias que se publicaron durante mucho tiempo en este país (y supongo que gran parte de las que se siguen publicando), no estaban hechas para mi edad ni para mi gusto (iba a escribir mi sensibilidad pero quedaba muy cursi, así que me abstengo).
Luego de Akira, que me apasionó, me aburrió, me decepcionó y me obnubiló a partes iguales, me puse a mirar hacia otro lado: hacia Europa (los superhéroes, lo reconozco, dejaron de interesarme después de Watchmen, aunque tocara ese palo yo mismo hace poco tiempo).
Y entonces, cuando ya creía que esto de contar historias sin limitaciones ni cortapisas, sin que pasen cosas de tebeo por fuerza, con el tiempo y la medida y la justicia que las historias necesitan, descubrí dos o tres títulos que me hicieron dar marcha atrás y congraciarme no sólo con el manga, sino con la historieta misma: Adolf, Buda, Monster, El almanaque de mi padre.
Este último título, de Jiro Taniguchi, supuso un mazazo. Una historia intimista, lenta, con el espacio y el tiempo necesarios para contar lo que quería, para describir unos sentimientos: la vuelta a casa de un hombre maduro y el encuentro con el recuerdo de su padre muerto. En tres volúmenes finitos (tardan ya en sacarlo como un solo tomo, porque es una novela), su lectura es una clara llamada de atención a todo lo que el cómic tiene todavía que mostrar: solo hacen falta autores con la paciencia y los redaños para tratarlo como lo que es, un género adulto que no tendría que hacer las concesiones a la galería que hace para su desgracia.
Mi última lectura en este sentido se debe, a Dios o a Buda gracias, al mismo autor. Publicado en dos tomos, Barrio lejano tiene puntos en común con la obra anterior, en tanto que la premisa de partida es muy semejante: una vuelta a casa, una mirada al pasado, descubrir el enigma más cercano que tenemos todos, la propia familia. Pero si en El almanaque (que yo pienso que tendría que haber sido presentado como "El álbum de fotos de mi padre" o, en cualquier caso, "El velatorio de mi padre") el realismo y el retrato de costumbres antiguas y costumbres modernas no dejan paso a la fantasía, en esta revisitación de la historia, casi en este palimpsesto nos encontramos con la tesitura de, en un entorno fantástico (¿es fabulación, es realidad, es deseo, es culpa?) poder rehacer el pasado recurriendo a los conocimientos adquiridos a través de la propia historia personal: enmendar los errores propios y, sobre todo, los errores ajenos gracias al conocimiento amargo de una historia personal, a los remordimientos que potencian el saber que se tiene en la mano la posibilidad de cambiar el curso de la historia.
Hay sentimientos de impotencia en ese hombre mayor que, de buenas a primera, vuelve a ser un adolescente y comprende, como no comprendió en su momento, el mundo pequeñoburgués e ingenuo que le rodea. Aplicando lo que sabe no ya del futuro, sino de la vida, el adulto reencarnado en niño conocerá amores fantaseados en su primera andadura, gozará de eso que en su momento no quiso disfrutar (el estudio, el deporte, los amigos), y sobre todo intentará evitar el gran mazazo que marcó su vida: el abandono familiar por parte del padre, la sombra que planea sobre la tragedia íntima de su familia.
Hay poesía en esta historia. Y humor cotidiano. Y personajes creíbles que sufren y gozan y aman. El tempo narrativo es lento, precioso: es una delicia comprobar que todavía hay tebeos, si los hubo alguna vez, donde el autor se complace en dedicar viñetas al roce de las olas contra la playa.
Hay una lección moral para el protagonista, que regresa a su Itaca personal, a su familia, impotente como siempre, pero con el conocimiento inapreciable de la motivación del ser humano a quien no comprendió en su momento y a quien tanto se asemeja. Y una vuelta de tuerca final, pura poesía en imágenes, de esas que te ponen un nudo en la garganta.
Se hacen todavía obras maestras en el cómic. Y por fortuna nos vienen llegando, sean del país que sean. Sólo hacen falta, insisto, autores entregados a su trabajo, no mercenarios de grandes compañías. Hombres y mujeres que sepan templar las armas de la profesión, que no tengan miedo a desnudar sus sentimientos, que no teman aburrirse contando en muchas viñetas cómo una familia se sienta ante una mesa o disfruten describiendo el vuelo de una gaviota. O que comprendan al ser humano, que recuerden ese olor de lluvia que siempre tiene la infancia.
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