para Sara: te lo debía desde hace tiempo
Llegó a Sunnydale en tromba, como un ciclón, anunciando a voz en grito que era el lobo malo. The Big Bad in town. Casi surgido directamente de esa película que está en el fondo de Buffy Cazavampiros: Jóvenes ocultos. Un vampiro post-punk, de pelo teñido y acento británico, fiel perrillo faldero de una vampira loca; una pareja disfuncional, donde actos de sadismo, masoquismo, comunión e incesto se insinúan en cada gesto. Su actitud desafiante, provocativa, puramente sexuada, lo hicieron contrastar ya de entrada con The Master, el malo remalo de la primera temporada. Luego Joss Whedon nos engañaría y con sorpresa veríamos que Spike no sería (ni en esa temporada ni al correr de la serie) la bomba de depravación que él mismo anunciaba, pero su entrada en escena es inolvidable. Uno ya sabe que, en el espacio creativo de siete temporadas, es imposible que se tenga todo pensado desde el principio, que la trama y los símbolos de la trama se van cambiando según imponderables que no pueden estar en la cabeza de quien todo coordina, sobre todo cuando hay un grupo de guionistas por medio y la televisión (como el cine, como los cómics) no es obra de autor, sino de equipo. Pero la evolución del personaje y de las series en las que interviene el personaje han dejado claro que Spike es, en esencia, la encarnación del adolescente, del angst adolescente, de la socarronería adolescente, del gusto por el riesgo adolescente. Y su proceso vital (¿unvital?) nos lo ha ido acercando a grandes iconos literarios y cinematográficos. No muy lejos de la actitud de Spike está Marlon Brando o, si me apuran, el James Dean de Al este del Edén. Porque Spike, como buen adolescente, es Caín y, al correr de la serie, quedará demostrado que si es rebelde es porque tiene una causa.
Spike, como buen adolescente irredento, entra en acción anulando nada menos que al Ungido. Y el Ungido es, ni más ni menos, que un niño. De la noche a la mañana, literalmente, y con un chorro de luz, Spike ocupa el lugar de ese pequeño silencioso y soporífero a quien Buffy y los Scoobies nunca habrían podido matar (en tanto que a esas alturas de la serie, los Scoobies eran niños todavía). Spike irrumpe en escena y deja muy claro quién es, y lo que es, y porqué es lo que es. Para él, su no-vida es, ante todo, diversión. Spike es un gran relaciones públicas de sí mismo. Es malo, asocial, frío.
Pero tiene un punto flaco. Para ser vampiro, Spike cree en el amor. Un amor disfuncional, sí. Quizá su mayor problema como ser no-muerto es que tiene confundidos los conceptos, o los ve de manera diferente a los seres vivos y no-muertos más normales. Spike adora a Drusilla. Literalmente. Y, sabiéndose igual en la depravación vampírica, conociendo que Angel es el macho alfa de la manada colmilluda, también adora a Angel. "Eras mi Yoda", llega a decirle. Spike tiene esos dos referentes (tres, posiblemente, aunque no hemos visto demasiado de su relación con la dominatrix de la familia, Darla). Vive (o no-vive) para ellos. Abandonado por Angelus, para él Drusilla lo es todo. Es su lacayo, su amante, su hijo, su juguete. En su relación de sumisión a la vampira demente hay mucho, me parece, del Erich von Stroheim de Sunset Boulevard. Spike ama a su modo y a su modo no espera nada a cambio. Drusilla es el centro de su mundo y su mundo se altera al llegar a Sunnydale, porque el status quo al que está acostumbrado ya no puede mantenerse. No extraña entonces que durante tantos capítulos Spike finja haberse quedado paralítico, ni que escape al final, como el cowboy ingenuo que es, en busca de la puesta de sol que asegure que su mundo se conserve un poco más de tiempo.
Spike es un vampiro secundón, un producto residual del gran vampiro que es Angel y su dicotomía bien-mal. Spike desprecia a Angel porque se ha convertido en un anti-vampiro, porque es blando. No sabe, a estas alturas de su evolución personal, que lo desprecia y lo teme porque Angel supone su propio futuro. Hay un alma que acecha y tortura más allá de las pesadillas donde su héroe es ahora su enemigo.
Spike es, y si él lo sabe no le importa, un hedonista entregado a placeres imposibles. Fuma y bebe, y sabemos que los vampiros no sienten esos placeres. Pero él no renuncia jamás a un cigarrillo, ni a una copa. Ni a una pelea. Si en algún momento parece una caricatura (y lo llega a ser, cuando su rol se convierte en el heredero de los gags y los comentarios de Cordelia, pero con actitud), pronto nos enteramos de que no es así. Porque Spike tiene un pasado a sus espaldas, y en ese pasado hay al menos dos detalles (tres, como sabremos muy adelante) que lo redimen y lo convierten en un personaje formidable. Porque Spike, sumiso, irreverente, adolescente siempre, ha sido capaz, ni más ni menos, de matar a dos Cazadoras en su pasado inmediato. Y sabe que la sangre de la Cazadora es, para un vampiro, la droga, el elixir, el afrodisíaco más potente que existe. Spike ha superado no una, sino dos veces a su mentor particular, Angelus. Spike es un asesino en serie de Cazadoras que sueña con repetir por tercera vez su crimen y cebarse en el dulce cuello apetecible de Buffy Summers.
O tal vez no. Desesperado, alcoholizado, rendido al amour fou por una loca Drusilla que lo ha dejado a cambio de un demonio con astas, su primera vuelta a Sunnydale nos lo muestra en la carretera en pendiente de su no-vida. Está acabado como personaje, es menos que nada: un vampiro alcohólico, enganchado a un recuerdo imposible. Y sin embargo, los efectos del loco amor sobre los humanos a quienes utiliza para recuperar a Drusilla tienen un efecto reconstituyente sobre él. Spike vuelve de nuevo a los caminos, al son de My way en la versión de Syd Vicious. Born again, aunque no lo sepamos todavía.
Su tercer regreso triunfal a La Boca del Infierno supondrá también su descenso a los abismos celestiales de los que un día cayó, cuando era humano. El encontronazo con la Iniciativa y el chip que lo castra de todo cuanto quiere ser lo convierten, durante un buen montón de episodios, en contrapunto humorístico, el Costello del Abbot que es el bueno de Xander. La escena del intento de vampirización de Willow, con la jocosa sublectura del gatillazo, lo convierte de pronto y a su pesar en parte integrante del Scooby Gang, su pasado nerd y freakie reencarnado, un recordatorio de cómo fueron los amigos de Buffy y la propia Buffy apenas una o dos temporadas atrás, cuando eran todavía estudiantes de instituto y no, oh, maravilla, universitarios (es decir, cuando eran menos adolescentes que en ese momento). Spike, que daba miedo, se convierte entonces en el despreciado por los propios despreciados, en marginado entre el grupo de marginados.
Pero también es su voz, su conciencia. Los mejores comentarios, la lógica del mundo real, dejan entonces de pertenecer a Rupert Giles y pasan a él. Spike demuestra entonces que es un adolescente, sí (igual que Giles es un maduro inmaduro), pero que tiene una visión muy clara del mundo. Spike es descreído, es calculador, es sarcástico. Se burla de los actos heroicos de los Scoobies, se queda siempre en segundo plano (como cuando todos rodean solidarios a la desvalida Tara frente a su familia mormona y castradora), pero poco a poco empieza a intervenir, a arrastrarse hacia la luz que supone Buffy, como si en vez de un vampiro fuera una polilla. Lo divertido es que Buffy, también, se verá arrastrada hacia su oscuridad: como a tantas mujeres (y recuerdo ahora y recomiendo el libro de mi querida Elia Barceló, El vuelo del hipogrifo) a Buffy le atraen los gatos golfos.
Un hechizo incómodo y divertido donde Buffy y Spike se convierten en melosos tortolitos que hablan de casarse ante los atónitos ojos de los demás fue, sin que nadie lo imaginara, el pistoletazo de salida para las siguientes temporadas de la serie, hasta convertir a Spike en el centro mismo de la evolución de la protagonista y de su mundo. Porque, aparentemente olvidado el incidente por la Cazadora, Spike trasladó a ella su sumisión. Confundiendo una vez más los términos, Spike baraja odio y amor hacia la rubia ex-animadora. Quiere poseerla y al mismo tiempo matarla; quiere, sobre todo, amarla. Y no entiende por qué. Su infatuation no es divertida: es dolorosa. Es real. Spike, que hasta entonces pudo haber sido plato apetecible de las espectadoras de la serie, se convierte en este punto en el reflejo de muchos espectadores. Porque Spike entiende el amor como lo entendemos (muchos) hombres. Spike es consciente de que tiene perdida la partida de antemano, sabe que está haciendo el ridículo, que sus quijotadas o sus marranadas no tienen efecto ninguno. Pero las hace. Y sufre en silencio. Y alardea de lo contrario. Puro varón masculino, me parece. Al menos yo amo de forma muy semejante.
Para Buffy, Spike es durante un tiempo (como si de pronto se hubieran convertido en personajes de Howard Hawks), un simple saco de boxear. Aprovechando el chip que lo inutiliza, Buffy descarga en el pobre vampiro castrado toda su agresividad, su feminidad, su violencia. Y Spike aguanta, y goza con su sufrimiento, y sufre con su dolor. Spike, adolescente sin agarre a la vida, acata los golpes como si fueran besos. Y agradece el momento en que ella reconoce que de su conocimiento puede venir la luz (en Beneath you), e intercambia golpes con ella porque ha aprendido, desde hace siglos, que golpes y caricias son la misma cosa.
En la epifanía mutua que supone el enfrentamiento en el callejón del Bronze, se nos revela que William the Bloody, ahora Spike, tuvo un pasado de ignominia y de vergüenza. Porque no fue, como Darla, una prostituta abocada a la sífilis. Ni fue tampoco, como Angel, un gañán edípico enfrentado a un padre bíblico. Ni fue, como su mentora Drusilla, una monja incapaz de entender sus poderes extrasensoriales y el acoso salvaje del vampiro que terminó por volverla loca. No, William the Bloody fue un poeta sensible. Un poeta cursi, descafeinado, afeminado. Antes de ser vampiro, antes de amar como aman los vampiros, Spike fue un ser humano corriente, vulgar, dolorido y despreciado. Un Peter Parker de la Era Victoriana, blanco de burlas de los círculos sociales superiores que sólo veían en él a un pobre payaso, a un niño. La gran ironía: William the Bloody no significa, lo sabemos entonces, William el Sanguinario, sino William el jodido, William el gilipollas, porque escribe versos puñeteramente malos.
Y, sin embargo, de esa burla doble surge también su otro nombre, su alter ego vampírico. Entregado a la lujuria de Drusilla, cegado por las lágrimas de la impotencia y la vergüenza, renacido (o desenterrado) en otra persona, William el poeta se convierte en Spike el vampiro, y lo que primero hace es vengar su afrenta. Desde el más allá, sus sentimientos frustrados son lo primero que desquita. El comentario hecho de pasada por uno de los burgueses victorianos ("Preferiría que me clavaran en la cabeza un clavo de ferrocarril --un spike-- antes de escuchar uno de sus versos") crea un monstruo, un mote, un nombre de guerra, la nueva personalidad enmascarada de un superhombre de la noche. Uno imagina, en toque Lubitsch, el terror al que Spike sometió a ese hombre que acababa de bautizarlo... y los escalofríos se confunden tanto por el acto violento de, en efecto, empalarle la cabeza como con la idea de que, mientras lo hacía, sin duda le estaba recitando sus obras completas.
Spike se transmuta a partir de William. Y sigue transmutándose: pronto sabremos que su largo gabán negro es un trofeo de guerra, la prenda que vestía la segunda cazadora que mató en Nueva York (y, en la séptima temporada, él mismo reconocerá en ese gabán su propia esencia de big bad). Incapaz de conciliar sus sentimientos con lo que es, frustrado porque ya ni es vampiro ni es humano, Spike se aburguesa: vive en una cripta con luz y televisor, hace la compra, va al supermercado. Tiene contactos en el submundo y esos contactos se burlan de él. Intenta descargar su violencia y descubre, alborozado, que sólo puede hacerlo con quienes son malos. Es el primer paso hacia un futuro que nadie imagina. Pero su fijación con Buffy no cesa. Heredero de Angel, intenta lo que Angel no pudo: cebarse en la Cazadora a través de su familia. Y lo que sigue es historia pura, porque en vez de encontrarse con la incomprensión de la hermana y la madre de Buffy, Spike de pronto es ese proyecto de novio que la hermana envidia y la madre desea. Uno de los momentos más terribles de la serie, sin duda, nos lo proporciona el momento en que, expulsado del paraíso una vez más, rechazado, Spike comprueba que le resulta imposible regresar a la casa no de la mujer que ¿ama?, sino de la familia que lo acoge como si fuera un ser normal.
Spike se vuelve loco entonces. Loco de amor por Buffy, loco de odio. En sus fantasías sexuales, que descarga en la apetecible pero hueca Harmony, se ve a sí mismo como macho dominante, hiriéndola y amándola al mismo tiempo. La estaca se convierte entonces en clara alusión fálica invertida. Y después, superada Harmony, imposible conseguir a la Buffy auténtica, el desquite con el Buffybot y la escena de sexo oral rodada con tanto gusto como mala leche. Poco a poco, sin que Spike ni Buffy lo sepan, el vampiro está en camino de ser otra cosa. Como en cualquier relación de pareja en la vida real, el regreso de su antiguo amor, Drusilla, pondrá sus sentimientos otra vez en la picota. Amante de nadie, amador de todas, Spike decide. Y se condena.
Ya no será, a partir de entonces, un vampiro frustrado por no poder serlo, sino un amante que se conforma con proteger a la hermana de su amor imposible. Hasta lo indecible: hasta soportar la tortura y las palizas de la diosa enloquecida Glory y aguantar como el héroe que no quiere ser, cerrada la boca a la delación. Buffy no comprende su heroísmo (¿lo comprende él?), pero lo agradece. Spike se ha convertido en su caballero andante, en su paladín, un título que sólo recuperará, plenamente consciente ya, en el último episodio de la serie. Spike se contenta con eso, a estas alturas de la evolución de ambos personajes: ni amante ni enemigo, simplemente campeón, hermano grande, protector. Spike de pronto se ha convertido en Giles.
No es extraño, entonces, ese magnífico plano final con el que cierra la quinta temporada. Como si de una portada de los X-Men se tratara, mientras todos los anonadados Scoobies rodean a Buffy muerta, es precisamente el vampiro, el que sabe lo que es la muerte porque la ha vencido, quien llora desconsolado, dominando desde el fondo la escena. Si Spike tenía alguna esperanza de redención, si tenía alguna forma de dejar de ser adolescente y convertirse por fin en adulto, era por medio de Buffy. Sin el ancla de la Cazadora, Spike ya no es nada.
Pero, en palabras de Lovecraft, no está muerto aquel que yace eternamente, y en la televisión y los tebeos nadie puede nunca decir jamás. La resurrección de Buffy en la sexta temporada proporcionaría el que es, quizás, el giro más interesante en toda la serie. Reflejando a su modo el hartazgo de la propia Sarah Michelle Gellar con el personaje, la Buffy resucitada es una Buffy diferente. Es también adulta, pero a la vez es más adolescente que nunca. Ha superado la muerte, sí, pero a costa de perder el cielo. Su regreso a la vida es, literalmente, la caída al infierno. Todo cuanto antes era vida supone para ella, en esta nueva encarnadura, solamente muerte. Actúa por inercia, como canta en el genial episodio musical.
Y se siente, por una vez, desvalida. Sin Giles, que de cualquier forma no podría comprenderla, sin su madre, incapaz de confesarse al resto de sus amigos o a su hermana, Buffy recurre al único que puede entender su predicamento: a Spike. Y en su huida de la muerte se entrega al sexo porque para huir de la muerte el sexo se ha creado. Buffy se entrega una y otra vez a Spike a lo loco, con pasión, desbordando las expectativas y los sueños del vampiro enamorado. Como una perra. Una relación de dependencia que tiene mucho de drogadicción, de soledad, de amargura. Spike se sabe vampiro objeto, pero calla y otorga. Buffy desquita en él su amargura de estar viva y no tener rumbo. Feromonas vivas contra fermonas muertas, amor y dolor a la vez, incomprensión absoluta. Quién sabe si Spike no prefería la relación de antes, cuando ambos eran castos y no imaginaban los abismos a los que podrían caer en ese rito que tan bien definiera Aute, y que tan bien se aplica aquí, de agujeros y cipreses.
Si Spike había dejado de ser el adolescente inmaduro que había sido hasta entonces, la relación puramente sexual con quien en poridad es su némesis lo convierte de nuevo en un inmaduro, físico y emocional. Cuando ella despierta del engaño (si engaño es), Spike queda de nuevo varado, aunque tenga el regalo de haberse librado del chip que le prohibía ser él mismo como vampiro. Es ese mismo chip inutilizado, la misma sensación de impotencia que ahora siente Spike cuando ya no tiene por qué serlo, lo que le lleva a hacer el acto más execrable en el que cae como personaje (una escena que incomodó, según confesión propia, a James Marsters): intentar conseguir por la fuerza lo que ya Buffy no entregaba de buen grado.
Es sintomático que esa escena tenga lugar en un cuarto de baño. A efectos simbólicos, aunque no se refleje, Spike se ve a sí mismo en los espejos. Una nueva ordalía, un nuevo descenso a los infiernos, nuevas torturas y palizas y por fin la sorpresa del final de la temporada: cuanto Spike ha sufrido no ha sido para vengarse de Buffy, sino para redimirse a sí mismo. Para conseguir aquello que su mentor, su Yoda, había conseguido antes que él, porque adolescente siempre Spike tiene que medirse y saberse más importante, no solo igual: un alma recuperada, un alma que roe y acecha y pincha y duele. Un alma que lo vuelve loco de arrepentimiento.
Un alma que tiene más valor que el alma de Angel, en tanto que Angel se la encuentra sin quererlo y Spike la busca adrede. Angel se redime a su pesar, mientras que Spike lo hace plenamente consciente de lo que busca. El valor de su alma es, entonces, más grande que el valor del alma de su vampiro mentor (pero, ah, qué inteligencia, Angel también le echa en cara a su nieto vampírico que apenas sufrió tres semanas encerrado en un sótano, mientras que él estuvo más de cien años penando y pagando por sus atrocidades antiguas). En cualquier caso, Spike se muestra entonces como un personaje más maduro, más complejo, más rico en matices que el propio Angelus. No ya porque el actor que lo encarna sea, en efecto, un monstruo de la escena, sino porque la angustia existencial no dejará de acompañarlo.
Una nueva revelación nos dirá que ese Spike ha existido siempre, horrorizado en algún rincón de su subconsciente vampírico de los espantos que sembraba a diestra y siniestra. Si Angelus necesitó la maldición zíngara para que sus ojos se abrieran a la maldad inherente a su corazón, si eliminó con saña y placer a su propia familia, Spike supo desde apenas no-muerto que no era bueno lo que como no-muerto hacía. La revelación de que vampirizó a su madre para impedir que muriera y que, casi a renglón seguido, la empaló lleno de repulsión y remordimiento al ver en lo que había convertido a una mujer hasta entonces buena llena de matices a Spike: el poeta sensible sigue estando dentro del vampiro, lo ha estado desde el principio. Pero Spike tiene una máscara y, en todo caso, no puede ver cómo es él mismo: los vampiros no se reflejan, y por tanto sus pecados no existen.
Eso no quiere decir, naturalmente, que el adolescente que es Spike no siga siendo una voz crítica, un cínico espiritual, un creador de boutades continuadas. La máscara se marca en los rasgos de la cara si se lleva mucho tiempo. Hay que protegerse siempre, y si eres sensible y tienes puntos flacos, no es extraño que te utilicen o te obliguen a hacer cosas que no quieres, a repetir espantos que creías olvidados, ya sea el malo de la séptima temporada de Buffy o los, todavía, ocultos tejemanejes de Wolfram & Hart.
Spike ha caído muchas veces y lo hemos visto redimirse otras tantas. Ha sido adolescente y ha sido adulto. Pero siempre se tienen 17 años en algún lugar del corazón, según dicen. Ha tenido su gran momento, su sacrificio, el gesto que ha dado valor a toda su larga no-vida: la acción desprendida del último episodio y esa frase portentosa que no pudo ocurrírsele a Han Solo en su réplica a la princesa Leia (aunque la tengamos mitificada, recononozcamos que, como réplica, las palabras "Lo sé", son una mierda). Cuando in extremis Buffy le confiesa con lágrimas en los ojos que lo ama, Spike apenas sonríe, se encoge de hombros ante la luz que nuevamente lo mata, y con su atildado acento inglés (acento falso tan difícil de distinguir del verdadero), comenta: "No es verdad. Pero gracias por decirlo de todas formas".
Podría haber sido el final perfecto de un personaje perfecto. Pero en televisión, y los tebeos, y el whedonverso, nunca puede ponerse la palabra fin. Y es bueno, para los que queremos a Spike, que así sea. Su regreso cantado es la gran baza de la nueva temporada de la serie Angel a la que ha desembocado. Por lo visto hasta ahora, la tensión entre los dos ex-amantes de la Cazadora no se ha suavizado con la redención de ambos, sino al contrario. Angel sigue siendo una figura paterna y Spike se niega a ser el Robin de ese Batman que ahora, más que nunca, es su mentor (en tanto que ahora sí que el vampiro moreno es Bruce Wayne y cuenta con sus recursos económicos).
Spike tuvo su momento de gloria y alguien, por motivos desconocidos, quizás por error (¿el amuleto iba dirigido a él o Angel?) se lo ha negado. El adolescente vuelve a serlo. Las puertas del mundo adulto se le han cerrado de nuevo, a la espera de ver cómo se desarrolla su evolución. En el ser o no ser que es su no-vida (humana, vampírica o fantasmal), Spike ha descubierto un terrible secreto (si es que no está mintiendo, que podría serlo): No ha habido redención suficiente. Su sacrificio ha sido en vano y lo que le espera todavía, con la boca abierta, es el infierno por sus actos.
A menos, naturalmente, que tenga una nueva oportunidad de redimirse. De volver a saberse entero, de dejar de ser el adolecescente que busca un sitio y encuentre ese nicho que, de momento, se le niega.
Será interesante estar ahí para verlo.
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Categorías: Buffy y Angel