Vengo, claro, del cortinglé, donde he hecho peregrinación en busca de deuvedeses y he vuelto con la bolsa llena: Camino a la perdición, el MacBeth de Polanski (que me encantó en su día y no sé cómo le sentará a los chavales en clase de literatura), más un clásico de San Cary Grant, La pícara puritana. He aprovechado que estaban de oferta, evidentemente. Hasta que no vea en cine Matrix: Revolutions no tengo muy claro que vaya a comprar Matrix: Reloaded, que de todas formas no había llegado todavía. En cualquier caso, yo iba por una cosa muy clara: la segunda mitad de la segunda temporada de CSI.
Se me pasó por alto la serie en su emisión terrestre (tengo la bendición de que, en casa, se ven fatal los canales nacionales), con eso de que mi mujer estaba enganchada a los malhadados triunfitos y de alguna manera tenía que equilibrar las cosas por mi adicción a Buffy. Total, que hasta que no ha ido saliendo en dvd no he seguido la serie de los criminalistas de Las Vegas. Con cuentagotas y resquemor al principio, lo reconozco. Luego me he convertido en seguidor acérrimo.
Es una serie de truco, sin duda, igual que las historias de Sherlock Holmes (a quien tanto deben en su énfasis en lo "científico") son historias de truco. Quiero decir que no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que los argumentos se escriben hacia atrás y que en ocasiones la sapiencia de los investigadores y las maravillas de la técnica rozan o sobrepasan lo inverosímil. Da lo mismo. En cierto modo, CSI es una serie de ciencia ficción en uno de esos sentidos que tanto postulaba Hugo Gernsback. Sólo que el futuro ya está aquí, y las pruebas periciales son (lo sabíamos de siempre, pero nos gustaba más lo otro) más importantes que las declaraciones y el teatro improvisado que nos venden por juicios en el séptimo arte.
Dicho lo cual, la serie es amena y ágil y tiene sobre todo un gran plantel de personajes... a los que sabiamente escamotea cualquier posibilidad de vida privada. Quitando los dimes y diretes de Catherine Willows (Marg Helgenberger) con su ex-marido y su hija, apenas sabemos cómo son y dónde viven los otros miembros del equipo. Solo hemos visto la casa de Grissom (William L, Petersen) de rondón un par de veces: para estos policías que no son policías, todo se reduce a la investigación y el trabajo.
Es una serie que arranca, como gran parte de la televisión de la última década, de El silencio de los corderos (y tiene un punto de contacto con Hunter, el propio William L. Petersen), filtrada a partir de Expediente X. El regusto morboso (y, para mí, algo fuera de lugar) por las autopsias, la fotografía misma, deben mucho a la película que popularizara al doctor Lecter. Y, mientras que el otro gran hijo espúreo del caníbal se enzarza en una trama imposible de aclarar, aquí se solucionan dos casos por programa, entrelazándolos de manera rápida y sencilla. Un creyente como Mulder no tendría nada que hacer en la descreída ciudad del juego y el desierto blanco.
El gran personaje, claro, es Gil Grissom. Tiene el carisma de Hannibal Lecter y la paciencia de un Capitán Picard: su empaque y su frialdad, sin embargo, están perfectamente revestidos de un caparazón humano. Es heredero de Holmes pero tiene también la compasión inherente a un Atticus Finch: es científico, tiene problemas de relación, posiblemente haya sido autista en su infancia lejana, pero lo vemos siempre como un hombre sacrificado a su vocación. Un empollón, un antiguo nerd, y es bueno que la televisión glorifique por una vez al intelectual por encima del cacho bestia. Grissom, por cierto, es policía científico, como Barry Allen, o sea, Flash, y no me baja nadie del carro: su nombre aliterado (esas dos Ges tan de tebeo) deben ser sin duda un homenaje a quien lanzó al personaje a la fama: Gil Kane. Paranoias, posiblemente. Pero el equipo de los CSI funciona como una amalgama de los X-Men y los Fantastic Four y no es difícil encontrar paralelismos entre los personajes de los tebeos y estos que, con su apetecible pátina de realismo, nos ofrece la tele. Incluso el reverso tenebroso (el "Dark Grissom") está acechando ahí mismo, en la atracción morbosa que el solitario siente hacia la bella dominatrix y el inframundo del sado y el vicio. Que Grissom se esté volviendo sordo (la gran revelación del final de la segunda temporada) es algo que ya se había venido contando, sin contarlo, desde mucho tiempo atrás. En una serie donde el sonido va mucho más allá de lo normal en la narración de una historia (¡cómo chasquean los huesos o los órganos cuando en cámara subjetiva las balas o las armas desgarran cuerpos!), perder la audición para un hombre como Grissom significará perder además el trabajo. Y, no teniendo vida privada más allá de su erudición entomológica (otro referente a El silencio de los corderos), quedarse sin trabajo significará para Grissom quedarse sin personalidad, sin vida y sin esencia.
Quizá a la serie le falta un punto de adultez no en los planteamientos, sino en la puesta en escena. Me explico: se habla de sangre y vísceras, y se muestran convenientemente. Se habla sin tapujos de sexo, y en una ciudad de vicio y corrupción como es Las Vegas sabe a poco la falta de desnudos. Estamos hablando, claro, de televisión. Pero es una lástima que la acidez de la serie y lo escabroso de algunas de sus propuestas se ciñan únicamente al pseudogore.
Más interesante es el uso del falso flash-back, cómo la cámara nos enseña escenas que nunca fueron (eso que tan mal hizo Hitchcok en Pánico en la escena), escenas que se van alterando a medida que las declaraciones de los testigos, o los descubrimientos de los investigadores, van ofreciendo diversas explicaciones al misterio de las muertes que tienen que ir resolviendo.
Tiene todos los ingredientes para ser nada más que una serie de culto y sin embargo es todo un bombazo, con spin-off y todo, CSI: Miami, el enésimo intento de David Carusso por encontrar un hueco mediático (aunque con Grissom por medio, su personaje Horatio lo tiene crudo, me parece). Quizá es que necesitamos saber que estamos en buenas manos, que el crimen no paga, y que basta el rastro de un estornudo en el aire, el olor de un perfume, la colilla en una escena del crimen para volver a poner derecho nuestro mundo.
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