Debe ser, estoy convencido, la crisis de la edad madura. Pero ando hecho un manojo de nervios. A ver si me explico: siempre he sido muy litri, aunque las circunstancias de esta época (y de las modas) me han impedido hacer caso a Baudelaire (vía Umbral; que te mejores, maestro) y tratar de ser sublime sin interrupción. O sea, uno es un dandy pero de andar por casa, a capricho de los señores Burberry y Pierre Cardin, que tampoco son diseño exclusivo, pero me gustan y van conmigo.
Les contaba que he perdido una jartá de peso este verano. Lo que quiere decir, claro, que había cogido una enormidad de peso en los dos últimos años. El milagro Montignac, dejar de beber cervecitas como si fueran el chicle que siempre como, dar un par de paseítos por la tarde y hacer lo mínimo de ejercicio me han ayudado a soltar ese lastre molesto y sudoroso de entre trece y quince kilos, según qué días, que tanto afectaba nada menos que a mi ego (solamente yo podría ser capaz de enfrentarme a mí mismo y vencerme a ratos). No es que esté en mi peso ideal (tendría que perder otros diez kilos para acercarme al chavalín que un día fui), pero de momento me conformo. La gente hasta dice que, glups, parezco más joven.
Pero ahora empiezan los problemas. Porque, verán ustedes, a la edad que uno ya tiene, y por mucho que duela y lo que vistan a su modo las doce canas que empiezan a salirme (tiembla, Clooney), confieso que a mí no me importa estar gordo. Lo que me molesta es engordar. Me dicen que voy a quedarme como estoy, y lo acepto. Lo malo es, ay, esa tendencia a seguir creciendo a lo ancho que tiene mi código genético. La gran lata que tiene eso de engordar, saludes aparte y ligoteos perdidos al río, es la ropa. O sea, que todo se te va quedando pequeño te guste o no te guste, y tienes que ir renovando el vestuario. Y los señores Burberry y Cardin no serán exclusivos, pero sí algo caros si además uno tiene el vicio de seguirlos en peregrinación y compaginar su culto con libros, cine, tebeos, deuvedeses y tapeos.
Total, que perdí el mogollón de kilos que me entorpecían la vida, ¿y qué me pasa ahora? Exactamente: que me queda grande la ropa. Hice régimen espartano (de verdad que no me ha costado nada) para no tener que renovar otra vez el vestuario... y ahora tengo que renovarlo otra vez por narices. Bueno, por cintura.
Todo me queda grande. He pasado días clasificando la ropa de verano (todavía por aquí abajo vamos en manga corta y pantalón fino, envídiennos) en la que no me puedo poner, la que me puedo poner apretando el cinturón y la que me está bien. La primera la hemos archivado ya, a la espera (o no espera) de que vuelva a recuperar la línea curva. Con los otros dos tipos de ropa voy tirando.
Hasta que lleguen los fríos. O sea, hasta que haya que sacar de los armarios la ropa de invierno. Ya me dediqué hace unos días a probarme chaquetas y más chaquetas (una prenda que me encanta aunque aquí en Cádiz tienen dos días de uso: enseguidita hace demasiado frío para llevarla o demasiado calor para soportarla), y pantalones y más pantalones. Tiemblo pensando en el momento en que nos toque recuperar los jerseys y las camisas.
Adelgazar de esta manera, lo he descubierto, es como darle marcha atrás al reloj de la vida. No es que los demás me encuentren más joven: es que por imperativo ropil tengo que vestirme de como yo era cuando en efecto era más joven. Al sacar del archivo las ropas de hace, no sé, tres o cuatro años, y comprobar que están intactas, uno se cree ingenuamente que ha retrocedido en el tiempo. Por eso les decía que lo mismo la línea se me confunde con la crisis de la edad madura y la histeria de corte y confección que me acosa desde hace un mes y pico se confunde con la falsa idea de que estoy rejuveneciendo. Da gusto, es verdad, encontrar aquel bonito pantalón que solo te pusiste dos veces (porque, lo confieso, compro en rebajas al final de temporada cuando la ropa está al cincuenta por ciento, ¿verdad, Jorge?) y que ahora te sienta mejor que antes. Pero, ya puestos, uno nota que la camisa se le ha quedado demasiado ancha (yo soy un hombre de camisas y llevo un mes a base de camisetas y de jerseys de manga corta), y que tal vez no estaría mal comprarme ropa que me sentara como tiene que sentarme. Pura histeria, ya les digo.
Conté las chaquetas que tengo olvidadas desde hace ocho o nueve años y suman doce (incluyendo, cielos, el traje de mi boda que me está ahora mejor que antes), pero eso no impidió que fuera hace dos días al supermegachachipiruli centro comercial de siempre y saliera con una chaqueta nueva. Histeria, crisis de edad madura, dandysmo trasnochado.
Yo pensaba, perdónenme las féminas, que la obsesión por los trapitos era cosa de ellas. Pues no. Es cosa de hombres (conozco a otro ex-gordito que está igual de histérico). Conque aquí me tienen, contando los minutos que faltan para que abran George Modas, porque me voy a dar el gustazo de comprarme una camisa negra, que llevo años queriendo tener una. Y lo que caiga de paso, porque los pantalones de invierno, que tengo un puñao, se me caen también.
Como partir de cero en la vida, qué cosa más curiosa. Y lo mismo hasta hago como que me lo creo, aunque sé de siempre que no pasa dos veces el agua por el mismo río.
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