El riesgo, claro, es la navaja de Occam. No es culpa de nadie que la más bella asignatura de la historia sea hoy la maría del segundo de bachillerato, y bastante puedo agradecer tenerla yo para mí entero, sin perrito que me ladre y con la libertad absoluta que me da ir deshojando la margarita de los siglos a mi antojo. Les hablo, a petición del respetable, de las clases de Literatura Universal que me han convertido no sé si en otro hombre; sin duda en otro profe, desde luego.
El riesgo es, les vengo diciendo, la simplicidad a la que me obliga un temario tan largo y un tiempo tan escaso. Y, naturalmente, el público al que va destinada la asignatura. Un público joven, inquieto, cansado de ser exprimido en otras asignaturas, con la mente llena de otras ideas y otros memes y, sobre todo, que ha leído poco o nada. Pesadillas, si acaso, y enhorabuena. La culpa no es sólo suya, sino de todos nosotros.
Me enfrento a cada clase, perdonad la inmodestia (tengo el ego por las nubes últimamente; será la falta de peso), como si fuera el reto más grande de mi vida: el lienzo, el folio, la hora en blanco. Lo tengo todo más o menos medido, ya lo decía en un artículo anterior, pero estoy dispuesto siempre a desviarme del camino y divagar sobre lo divino y lo humano, si hace falta. De todo se aprende. De todo. Ellos y yo mismo, naturalmente.
Me enfrento a cada clase y esta primera semana el reto ha sido metérmelos en el bolsillo. Tengo algo de brujo (en muchas ocasiones soy levemente presciente, y no es coña), pero en esta clase quiero ser mago y sacar de la chistera o de la manga el as perdido en la baraja, la paloma azul que vuele sobre las miradas atónitas de los chavales que nunca han reflexionado sobre el acto de crear, que nunca han leído un libro si no es por obligación, ni se han planteado que existe eso que tanto me entusiasma: el símbolo. A veces me veo desde fuera y me imagino como Yoda, puro maestro Zen, no sé si me explico.
Por lo pronto, les advierto que la literatura no es una asignatura. Que los libros no se estudian, sino que se aman. Que dentro de las páginas de los libros que se anuncian en las páginas del libro está la vida, la vida mía y la vida de ellos, la vida de antes y la vida de ahora, la vida de todos. El objetivo del curso, grandilocuente, exagerado y sin embargo sincero es, ni más ni menos que acercar los grandes temas y los grandes clásicos de la literatura universal a la experiencia de los alumnos. O sea (y volvemos a Occam, nuevamente), que todo está inventado. Desde antes de los griegos, sí. El guión de nuestras vidas ya ha sido rodado muchas veces. Eso es lo malo y lo bueno.
Suelen quedarse a cuadritos cuando les digo alguna barbaridad perfectamente medida, para provocarlos desde dentro del candor y la sinceridad más completa: Mis mejores amigos son de papel, las mujeres que más he amado son de papel, los mejores sitios donde he vivido eran de papel. No todos entran al trapo, pero casi. Si en inglés soy impredecible, extravagario, aquí me transformo en otra cosa. Quise hacerles la jugada y, por problemas de horario, me quedé con las ganas: era mi intención, entre la clase de inglés y la de literatura, que tengo con los mismos cursos, cambiarme de ropa. Jekyll y Hyde, yin y yang, negro y blanco. No me dio tiempo y tendré que dejar la broma para otro año.
Sigo el consejo de Coppola: si vas a copiar, copia a los mejores. O de Robin Hood, no sé: roba a los ricos y distribuye a los pobres. Al hilo de que la literatura no es una asignatura, sino la vida, el primer día les he planteado una cuestión. Les mostré el cuadro de René Magritte, el de Esto no es una pipa. Y al mostrar la imagen y preguntar qué era, todos afirmaron muy seguros: Una pipa. Y yo les decía que no. Y que el dibujo mismo se los estaba advirtiendo. Esto no es una pipa. Sólo un chaval en una clase cayó pronto en la cuenta: Eso es un papel plastificado con el dibujo de una pipa. Sí señor. Y entonces me saqué una pipa del bolsillo, una pipa de verdad. Esto es una pipa, les dije. Creo que entonces comprendieron. Una cosa es la realidad y otra la representación de la realidad. La literatura tampoco es la vida, sino la representación de la vida, la vida tal como la vieron quienes vivieron esa vida antes que nosotros. Visiones contrapuestas, símbolos antagónicos en ocasiones que nos sirven a la perfección para entender nuestro tiempo y nuestros miedos de ahora.
El carnaval es una gran ayuda en esta clase, no pueden imaginarse cuánto: lo mismo me servirá dentro de unos días para explicar por qué si las cosas no se escriben se deforman cuando las dejamos a la pura transmisión oral, que me echa una mano para explicar el tema de la dualidad Jekyll/Hyde. La pregunta es siempre: ¿nos ponemos la máscara en carnaval o nos la quitamos? ¿Quién de los dos es puramente el malo, el burgés reprimido o el bohemio salvaje? Si te dejas llevar, no sé, por el alcohol y le das la tabarra a los amigos y te vuelves un peñazo inaguantable, ¿la culpa es del alcohol que te transforma o del alcohol que te desinhible y despierta una parte de ti que tienes bajo control en tus horas conscientes?
Occam, Occam siempre. Con estas edades, no hay otra forma. Y funciona (dejadme al menos creer que funciona). La simpleza de la explicación es inevitable. Nunca, por ejemplo, hasta ayer mismo, se habían planteado la mayoría de ellos que existe eso que se llama símbolo, que los libros, las canciones, las películas y los cuadros tienen más de un sentido, y eso es precisamente lo que le da riqueza. Es divertido escandalizarlos y explicarles contra qué alertan los cuentos de hadas, qué hizo el Lobo con Caperucita, por qué la niña vestía de rojo y minifalda, qué simboliza la rueca de La Bella Durmiente, o el zapatito de cristal de Cenicienta, o la serpiente que aplasta la Virgen María en su iconografía típica. Me miran como si estuviera loco, y no hay nada que me divierta más. Pero uno por uno voy notando en sus ojos que caen en la cuenta, y varios me confiesan un par de días después que han comentado en casa el comentario, y que sus padres les han dicho "toma, claro", o se han asombrado también y han visto los anuncios de la tele de otra forma.
No hay nada sencillo, pese a la navaja de Occam que tengo que aplicar por fuerza en clase, hablándoles en román paladino y recurriendo a ejemplos que puedan entender. Los ejemplos a costa del sexo suelen dar un magnífico resultado; me divierte mucho sorprenderlos también en ese aspecto. Una clase de literatura tal como yo quiero plantearla, les digo, es como el sexo. Uno solo se las puede apañar, y es divertido. Entre dos, es más divertido y además conoces gente. Entre tres o más debe ser ya la pura caña. Se ríen, pero me entienden: No quiero leer yo solo, ni interpretar yo solo, ni recitar yo solo. Quiero que me acompañen y se dejen la vergüenza en la puerta de la clase (no, Ingrid, todavía no me he subido a la silla para recitarles Oh, capitán, mi capitán, pero casi: un par de años he mandado descabalgar las orlas del pasillo y traerlas al aula para explicarles a lo bestia el tempus fugit). En mi descargo por el ejemplo sexual (que, insisto, es el que se entiende a las claras, entre sonrisas de rubor y todo), también puedo ponerme culto y explicarles el mismo caso (o sea, mi necesidad de su participación) por medio del teatro: el espectáculo de bululú, el ñaque o la compañía. Quiero que actuemos en una compañía de teatro, no hacer pantomima yo solo. Lo conseguiré a medias, como siempre.
Copio a los mejores, o más bien sigo a mis maestros. Del grandísimo Anthony Burguess retomo la idea de la clase de literatura como un viaje en tren que avanza, como la cultura, de oriente a occidente a través del espacio y del tiempo. Veremos paisajes diversos y nos bajaremos en las estaciones que consideremos interesantes (Homero, los griegos en general, la comedia romana, la materia de Bretaña, Shakespeare Shakespeare siempre, el Romanticismo, los poetas malditos; no creo que lleguemos, ay, al siglo veinte). Y muchas bromas y muchas veras, y un mensaje muy claro: leer es divertido, apasionante, inevitable.
Ya les iré contando cómo se desarrolla este nuevo viaje en tren. Ya conozco el paisaje, pero los árboles y sus flores cambian cada año. A veces hay sol, en ocasiones llueve. No quiero paraguas, ni gorrita con visera. Todo está en los libros. Yo también. Y, aunque no lo sepan, también ellos.
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