Hoy me he vuelto a enamorar... ¿Es Luis Miguel, el cantante mexicano-gaditano (irredento) quien lo canta? Pues eso mismo. Hay vida después de Buffy. Y, curiosamente, se trata de la misma serie que encandila a Joss Whedon, el creador de nuestra adorada (y por siempre añorada) cazavampiros, la serie que él mismo ha confesado le hubiera gustado idear y escribir.
Hay otro dios en el mundo televisivo, y hay otra serie que se lo está comiendo todo en el medio desde hace años. El creador y escritor de la mayoría de los episodios se llama Aaron Sorkin. La serie, The West Wing. Y, señores, qué pedazo de serie. Inimaginable en estos pagos. Heredera directa de hitos del medio como Hill Street Blues o La ley de Los Angeles, cuyos planteamientos lleva un paso más allá, como digna hija de sus padres. Si hemos visto policías, abogados, detectives privados y oficinistas, familias y médicos de urgencias o de hospital, encargados de funerarias o estudiantes de high-school, Sorkin presenta ni más ni menos que los entresijos de los asesores del presidente de los Estados Unidos, la Casa Blanca y, supongo que de manera inevitable, los destinos del país más poderoso del mundo.
Y lo hace desde una serie de ficción que resulta tan verosímil que cuesta trabajo no intentar buscar paralelismos con la realidad que nosotros vivimos. Según Sorkin, no existen: es decir, si algo sale en los periódicos, se procura que no aparezca en televisión. Nada de becarias, por ejemplo. No hace falta.
La serie es trepidante, amena, juiciosa, valiente, lanzada a tumba abierta a según qué temas. La interpretación de todos los actores, desde el ayudante del presidente al presidente mismo, roza lo sublime. Cuesta trabajo imaginar a ninguno de ellos fuera de esos personajes que ahora encarnan. De hecho, cuesta imaginar los cargos que ellos representan fuera de los rostros que les prestan los actores.
Todo y todos giran en torno a un presidente demócrata que recuerda a Clinton (pero es católico como Kennedy), casado con una doctora que aparece poco, como toda buena primera dama, y que intepreta con una facilidad pasmosa ese grande entre los grandes que es Martin Sheen (né Ramón Estévez). Sheen ya ha hecho de presidente en otras películas (incluso interpretando a Kennedy en aquella miniserie sobre la crisis de los misiles cubanos), pero los años y su talento interpretativo le permiten desarrollar un personaje, Jed Bartlet, catedrático de economía y premio Nobel, que en sus grandezas y sus defectos remite inevitablemente al Augusto que bordara Brian Blessed en Yo, Claudio. Bartlet es sereno en momentos de serenidad, pero dado al nerviosismo, el histrionismo y los deseos de venganza cuando las cosas no salen bien. Casi una enciclopedia de Trivial viviente, es capaz de atosigar a sus colaboradores con detalles peregrinos sobre parques nacionales, islas del Pacífico Sur o citas en latín. Quizá un presidente americano muy poco al uso. Contestado dentro y fuera de su partido (Quería ver un demócrata en la Casa Blanca y te encontré a ti, le acusa uno de los magistrados supremos), la serie muestra a la perfección cómo los deseos de contemporizar y no sobresaltar a la opinión pública, las ganas de quedar bien con todos (sea en el momento de impedir una ejecución o de bombardear Iraq) lo hacen frágil a los ojos del espectador. Nada es blanco y negro. Pero Bartlet es también capaz de hermosísimos momentos de dignidad, porque sabe que el cargo es más importante que él mismo, y dónde y cómo tiene que estar para según qué momentos. Su relación con los niños pequeños que recibe en Navidad en la Casa Blanca es antológica. Su reacción al hablar por radio con el telegrafista de un barco que se hunde en medio de una tormenta, lo aseguro, pone un nudo en la garganta. Nunca he visto un presidente (sea americano o no) reflejado con tanta ternura, tanta dureza y tanta humanidad como en esta serie.
Alrededor del presidente (que es, no sé si lo imaginan ustedes, el verdadero secundario de The West Wing, hasta el punto de que en el episodio de presentación sólo aparece al final), se mueven esos grandes actores de carácter que es capaz de ofrecer como nadie la industria del entretenimiento americana. Aquí se demuestra que la televisión eleva a cada secundario a la categoría de actor o personaje principal. Cada uno de ellos (y son muchos), aporta su experiencia, su comprensión del personaje, su empaque. Sin duda ayuda que los episodios estén escritos en su mayoría por una sola persona: recordemos cómo Babylon-5 demostró cómo mimaba su creación J. M. Stracynski, o la manera en que los episodios de Buffy y Angel que están escritos y dirigidos por Whedon destacan sobre el, por lo demás, excelente plantel de colaboradores de ambas series.
Los profesionales que rodean al gran padre blanco son hombres y mujeres vulnerables, frenéticos pero ordenados dentro del caos que son los pasillos y las oficinas del Ala Oeste de la Casa Blanca. Siempre pegados al móvil, rodeados por un montón de papeles que firman, leen, resumen. Pendientes de los congresistas, los militares, los periodistas. Y los grupos de presión (es impagable el enfrentamiento del episodio piloto entre los dos asesores judíos y los fanáticos cristianos de ultraderecha). Divertido y enormemente trágico el pique con el vicepresidente (interpretado con convicción por Tim Matheson); impresionante el aplomo de la jefa de prensa C.J. (Alyson Janney); de quedarse con la boca abierta con los discursos del jefe de personal Leo McGarry y su dramático pasado (John Spencer); con el simpático desparpajo del ingenioso y sarcástico Josh Lyman (Bradley Withford); el antipático pero sensible Toby Ziegler (John Schiff); el servicial pero algo fuera de lugar Charlie (Dulé Hill), el juvenil asistente personal del presidente, un muchachito negro que iniciará un romance con Zoey, la hija menor del mandatario (Elizabeth Moss); o el inteligente y apasionado Sam Seaborn (Rob Lowe en el mejor papel de su carrera), capaz de defender con igual pasión el control de armas, la educación gratuita o a una atractiva call-girl a quien pretende redimir a toda costa, no importa que su carrera política y la de sus superiores puedan correr peligro por su acción desinteresada y quijotesca.
La serie enfatiza los grandes problemas que supone estar en el sitio donde están, cómo un desliz puede causar un caos, cómo la burbuja se hincha y un detalle insignificante causa un incidente internacional o cómo los grandes problemas del momento se sobreviven con buen humor y dedos cruzados. Los diálogos son naturales, vivos, directos, humorísticos cuando tienen que serlo pero sin forzar el chiste tonto ni la maquinaria de lo ingenioso.
Y todo desde un punto de vista liberal (que eso, imagino, es pertenecer al partido demócrata en los USA). Acabo de ver la primera temporada en DVD (en USA van por la quinta) y he caído rendido a sus pies. Aquí, supongo, la acusarán de pro-yanqui o patriotera. Olvidamos entonces que, sobre el tema del poder y la responsabilidad todavía no hemos superado esa obra maestra que se llamó Moncloa... ¿Dígame?.
Qué puñetas, una serie donde el candidato republicano, el rival de Bartlet, es ni más ni menos que James Brolin, que tanto tantísimo se parece a George Bush, es para prestarle atención de partida. Y, para los puristas, supongo que casi podríamos considerar que es una serie de ciencia ficción, en tanto que hoy por hoy nos narra el devenir de una América alternativa donde todavía gobiernan los demócratas.
Ya podemos encender una vela al patrón de los programadores imposibles. Porque (oh, peligro), que yo sepa quien tiene los derechos de emisión en España de esta obra maestra es ni más ni menos que Antena 3.
Dios bendiga el DVD, de todas formas.
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