El primer mes del año ya no es enero, si lo fue alguna vez y no, como en lógica tendría que ser, el principio de la primavera. Desde hace un montón de años, el primer mes del año es septiembre, ese mes climatológicamente caprichoso que tenemos a la vuelta de la esquina. En septiembre vuelve la mayoría de la gente a su trabajo, los niños regresan al colegio, se acaban las rebajas de verano y empiezan a asomar las prendas de lo que, dicen, será la moda otoño-invierno de la temporada. Empieza, guau, la liga. Quedan atrás los estrenos veraniegos de cine y, con suerte, antes de Navidad llega alguna película con algo más de trascendencia. Las televisiones presentan sus nuevas programaciones... esas programaciones que suenan a repetido de otras cadenas y que saltarán por la borda en dos o tres semanas, en cuanto hagan cuentas con los shares y esas cosas.
En septiembre vuelven los fascículos semanales por entregas.
Bueno, ya ni eso. Recuerdo en mis tiempos adolescentes (en mis tiempos de adolescencia biológica, quiero decir; sigo siendo adolescente en muchas cosas) los fascículos encuadernables eran la sensación del momento: Fauna, de Félix Rodríguez de la Fuente. Las inevitables enciclopedias Larousse, Vector o la que tocara; el Quijote en trocitos de 22 páginas, recetarios de cocina, hasta la Biblia.
Me encantaba septiembre porque era la época en que Buru Lan Ediciones sacaba sus clásicos del cómic por entregas: Flash Gordon, Príncipe Valiente, Rip Kirby, James Bond, Modesty Blaise. Me di cuenta de que algo se empezaba a torcer cuando acabaron sacando tebeos tan aburridos (y tan mal editados) como Rahan o Halcones de Acero. Y, sobre todo, cuando dejaron de anunciarlos en televisión. Porque hubo una época, oh amiguitos, en que los tebeos se anunciaban por la tele y todo.
Luego vino la inundación de los libros de bolsillo en entregas semanales. Clásicos literarios de todos los tiempos. Policíaco. Ciencia ficción. Escritores hispanoamericanos. Bibliotecas dedicadas a escritores españoles, a escritoras (¿no es lo mismo?), a escritores de best-sellers, a libros donde habían basado películas y a libros que se habían basado en películas, a biografías. Hasta todo Tolkien en papel del malo y tapa dura. Hubo un momento en que nos vimos inundados por tantos libros y a precios tan asequibles que como resultado... bueno, como resultado se hundió la industria del libro en rústica en este país, al menos durante casi una década. Las editoriales sacan hoy mayoritariamente sus libros en cartoné, cuanto más grandes mejor, a precios desorbitados y con tiradas justitas. Poco a poco han ido recuperándose del bache y, con suerte (y coincidiendo con la llegada del verano) se reeditan en tamaño bolsillo los que consideran más atractivos (que no siempre lo son, por supuesto).
La entreguitis de septiembre, desde hace algunos años, ya no está centrada en el fascículo, en el tebeo ni en el libro. Desde hace unos años, y cada vez más, la entreguitis (honrosas excepciones aparte) se centra en vender cosas tan peregrinas como soldaditos de plomo de cualquier guerra histórica que se precie; reproducciones de zapatitos; muñecas tipo Mariquita Pérez en tamaño minúsculo; cochecitos de carreras; cochecitos utilitarios que fueron el sueño de nuestra vida, desde el 600 al Mini; armas diminutas, de fuego o blancas; muebles de época; grandes barcos veleros que se tarda siglos en montar, si es que no se te pierde algún fascículo o alguna pieza entre tanta espera; discos remasterizados; deuvedés que idem; frasquitos de perfume para adornar el cuarto de baño y no dejar sitio a la cuchilla de afeitar, el dentrífico y el jabón; cuentas de plástico para hacer collarines y abalorios; enciclopedias de bricolage; aviones de adorno y aviones para montar (ver el mismo caso de los barcos veleros); escaléxtrics de hágaselo usted mismo; cascos de soldados en tamaño dedal desde Julio César a Patton; dedales y agujas, faltaba más. Y hasta coleccionables con los secretos de Raúl, el cantante, que diganme ustedes qué secretos puede tener y cuáles se pueden contar a una niña de siete años.
Y encima los pobres quiosqueros inundados con tanto cartón y tanta promoción (¿alguien se lleva el cartón a casa, verdad que no?). La conclusión es que la gente, como ya sabíamos, no lee. Atesora. Los libros se compraban porque quedaban bien en las estanterías, pero cogen mucho polvo, y el papel se deteriora. Es mucho más bonito tener en la repisa dos docenas de cochecitos de época, cuatro baldas con los jarrones minimizados de la dinastía Ming y, colgados en el pasillo, los mosaicos de caballitos salvajes y olas encabritadas que conseguimos terminar un año y medio después de que se acabara la colección, cuando el aburrimiento nos hizo dedicarles por fin la atención que nos demandaban a gritos, aunque nos costara lo nuestro tener que leer obligatoriamente el folleto de instrucciones.
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