A tenor de lo que hoy sufrimos en nuestro país, podría decirse que la televisión, ese medio mágico que desterró la efímera popularidad del cómic, está de capa caída: rijosidades que a nadie importan de famosillos del tres al cuarto que no han hecho absolutamente nada por merecer un segundo de cobertura mediática; desvergüenzas de tarados, frikis, anormales, inadaptados, transformistas, descolocados, granujientos, travestidos y tránsfugas del sentido común que lloran, ríen, chillan, saltan, brincan, enseñan potorro, piercings o tatuajes a la hora en que, en poridad, tendrían los niños que estar viendo la tele mientras presentadorcillos o presentadorcillas de faltas de ortografía hasta en el lenguaje oral les jalean las gracias o las desviaciones y tratan en vano de poner orden en la trifulca que ellos mismos potencian, como si no se les fuera la cuota de audiencia en ello; imitadores de medio pelo de Oscar Wilde que aprovechan cualquier guirigay del resto de la manada para enseñar la pobre colita que les dio el Señor, mientras las nuevas prostitutas y los viejos prostitutos de esto de la línea catódica intentan engañarse a sí mismos y negar que son mendigos sin oficio pero con beneficio; programas infantiles que hay que ver muy de mañana, madrugando entre la leche tibia y las legañas con galletas antes de irse al cole, porque a la vuelta del cole, ay, sólo se encuentra uno lo de varias líneas más arriba; concursos de juzgado de guardia donde la gente que tiene algo de culturilla tiene que permanecer de pie bajo los focos meses y meses para conseguir llevarse a casa unas míseras trescientas mil pesetas y otros concursos de pena de reclusión mayor donde la guapa de turno o el analfabestia de la semana hace el carajote durante tres segundos, suelta la burrada más gorda y ala, al tajo con dos millones a repartir con hacienda; gentuza que no comprende que el bien más preciado es la libertad y como tal la intimidad y que por una piscina climatizada y verle de cerca las arrugas a la entusiasmada ex-progre de su época se encierran con otros doce o quince imbéciles en una casa donde no hay un puñetero libro; lo mismo pero en isla exótica donde la gente se dedica a putearse y pasar hambre y nunca vemos si los cámaras y el equipo técnico reciben por hidroavión el catering con langosta termidor y cava Juve y Camps, que es el que a mí me gusta; porteras trascendidas y mariconas con corbata de lazo que desvirtúan para siempre jamás el otrora noble oficio de periodista; teleseries españolas donde se da trabajo al mucho talento téspico que hay en casa pero a costa de plagiar de pe a pa los supuestos de series yanquis que tenemos más vistas que el tebeo y que, así y todo, resultan infinitamente mejores, o donde esté el capitán Furillo que se quite el doctor Vilches, no sé si me explico; anuncios interrumpidos cada quince minutos por el pase de películas larguísimas donde la traca final ya no la ve nadie, porque nos hemos quedado dormidos antes, que al día siguiente hay currelo; y para qué vamos a hablar de las grandes obras maestras del cine de todos los tiempos, que ya ni pasan en horarios de madrugada. Seamos sentidos y no mencionemos los informativos de cualquier cadena, desde los boes televisados a los chapapotes de acoso y derribo continuado de las tres y las ocho y media.
Y, sin embargo, la televisión que se hace hoy día es mejor que nunca. No ya por la obviedad de los medios técnicos, sino porque, desaparecido el cómic, entregado el cine a la espectacularidad visual en detrimento del desarrollo de los personajes, es en el medio televisivo donde se está haciendo eso que antes fue privativo del cine y el cómic y la novela: enamorarse de una historia y unos personajes y explorar sus vidas hasta que llegue el momento de poner el punto final porque ya se ha contado todo lo que importaba.
Hace muchos, muchos años, antes de que la educación de este país se dejara no en manos de los profesionales con título homologado por el ministerio de la cosa, sino de las cadenas privadas de televisión (un inciso para recordar que aquí no existen cadenas "públicas"), cada día de la semana tenía una característica especial: los lunes, por ejemplo, Es usted el asesino. Los martes, qué sé yo, El túnel del tiempo. Los miércoles, Ironside. Si piensan que he remontado mucho en el tiempo, saltemos diez o quince añitos y recordemos que los jueves era el día de La ley de Los Angeles, o el domingo el de Canción triste de Hill Street.
De pronto la oferta se quintuplicó, y en vez de volvernos locos intentando programar los videos para ver las series que nos interesaban, por si las emitían a la misma hora, la gama televisiva española se convirtió, supongo que a mayor imitación de las horteradas italianas, en la misma cadena repetida, el mismo programa reciclado una y otra vez: hagan ustedes zapping y comprueben. O mejor, no se tomen la molestia y no lo hagan. Ahora cualquier noche es la misma noche, con los berridos y las cuchufletas del, en otro tiempo, reverenciado señor Sardá; y cualquier tarde es la misma tarde, con las peripecias de los famosillos y los aspirantes a hazmerrerír del barrio contándolos lo mismo en vez de acudir a un psicólogo o a un confesor, que además son gratis; y cada mañana es la misma mañana, por más que cambien en cada cadena la carita del aspirante a despedido que pretenda hacerle la competencia a la señora de Málaga, clónicos de don Karlos Arguiñano incluidos en las mismas franjas horarias. De los culebrones no creo siquiera que haga falta acordarnos del mal día en que don Jesús Hermida nos los colgó de la espalda.
La gran baja colateral de la contraprogramación que nos asola han sido, naturalmente, las teleseries. Víctimas de los concursos, de los reality shows, de la telebasura, hemos perdido la principal característica creativa de la televisión como medio. Hemos perdido veinte años de series; unas, porque nadie se atreve a comprarlas y emitirlas; otras, porque se compran y se emiten a la hora en que los serenos van dando cabezadas; otras porque se compran y se emiten cuando les sale de los cojoncillos al programador de turno, que debe de estar conchabado con el señor Casamayor, lo cual obliga a que sean sonoros fracasos de audiencia.
De vez en cuando, comprendiendo todo lo que se ha perdido, y para rellenar huecos en verano, alguna televisión suelta de una tacada, todos los días más o menos a la misma hora, temporadas completas de alguna serie interesante. Pero eso nos obliga a estar clavados en casa a determinadas horas, porque ya ni siquiera se puede programar el video: las series jamás coinciden con las supuestas horas de emisión, lo habrán sufrido ustedes en sus propias cintas. Con todo, es un mal menor. Dichoso aquel que tiene Babylon-5 grabado de televisión española en su pase los sábados de madrugada. Y dichoso el que no se sabe de memoria capítulos enteros de El príncipe de Bel Air o Matrimonio con hijos, o cómo hacer unos odiosos Simpson de carne y hueso aunque la hija esté de toma pan y moja. A veces, por poner el ejemplo definitivo, alguna de esas series hasta triunfa a pesar de la mala fortuna con las que se emiten en las cadenas generalistas: recordemos el caso de Expediente X o ahora, parece, CSI.
El gran absurdo de todo este desbarraje es que ahora, para ver las pocas series interesantes que se emiten en este país nuestro, hay que retratarse y acudir a los canales de pago: soltar una pasta gansa para poder seguir lo que, en la mayoría de las teles del mundo, se emite "gratis" o en abierto y que en cualquier país normal coparía los índices de audiencia.
Y todo esto, insisto, para poder certificar de buena tinta que la televisión que se hace ahora, a niveles creativos, a niveles técnicos, a niveles de profundidad de caracteres y de desarrollo de premisas es mejor que nunca. Series como Buffy Cazavampiros o Angel, o esa maravillosa The West Wing de las que ya les escribiré dentro de unas semamas, tienen detrás de sí un bagaje, una experiencia, una energía narrativa, un saber contar historias, un respeto a su propia continuidad y a la biografía particular de cada personaje que no se ven ya en el cine y tampoco en la historieta. No sólo esas: una serie como Sexo en Nueva York eleva a la categoría de magistral sarcasmo la lucha entre sexos y la coprolalia más atrevida; ya nadie podrá contar historias de la mafia sin tener en cuenta cómo la retratan Los Soprano, como cualquier serie de policías y ladrones nunca podrá evitar el referente de Hill Street Blues ni los abogados a McKenzie y Brackman de La ley de Los Ángeles, ni podrá leer un tebeo de Red Sonja o de Conan sin recordar las piruetas de Xena con su shakrán o de Hércules con sus muñequeras de diseño. La penúltima maravilla que me ha tenido enganchado (en canal de pago, claro, antes de que telefive se la cargara en horarios de locos) es Band of Brothers, titulada Hermanos de sangre en castellano: la historia verídica de la Easy Company en la Segunda Guerra Mundial, heredera estética de Salvar al soldado Ryan donde se muestra la contienda y sus efectos de una manera crudísima para tratarse de un medio televisivo tan estructurado en segmentos de cuarenta minutos y cuatro actos; la compañía Easy, lo recordarán ustedes, es el cuerpo del ejército donde el Sargento Rock hizo de las suyas en mundo del tebeo, y desde luego que la serie tiene su espíritu trágico y fatalista.
Mis últimos enganches en privado (o sea, buscando por mi cuenta y a cuenta de mi cuenta) son a series antiguas que intento recuperar en DVD, aunque sea en versión original, ya lo saben ustedes: La simpar Fawlty Towers, la gamberra Men behaving badly (no se preocupen, cualquier día hacen una versión/plagio situada en Vallecas y nos contentaremos), esa maravilla que es Robin of Sherwood, El enano rojo (porque aquí tampoco se atreverán a sacarla en dividí, claro) y ando a la caza del Sherlock Holmes definitivo, el de Jeremy Brett.
Vamos hacia una cultura hermética. Porque antes podías hablar de qué habíamos visto en la tele la noche anterior, y hoy para contarle a alguien las excelencias del crossover entre Buffy y el episodio de Angel tienes que acudir a internet, porque en cien kilómetros a la redonda no comparte esa afición contigo nadie. Es el gran mal de los que sabemos un poquito idiomas: cómo comentar con los demás amigos el juego de palabras, la expresión malsonante, el ingenio verbal de John Cleese o el desvergonzado Lister... porque tenemos que saciar las aficiones en otro idioma.
Una cultura hermética, sí. O lo que es lo mismo: una cultura selectiva que podrá perderse al estar en boca y ojos de unos cuantos. Siempre será más fácil y más barato colocarle un micrófono a un indocumentado para que diga burradas ante las cámaras. Si esto sigue así, en el futuro, las generaciones venideras no recordarán con anhelo las aventuras y desventuras de los héroes y antihéroes de las series de este momento o de los momentos futuros. ¿De qué hablarán? ¿Del ceceo de los cantantes de OT? ¿De las muletillas de los falsos cobayas de Gran Hermano? ¿De las pasadas de pepsiómano de cualquiera de los vividores que asoman el careto y la palma en Tómbola?
Una cultura hermética implicará una generación sin referentes. Una generación sin mitos y sin hitos. Sin historia.
Nos ha pasado ya con la historieta, que ha ido perdiendo poco a poco (o quizá de sopetón) el enganche con el público. Nos ha pasado con el cine, rendido a las explosiones y las palomitas y a la falta de rigor temático.
Y nos puede pasar con la televisión. El último reducto que nos queda, dormido el tebeo, en otra onda la gran pantalla, para crear personajes memorables, para vivir aventuras y miserias, para desdoblarnos en otras vidas y reír los guiños cómplices y aplaudir las grandes gestas.
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Categorías: TV Y DVD