No sé si me gusta más el Billy Wilder entregado a la comedia o el Billy Wilder volcado en el drama. Si, como dice Fernando Trueba, Wilder es el mejor guionista de cine del mundo (y, para mí, Con faldas y a lo loco el mejor guión de cine que he visto jamás), uno tiene tantos ejemplos a mano, y además tan bien realizados, que cuesta trabajo comprender por qué se ningunea además el trabajo de Wilder como director. Porque una cosa va con la otra, y la sobria y elegantísima puesta en escena de esa otra maravilla suya que he visto estos días, El apartamento, lo corrobora. Desde los homenajes a King Vidor o los sobrios movimientos de cámara y las situaciones que preludian gran parte de lo que otros autores más menores (me viene a la cabeza Blake Edwards) harían una década más tarde, El apartamento es nuevamente cine puro, literatura de imágenes en movimiento, un recital artístico por parte de todos los que colaboran en hacer de esta ¿comedia? ácida un fiel reflejo de cómo somos los seres humanos en el torbellino de la masa de otros seres humanos que nos manipulan.
Nunca ha sido más vulnerable Jack Lemmon (que venía de dar rienda suelta a su histrionismo un año antes en Con faldas y a lo loco y que aquí apunta ya algunos gestos sobrios y doloridos de su gran personaje de Missing), ni más angelical, inocente, pura y pecadora al mismo tiempo la grandísima Shirley McLaine (que, perdonen ustedes el inciso, debe ser el personaje de donde Joss Wheedon sacó a su Willow). Que Fred McMurray accediera a hacer ese jefazo aprovechado, sinvergonzón y cómodo, cuando en su carrera lo hemos visto siempre haciendo de presidente consorte o de pater familiae entregado, es otro de los grandes aciertos de esta película que no pierde ni un minuto en desglosar el absurdo de la situación de un pobre oficinista convertido en... ¿proxeneta? ¿alcahuete? ¿prostituto él mismo?
Hay elementos de contacto entre los personajes de Lemmon en esta película y el de William Holden de El crepúsculo de los dioses, y hasta se comparte un punto de la amoralidad aprovechada del saxofonista Tony Curtis de Con faldas...: Los tres personajes se enfrentan al final a sí mismos, a la situación que ellos mismos o las circunstancias les han plantado por delante, y recuperan in extremis una dignidad que, en ninguno de los tres casos, parece asegurar un final feliz: la muerte de Holden o el final abierto, con frase genial, de las otras dos películas.
Hay también algún punto de contacto entre Shirley McLaine y el personaje Sugar Kane que bordara Marilyn Monroe: ambas son perdedoras natas que se enamoran de el/los hombres/s que no deben, y lo hacen sin perder un ápice de su ingenuidad y de su encanto. Si Marilyn (a quien Wilder y Diamond hacen su particular broma-homenaje al principio, y hay que escuchar la versión original para comprobar cómo la rubia pechugona que visita el picadero imita la voz de la estrella) reconoce no ser muy inteligente y estar condenada a perseguir saxofonistas, McLaine no sabe ortografía y tiene que contentarse con hacer de Caronte que lleva arriba y abajo a aspirantes a trepa, sin que ella misma logre ascender de escalafón nunca, puesto que no es capaz de disociar negocio de sentimiento, y es eso lo que la lleva al intento de suicidio.
Si la situación de partida se prestaba al chiste grueso (en España este película se habría llamado "El picadero" y ya pueden ustedes imaginar a los actores gritando y gesticulando y diciendo tres tacos cada cuatro palabras), la elegancia es lo que prima en todo momento. Lemmon hace maravillas con su expresión corporal: le basta un resfriado y un puñado de pañuelos de papel para comunicar su enorme sensación de soledad: casualidad o no, cuánta fuerza hay en esa escena ante el teatro cuando espera a McLaine y el viento se lleva uno de sus kleenex mientras él se siente (como nosotros) abandonado y confuso. El toque Lubitsch en forma de espejo roto por el que Lemmon reconoce quién es la amante secreta de su jefe es otro de esos momentos magistrales que Wilder muestra con la sencillez del genio que es capaz de hacer que todo encaje: Cuánta ternura, cuánto dolor en los movimientos de Lemmon cuando retira del cuarto de baño las pastillas, la cuchilla de afeitar, todo cuanto pueda rematar el intento de suicidio de la dulce enamorada de otro hombre. Y qué inteligencia, qué lección de saber hacer cuando el gag del rostro enjabonado no conduce a una situación desternillante, sino a un recordatorio de la tristeza del momento, del peligro de saber que la mujer que uno ama puede desaparecer de un momento a otro, no ya sentimentalmente, como comprobó esa misma mañana (de Nochebuena, para colmo) sino físicamente.
La alienación, la prostitución como medio de supervivencia, el amor como débil baluarte contra una sociedad deshumanizada. Todo con una sonrisa triste, dolorida. Hace más de cuarenta años ya exploró ese territorio, con su acierto magistral, el pequeño Billy Wilder.
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