En el patio diminuto que tenemos en casa, junto a la cocina, mi mujer tiene seis macetas y una buganvilla. Da poco el sol, desventajas de que un gigante de treinta pisos nos manche de sombra.
Ella riega las macetas y a veces, como anteayer, sale alguna flor. Ninguna tan hermosa como la de ese día: un hibisco rojo enorme que apareció de pronto, mirando hacia la puerta, casi como una criatura extraterrestre, una vaina de la invasión de los ultracuerpos, pero en bello.
Mi mujer me llamó alborozada y durante unos minutos contemplamos embobados lo que no puedo describir sino como un milagro: una vida en explosión, preñada de promesa, un desafío.
Por la noche, vimos al hibisco cerrar sus pétalos y dormir.
Y al día siguiente no volvió a abrirse. A mediodía, cayó marchito al suelo. Sólo existió un instante, fugaz, para nosotros, pero nos hizo partícipes, en su altanera belleza, en su silenciosa muerte, de la odisea mágica de su vida.
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