Hace 41 años que murió Marilyn Monroe. O quizás murió Norma Jean Baker y empezó a nacer el mito Marilyn.
Escribí este relato, Río sin retorno, como homenaje y también como what if cruel. ¿Qué habría pasado si Marilyn no hubiera muerto aquel día, asesinada o por sobredosis? Posiblemente, lo que se cuenta en esta historia.
Te miras en el espejo, Marilyn, buscando en tu reflejo una apariencia que no es, más allá del carmín que te mancha la boca, por encima de la nube de alcohol que te enturbia los ojos, deseando no ver las arrugas del rostro, el clarear en tu pelo, las manos huesudas que parecen de pájaro, mientras una lágrima de añoranza se queda prendida en las pestañas postizas, lo único sin duda que no ha cambiado demasiado desde ayer. Cómo duele ser testigo del paso del tiempo en tu cuerpo, de las manchas de los años en tu piel. En la cama, el jovencito se estira y da la vuelta, agotado por el peso desbordado de tu pasión. Con el remordimiento de siempre piensas que podría ser hijo tuyo, Marilyn, pero nunca tuviste hijo ninguno. Muchos maridos, infinidad de amantes, casi todos ahora tan jóvenes y dulces como él. Pero nunca un hijo. Nunca un padre. Sólo una madre loca que se dejó seducir, como tú te dejaste tantas veces, Marilyn, como tú seduces ahora para espantar el espectro de la soledad y el desencanto. ¿Te dijeron que tu padre se llamaba Stanley? Stanley, sí. Panadero ambulante, nada menos. Hoy podría ser un viajante bohemio como los de las obras de Arthur Miller, no un fracasado al que jamás has llegado a conocer, un donjuán callejero que dejó una hija ilegítima en manos de una muchacha inestable que se pasó media vida en manicomios, convirtiéndote a ti a cambio en transeúnte de orfelinatos y hogares adoptivos donde jamás pudiste echar amarras de persona normal. Tienes algo de banshee en tu historia, Marilyn, te lo decía Jim Dougherty, el primero de los hombres a los que satisfaciste a cambio de que te hiciera infeliz. Tienes algo de banshee, muñeca, pero la mala suerte te la quedas para ti sola. Di Maggio no era tan folklórico, y Arthur no perdía el tiempo enseñándote nada: antes al contrario, por muy intelectual que fuera sólo quería aprender de ti, chupar de tu personalidad como chupaba de tu cuerpo, convertirte en excusa para redactar sus libros. A los demás ya casi ni los recuerdas: Bobby Slatzer, Randall Maverick, el cantante de rock, los jóvenes actores de cine, aquel otro escritorzuelo francés. ¿Cuántos maridos, Marilyn? ¿Ocho? ¿Diez? Zsa-Zsa Gabor debe de llevar la cuenta por ti. O Liz Taylor y su gusto por los galeses borrachos y los errores repetidos. Tú hace tiempo que dijiste basta. Eres una banshee, de acuerdo, Marilyn. Debe ser verdad que el matrimonio no se hizo para ti. Los hombres ya son otra cosa, ¿no es verdad? Nunca pudiste pasar sin ellos, ni cuando eras hermosa ni ahora que los diamantes han dejado de ser tu mejor amigo y tu corazón no pertenece a papi, ahora que sólo tienes el pasado a las espaldas y un vacío enorme por remendar con otros brazos. Bachiller en sexo, diosa del amor durante cuántas décadas, ni lo sabes, ya has perdido la cuenta. Después de la muerte de Jack, después de la muerte de Bobby ya no mereció la pena seguir coleccionando anillos. Fuiste el sueño dorado de los hombres por todo el mundo, poster pegado a un millón de paredes, deseo convertido en semen en la mano de los soldados en Corea y en el Nam, lástima que ya tus fotos no produzcan ese placer morboso de antaño, lástima que hacia el final de la guerra dejaran de pedirte autógrafos, una caricia furtiva, el roce de un pezón o el calor de un apretón de labios. Ya estás pasada de moda, Marilyn. Ahora todos se fijan más en esas aprendices de estrella que te imitan, sin el candor que tú fingías, reduciendo a un arquetipo el personaje que tantos esfuerzos te costó labrar. La imitación sin gracia te desvirtúa, te devalúa, convierte en provocación y descaro lo que tú quisiste que fuera ingenuidad y desinhibición. Allá ellas, Marilyn. Tal vez algún día se verán como te ves ahora tú, frente a un espejo que no te miente, aunque te duela, frente a unas arrugas que las operaciones de estética no han podido detener. Se apagará su estrella como se ha ido apagando la tuya, poquito a poco, desde las peleas con Wilder, o con Cukor, a los desplantes de Donnen, la indiferencia de Thorpe, el desencanto de Jewison, la ignorancia de los estudios y del público. Se apagará su estrella y su nombre dejará de aparecer en letras grandes en pleno corazón de Broadway, como te sucedió a ti, la cuidada aliteración de tu pseudónimo reconvertida al tercer renglón, en letra pequeña, como al principio, reducida a comparsa en eternos shows televisivos, hoy soportando las gracias de Lucille Ball, mañana dejando que los aplausos se los gane Carol Burnett, un par de episodios nostálgicos con Jane Russell en Vacaciones en el Mar, la enfermera estúpida de Santa Mónica, la competidora fracasada de Jane Wyman en su melodrama de celos y valles y viñedos. Ya no eres diosa del sexo, Marilyn. Te has convertido en una caricatura y ni siquiera de ti misma, sino de Mae West, de los pechos desorbitados de la desgraciada de Jayne Mansfield, que con tan mala pata te imitaba antes a ti. Se te fue marchitando la carrera a la par que la belleza. Ya hace tiempo que no usas chanel número cinco, sino seda para ocultar que todo tu cuerpo se desgaja, y cuando no te mira nadie usas las gafas que Negulesco te obligó a enseñar a un público que entonces estaba dispuesto a aceptarlo todo de ti, menos tu afán por demostrar que eras actriz. Tuviste que volver a las andadas, ya madura, y con tus huellas en el paseo de la fama y todo no te fue posible escapar a lo que más temías. Los productores, sus caprichos. Ya no eras una niña pero tuviste que continuar chupándoles la polla, como en tus inicios, mendigando un papel que después ni siquiera conseguías. Perra suerte, lo último interesante que te ofrecieron fue con John Holmes, pero tu degradación se paró apenas a un paso de aceptar convertirte en una nueva reina del porno: le doblabas la edad a Linda Lovelace, sentiste vergüenza al pensar que los soldados supervivientes de Corea o de Vietnam harían comparaciones crueles entre tu cuerpo desgastado y la carne jovial que asomaba entre satén rojo en aquel primer número de Playboy. ¿Qué te dijo Elvis cuando rodásteis Cita en Las Vegas, quizá tu última película de importancia, antes de que por fin todo se viniera cuesta abajo? Tendríamos que morirnos jóvenes, Marilyn. Para ser un mito hay que morir de pie, como los árboles. Curiosa filosofía para un muchacho que no era más que escoria blanca, pero ahora reconoces que al menos él se salió con la suya. Un poco tarde quizás, pero ya forma parte de la leyenda, un recuerdo perenne, joven y eterno, mientras que tú estás aquí, sola y vencida, vendida, frente a un reflejo cruel, ante un chiquillo dormido que sin duda sólo quiere utilizarte para intentar convertirse en una estrella a tu costa. Si supiera... Te secas la lágrima amarga, retocas el carmín corrido de tus labios, desprendes las pestañas postizas y diriges casi por acción refleja la mano hacia el frasco de Nembutal, una, dos, tres píldoras, las que hagan falta, cuesta tanto conciliar el sueño, huir de la realidad, no aceptar la decadencia, Marilyn. Vuelves a la cama, tambaleándote, te haces hueco entre las sábanas, sientes el cuerpo cálido del adolescente, envidias la juventud que tú jamás podrás volver a tener, y por fin mirando el techo te quedas dormida y sueñas un sueño imposible, una pesadilla dulce y anhelada que te dice que has muerto veinte, treinta, cuarenta años antes, en la flor de la edad, como Elvis quería, de pie, como los árboles, un hermoso recuerdo para los combatientes de Corea y de Vietnam, un amor imposible para generaciones venideras, el mito en su apogeo, Marilyn. Eterna en la belleza, inmortal en el brillo plateado de las pantallas, dulce y picante a la vez, una princesa de ensueño para la nostalgia. Se lo cantaste a Robert Mitchum y además lo tienes inscrito en el pórtico de tu misma casa: es un río sin retorno, aquí mi viaje se termina.
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