Con familias como esa, ¿quién necesita irse a hacer la guerra fuera de casa? Me he pasado unas cuantas tardes de fábula repasando en DVD una de las mejores (si no la mejor) series de televisión de la historia: Yo, Claudio, la adaptación portentosa de Jack Pullman sobre los ya de por sí portentosos libros de Robert Graves: Yo, Claudio y su secuela, Claudio el dios y su esposa Mesalina.
Varias veces he visto esta serie: en su estreno televisivo español, allá por el año 79, creo que en una tele en blanco y negro (la serie es originaria de 1976). En alguna reemisión posterior, e incluso en video. También, naturalmente, he leído los dos libros (el primero de ellos en un par de ocasiones). Sin embargo, gracias al DVD, es la primera vez que puedo ver los trece capítulos de la serie en su versión original, oyendo las voces reales de los actores (y qué actores), sus inflexiones británicas y su magnífica imitación de los acentos bárbaros de los esclavos procedentes de las provincias del Imperio.
Por muchas veces que se vea esta serie (y estoy seguro de que la volveré a ver), siempre se descubre algo nuevo. O, mejor dicho, siempre se ve con el asombro de la primera vez. La trama familiar y política es tan convulsa, las motivaciones de los personajes son tan complejas y a la vez tan meridianas que ver cómo avanza la trama supone siempre un ejercicio de descubrimiento, no de recuerdo. Ya no se hacen series así. Quizás no se hicieron nunca: cierto que el soporte video ha quedado algo obsoleto (y mi versión DVD, la que se editó hace un año y pico, en siete discos, no es precisamente un trabajo sobresaliente: la copia no está remasterizada, sino volcada directamente del video, me parece), y que algunos de los poquísmos efectos especiales de montaje parecen casi de programa infantil. Pero la maestría está precisamente ahí: en hacer teatro filmado, en interiores, escamoteando sabiamente los dos o tres momentos de falso aireo de la acción: el palco del circo con el sonido que avisa que donde nosotros estamos hay una turba ansiosa y unos gladiadores que se matan o fingen que se matan; las escalinatas de acceso al Senado donde vemos que los cabellos y los pelucones de los actores se agitan con una brisa de doscientos veinticinco voltios; el mercado del Foro donde se encuentran causalmente unos y otros mientras compran abalorios y ven pasar la guardia pretoriana...
Ese ritmo narrativo lento, expositivo, perfectamente medido hace que cada capítulo sea una pequeña bomba de relojería. A veces se conserva el flashback del viejo emperador que escribe sus memorias y la historia funciona como paréntesis de sus recuerdos; a veces se entra directamente al capítulo sin hacer mención a que estamos viendo una historia subjetiva, aunque parezca que el deseo del viejo emperador chocho y tartamudo es la de ser objetivo en todo momento y fijar la realidad de la historia.
Jack Pullman es inteligente y una revisión a estas alturas de un trabajo que ya me encandiló cuando apenas tenía veinte años me demuestra precisamente eso: cómo juega en su adaptación (dirigida por Herbert Wise con pulso envidiable) con la idea de que Claudio se considera el bueno en un mundo de malos. Claudio es tonto, sincero, tarado, víctima. Y los que él considera castos y puros, los republicanos como él, los frutos dulces del árbol de la familia Claudia, se nos muestran como jóvenes esbeltos y bellos, sin las trazas de podredumbre y deterioro físico y moral que vemos en los personajes negativos. Claudio, porque escribe la historia él mismo, siempre sale a flote, quizá porque considera que con los mimbres de su cuerpo y su vida pocos cestos pueden hacerse: Claudio se hace el tonto y al final admite que es tonto en efecto (su matrimonio con Mesalina lo demuestra), pero poco a poco va cayendo también en un deterioro gradual que se guarda muy mucho de mostrar. Claudio se sabe bueno, y por tanto es inocente de las acusaciones de perversión de las que le acusa la propia Mesalina (y, en su libro, el historiador Suetonio). Comete incesto con su sobrina Agripinilla pero, ah, queda a salvo porque es un matrimonio de nombre, no consumado. Lo vemos rendido al alcohol y la molicie en los últimos tiempos de su reinado, enloquecido y encerrado en su estudio pero, claro, sabemos que todo lo hace porque tiene un fin: restaurar una república imposible y hacer que se cumpla una profecía. Claudio se salva a sí mismo como político, como persona moral, como historiador incluso. El pecado lo deja para los demás. Y Pullman, que es inteligente, insisto, le sigue el juego pero muestra claramente cómo en un capítulo su asesor es bueno y honrado y al siguiente, el último, es corrupto y planea su muerte. Nadie está a salvo de la podredumbre, nadie puede mantenerse íntegro en esa Roma que se parece tanto, tanto a nuestra propia época.
Esa podredumbre se nota especialmente en la manera en que los personajes envejecen. El maquillaje de hace más de veinticinco años puede parecer algo teatral en ocasiones, pero en casos como el de Tiberio, por ejemplo, ejemplifica por fuera cómo es el alma del eterno perdedor que fue el emperador por dentro. Otro tanto pasa con Livia, el gran personaje de la historia, la mujer hermosa y cegada por un amor absurdo por un hijo calzonazos que no duda en ningún momento en eliminar a quien se interponga en el ascenso de ese hijo inútil, aunque sea su marido o su otro hijo, Germánico. El deterioro físico refleja en forma de póstulas y llagas la suciedad moral a la que se someten en su camino al poder.
¿Se puede destacar una actuación por encima de las demás? Creo que no. Todos están perfectos en sus papeles y en su encarnación de esos personajes históricos que fabuló Graves. Hasta el secundario con dos o tres líneas de diálogo cumple a la perfección su función, y es sintomático que alguno de los comparsas de la historia aparezcan en algún capítulo, desempeñen su función de asesinos o de marionetas y luego no se les vuelva a mencionar jamás: ya podemos imaginar qué les puede haber sucedido, sin duda la realidad será más terrible. Desde Brian Blessed interpretando a un Augusto sencillamente magistral (¡cómo quema su mirada!), hasta un John Hurt que tiene en su Calígula a uno de los grandes personajes de todos los tiempos, pasando por una divina Sian Phillips y, naturalmente, ese histrión tocado por las musas que es Derek Jacobi, todos componen un tapiz rico e inmenso, acercando nombres de leyenda a las pequeñas miserias de la vida.
Un drama épico, arrebatador, intenso. Jack Pullman (el hombre del lago de la profecía de la Sibila, igual que Robert Graves lo es el de la tumba, un juego más de inteligencia donde se dice sin decir cuál va a ser el triunfo en el futuro del emperador envenenado) no solo ha mamado de Shakespeare. Tal vez sea el viejo Will reencarnado.
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