Con demasiado retraso llega a las pantallas la nueva entrega de una serie de ciencia ficción que en su día sirvió para lanzar al estrellato tanto al sobrevalorado Jim Cameron como al inexpresivo Arnold Schwarzenegger. Conflictos de intereses, horarios, divorcios, subidas a la parra y, me parece, no tener claro cómo continuar la saga (o no tener presupuesto para continuarla como Dios manda) hicieron que la posibilidad de disfrutar de una nueva entrega de las piruetas temporales del androide protector y el apocalipsis aplazado a ratos se fuera quedando arrinconada.
Ahora se estrena por fin Terminator 3: la rebelión de las máquinas, y en efecto puede decirse que ha pasado demasiado tiempo entre esta película y la anterior entrega. Eso se nota sobre todo en el aspecto físico de Arnold, en cierto distanciamiento humorístico en alguna de esas escenas que parecen sacadas de un dibujo animado del Correcaminos y el Coyote, y en algún chiste autoreferencial (el del psiquiatra) que no puede pillar el público si antes no se ha repasado en un par de tardes los dos capítulos anteriores de la historia.
Dicho lo cual, la película no solo no decepciona, sino que llega a emocionar por momentos. Además de ser un suma y sigue del argumento principal (la llegada del juicio final y la destrucción de la humanidad a manos de su propia obra), el primer tercio de la cinta se convierte en un remake poco disimulado del primer Terminator, siendo la segunda mitad un remake del segundo y, por fin, convirtiendo el desenlace en un importantísimo empujón hacia adelante a lo que indefectiblemente tendrá que convertirse la saga. Sin Cameron a los mandos, la historia no se resiente: es más, después de una pirueta sobre vacío tan enorme como fuera T-2 (donde el asombroso recital de efectos especiales y la inclusión del T-1000 se comían una historia que por problemas de montaje, como sabemos se quedó en nada), al nuevo director no le duelen prendas en homenajear claramente al maestro y a su saga, pero es capaz de coger al toro por los cuernos y llevar la trama a un paso adelante del que no puede haber retroceso... O no. En cierto sentido, la película se me antoja parecida a Huida del Planeta de los Simios, la tercera en la saga original de los años setenta y la que también creó la paradoja y empujó una franquicia que había quedado muerta tras Regreso al planeta de los simios: en la misma secuencia final en el refugio nuclear solo faltaban James Franciscus y Charlton Heston dispuesto a detonar la bomba.
Una de las lacras del cine actual es la enorme cantidad de tiempo que se pierde en escenas hiperespectaculares que además no se ven bien y que no añaden nada a la trama. Si no tienes nada que contar, destroza, parece ser el lema del nuevo Hollywood que nos ha tocado vivir. Los temas más interesantes de la película (y de la saga toda), la posibilidad de eludir al destino o retocarlo, con el no menos importante asunto del libre albedrío de por medio, se tocan de puntillas entre tortazo y explosión. Cierto que el ritmo narrativo apenas decae en toda la proyección, pero se echa en falta algo más de profundidad en algún momento puntual. Porque si Terminator era una paradoja temporal cerrada y Terminator 2 una paradoja abierta, este nuevo T-3 aúna las dos corrientes... y es capaz de crear una interesante paradoja propia. Se ve venir que en futuras entregas (si las hay, y ojalá que las haya), el androide de Arnold tendrá poca intervención: los efectos digitales pueden crear una nueva versión de la Muerte medieval en esos esqueletos de titanio que, en la guerra futura, no necesitarán una cobertura de carne. Tampoco el personaje de John Connor tendrá por qué ser el centro de las tramas: ya hemos visto que el objetivo de la bella Terminatrix es eliminar a quienes habrán de ser sus apóstoles, incluida su propia esposa futura.
Pero la paradoja está servida: Este nuevo modelo de tostadora-terminator que Arnold encarna por tercera vez (o por primera, vale, puesto que en ningún momento ha sido el mismo androide en las tres películas) se confiesa asesino en el futuro del mismo John Connor a quien ha salvado por activa y por pasiva infinidad de veces. Reprogramado por su esposa y enviado al pasado, inmediatamente cuenta lo que ha hecho. El Terminator tiene más claro que Connor y la chica la paradoja (y su despedida final tiene un regusto tenebroso y feliz al mismo tiempo, en tanto puede significar tantas cosas): enviado al pasado después de engañar al líder humano en el futuro, ganándose su confianza y matándolo, el propio hecho de avisar a Connor de lo que va a hacer dentro de veinte o treinta años ha puesto ya en sobreaviso al jefe de la resistencia contra las máquinas. ¿Es posible extrapolar que entonces en ese futuro Connor recordará que un Terminator con la cara de Arnold lo matará y, por tanto, evitará que lo mate? Y si no lo mata, ¿no lo enviarán entonces al pasado a avisar de que va a matarlo y, de paso, a salvarlos del holocausto termonuclear que aquí hemos visto? La duda metafísica que acompañará a Connor en el futuro es peliaguda: ¿debe dejarse matar para que el círculo se cumpla y su esposa pueda alertarse a sí misma y a él mismo de lo que les espera? ¿O evitar su asesinato, posponiéndolo como ya ha pospuesto al menos una vez el apocalipsis, abriendo camino al futuro y sin embargo alterando el pasado? En ambos casos, la paradoja implicaría que el Terminator-Arnold no viajría al pasado que es nuestro ahora... y por tanto esta misma historia que acabamos de ver no existiría. Ni el futuro, ni el pasado, ni el presente serán lo que eran.
Destacar que, aunque con un físico mucho más de agradecer, la Terminatrix no supera al T-1000 en cuanto a ominosa amenaza. Y que, más allá de las imposibilidades físicas de comunicaciones por radio en mitad de una guerra termonuclear, alguien tendría que advertir que los camiones-grúa como los de larga persecución de rigor en modo alguno pueden alcanzar las velocidades de vértigo que aquí se muestran.
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