No lo puedo remediar. Me aburre el campo. Bueno, el campo o lo que entendemos hoy en día por el campo: el inevitable chalecito donde emigra el personal para descansar trabajando como un mulo el fin de semana o las vacaciones enteras: que si el césped, que si el gramón, que si la barbacoa, que si la piscina...
Es más fuerte que yo. Soy de ciudad. Pequeñita, pero ciudad al fin y al cabo. De pueblo grande, vale, pero marinero. Necesito oler el Atlántico, necesito tener cerca mi ordenador, mis tebeos, mis libros, mi desorden. Así es como yo descanso, rodeado de mis cosas y mis ruidos, convirtiendo en un arte el arte de no hacer nada, normalmente haciendo cosas que me relajan como escribir, traducir o ver deuvedés.
Sé que es un defecto. La naturaleza es hermosa y todo eso. Pero me aburre el silencio de las cinco de la tarde en un chalé adosado, o el crujido de las ramitas entre los pinos. Soy comprensivo y reconozco que el coñazo que dan las moscas no se le puede achacar a nadie. Y siento una especie de envidia y admiración algo absurda cuando veo que hay gente que posee un árbol.
Pero en esas estoy. Voy un día de campito y a la hora y media (justo después de comer) ya estoy deseando volver a casa, a las cuatro paredes y al montón de libros, al zapping y el tumbing y los paseítos diarios entre la mesa del comedor y el sofalito...
Beatus Ille, vale, lo que tú quieras, Horacio. Pero a mí el campo me aburre, y no porque hoy en día no tengamos ya a mano un televisor, o un portátil, o un móvil hasta en el rincón más perdido del mundo. Me aburre y es más fuerte que yo mismo. Un algo irracional, me temo. Voy por un día y me parece que estoy fuera de casa (y fuera de mí) por lo menos un año. Cuando digo que si me tocara un quinielón me compraría un barquito y me iría a los Mares del Sur, a una de esas islas paradisíacas que tan bien conoce Corto Maltés, sé que en realidad no soportaría estar viviendo en una postal más de un cuarto de hora... tirando por largo.
Y es que Horacio (y Fray Luis, que lo tradujo) en realidad se estaba burlando de todo eso que luego hemos querido ver como loa a la vida retirada. Búsquese y compare el final del verso original y se verá cómo el viejo prestamista, ya en los tiempos de la Roma imperial, no hablaba tampoco en serio.
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