Vuelvo a la carretera. Los viejos blogueros nunca dicen nunca. Por si quieren ustedes continuar, aquí seguiré mientras tenga algo que decir:
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Categorías: Literatura
Empezamos este 2019 con la estupenda "Ora pro nobis" del gran Rafael Marín y lo terminamos con la extraordinaria "Victoria" del gran Rafael Marín, autor grande al cuadrado, para mí (ya lo dejé dicho por aquí hace once meses) el mejor escritor español de los últimos treinta y cinco años, o al menos el que más me entretiene y deleita como lector al que le importa por igual tanto la forma como el contenido, ese infrecuente equilibrio que sólo unos pocos artistas logran alcanzar y que Marín despacha con la aparente y engañosa soltura de un creador en vena permanente. La primera y la última reseña de este 2019 cierran el círculo de la maestría, porque si un título se ha ganado Marín con la larga lista de libros que ha publicado es el de maestro, para todos cuantos han escrito al mismo tiempo que él y para todos cuantos vendrán, las generaciones futuras acosadas por el cambio climático y la incertidumbre económica y social y la ausencia de un horizonte que despierte anhelo en sus corazones. Quizá esos jóvenes autores del futuro no lleguen a conocerlo, quizá no sepan de él ni de sus obras, porque en este mundo de consumo acelerado cada vez resulta más difícil que un escritor evite las fauces del Tiempo, pero si hay uno, entre todos cuantos se dedican al arte de contar historias en España, que merezca ser leído, recordado, apreciado, es él, porque no andamos sobrados de maestros, y él lo es, por eso está aquí hoy, en la última reseña de este 2019, al timón de la Victoria, para demostrar la clase de escritor y maestro y navegante que es.
El 20 de septiembre de 1519 se hizo a la mar, desde Sanlúcar de Barrameda, una flota de cinco naves cuyos nombres ya forman parte de la leyenda: San Antonio, Santiago, Trinidad, Concepción y Victoria. Comandaba la expedición el portugués Fernando de Magallanes, con el mandato de la Corona española de abrir una ruta comercial con las islas de las especias, las Molucas. ¿Existiría un paso entre el Océano Atlántico y el Pacífico? Existía. A duras penas, dieron con él. El 6 de septiembre de 1522, tres años después de su partida, la Victoria atracó en Sanlúcar, capitaneada por el vasco Juan Sebastián Elcano. De cinco naves, sólo una regresó. De los doscientos treinta y nueve miembros que iniciaron la singladura, sólo dieciocho volvieron al puerto de origen, convertidos en los héroes que lograron completar la primera circunnavegación de la Tierra. Estos son los hechos, los datos fundamentales. Ahora, olvidemos la Historia y hablemos de literatura.
Lo que podría haber sido en otras manos una novela de encargo (autor solvente acomete la narración de un hecho histórico aprovechando la celebración del quinto centenario de tan memorable suceso) se convierte, por obra y gracia del inmenso talento de Marín, en una obra vibrante, poderosa, la única escrita en pantalla panorámica de todas cuantas he leído este año, más grande que la vida y, al mismo tiempo, tan humana como cualquiera de nosotros, una novela que no se limita a narrar una expedición marítima con todas sus peripecias, sino que acomete la empresa mayúscula de involucrarnos por entero en la aventura, convirtiendo a los lectores en mucho más que en testigos: los convierte en miembros de la tripulación comandada por Magallanes, gracias a la estilizada fisicidad de la narración y a la primera persona con la que se nos cuenta la historia.
Francesco Antonio de Pigafetta, hombre de ciencias y con afán de saberes, será el práctico que nos guiará en esta apasionante travesía narrativa. Desde su privilegiada posición, muy próxima a Magallanes, tendremos acceso expedito a todos los puntos de interés de la aventura: la reservada y altiva personalidad del capitán, con sus enigmáticas decisiones; el recelo del resto de los capitanes y las intrigas de poder que sacuden las aguas con más fuerza que el viento embravecido; los encuentros con diferentes enclaves de indígenas, entre la incertidumbre y la necesidad del trueque y el más puro espanto; y, por encima de todo, la vida en la mar, retratada con la minuciosidad justa, con nervio y también con serenidad, con una mirada reflexiva que convierte el relato en una crónica certera y demoledora de la cara oculta de la épica, de los imperios, del hombre enfrentado a sí mismo y a los demás.
Es en esta actitud premeditadamente reflexiva de la voz narradora donde Marín encuentra la entonación perfecta para que su obra surque libremente las aguas y termine alcanzando la gloria, o la victoria (perdón por la gracieta). Casi todos los capítulos comienzan con una frase de carácter lapidario que determina metafóricamente cuanto está a punto de suceder. Primero, la reflexión, preparando al lector para que no se fije sólo en los hechos que puede ir imaginando gracias a esa frase inicial, sino para que centre su atención en los detalles importantes, aquellos que los libros de historia nunca mencionan, o prefieren ignorar. Y después, combinación milagrosa, el aliento poético (en oposición al épico) con el que la primera persona del narrador expresa sus sensaciones frente a la zozobra de la vida en el mar.
Sí, la vida en tres años. La vida concentrada en una aventura irrepetible. La vida a merced de los elementos, como la de todos y cada uno de nosotros. La vida a merced de nosotros mismos.
Les aseguro que no se me ocurre mejor libro, entre todos cuantos he leído en 2019, para cerrar este año. Para cerrar el círculo. Para conmemorar no el Quinto Centenario de la primera circunnavegación de la Tierra, sino para conmemorar la vida, la aventura que debe ser la vida y, sobre todo, la aventura que debe ser, siempre, la creación. Rafael Marín, se quiera enterar o no el personal, ha circunnavegado la creación a lo largo de los últimos treinta y cinco años sin miedo alguno a los motines o a los acantilados del negocio editorial. Marín ha circunnavegado la creación para fortuna de todos aquellos que hemos disfrutado de la visita de cada uno de sus barcos, siempre elegantes y hermosos, siempre surcando las aguas en pantalla panorámica. Aquí tienen el último de sus barcos. Pueden embarcar en él o quedarse en puerto, viendo cómo se aleja. Lo bueno que tienen los lectores es que siempre son libres. Nadie decide por ellos. Hagan lo que hagan, disfruten de estas fiestas que ya se nos echan encima, como una tormenta perfecta, y para el año que viene les deseo, cómo no, que la vida les ofrezca, cómo no, esa Victoria, al menos una, que cada uno de ustedes desea.
De corazón, disfruten de la travesía.
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Categorías: Literatura
El Neanderthal, en su roca de Europa, negó el paso a los Cro-Magnon que venían de África. El hambre los mató a uno y a otros. Y ya no hubo historia.
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Categorías: Creacion - relatos poemas historias
Un barco agoniza como agoniza un hombre:
resoplando, resistiendo, intentando arrancar al viento otro segundo,
poco importa que esa misma supervivencia implique
un instante replicado de dolor y de agonía.
Cruje como la respiración de un moribundo,
silba y desentona, al encuentro del olvido final.
Hay esperanza mientras los pulmones funcionen, mientras las velas se hinchen
y se arranque un nudo más a la resistencia de las olas.
Con tan magnífico párrafo comienza esta epopéyica novela sobre una de las mayores gestas de todos los tiempos. Y con tan intensas palabras cruzamos la pasarela, inquietos ya, embarcándonos en un relato salvaje. Al timón, un prestigioso capitán, versado y curtido en andanzas e innumerables travesías: Rafael Marín.
De inmediato despierta nuestras ansias de aventuras, la emoción de devorar cada párrafo, cada página, cada capítulo…; saboreando de manera voraz esta recreación veraz de la hazaña que abrazó la redondez del mundo por vez primera. Una vieja proeza acaecida hace quinientos años a la que debe su génesis el fenómeno de más rabiosa actualidad; ese que hoy, cinco siglos después, denominamos globalización.
La globalización comienza entonces, cuando Homero se reencarna en un noble veneciano, caballero de la Orden de Malta, con algunos temores, pero repleto de ansias de empresas azarosas, riqueza y fama, se enrola en la primera expedición que se dirige hacia las Indias pasando por el Nuevo Mundo. La ruta es fruto del conocimiento y osadía de dos portugueses: Fernão de Magalhães y Rui Faleiro, a los que su rey había ninguneado despreciándolos. Deciden dirigirse a la corte española y se trasladan hasta aquel Valladolid cortesano, donde fueron escuchados por un joven monarca recién llegado y que pronto se convertiría, además, en emperador.
El apoyo del rey Carlos les muda en súbditos españoles. Ruy Falero queda en tierra y Fernando de Magallanes parte como almirante de una flota de cinco naos y doscientos cincuenta hombres. La intensidad de la empresa inmortalizará a sus grandes protagonistas, convirtiendo a Magallanes en Áyax el Grande; y a Elcano, uno de sus marinos más experimentados, en el mismísimo Ulises. Y, como éste tardó pero consiguió regresar a su Ítaca, a diferencia de su vecino de Salamina y Peribea (o nacido portugués y muerto español).
Literariamente esta soberbia obra de Rafael Marín: Victoria, es una hermosa amalgama entre la novela documental, al modo de A Sangre Fría de Truman Capote, o Los Desnudos y los Muertos de Norman Mailer; y la novela de aventuras, deudora sin duda de joyas como La Odisea del ya citado Homero, Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino de Julio Verne, fusionada con otros de sus fantásticos relatos como Miguel Strogoff y Cinco Semanas en Globo; además del gran Joseph Conrad y su alter ego marinero, Marlow, en sus distintas narrativas; y del sin par Alejandro Dumas y su El Conde de Montecristo. Y todos ellos a su vez, salvo por lógica Homero, son morosos de Antonio de Pigafetta, quien inició su viaje en Sevilla y lo concluyó en aquel Valladolid cortesano, ahora lugar de residencia de todo un césar, pues Carlos aglutinaba ya sobre su testa dos coronas: Rey de Las Españas y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Marín nos obsequia frases antológicas, párrafos de un nivel literario rayanos en la perfección tanto de composición como de eufonía, en una prosa ágil y que conduce, a caballo entre el relato original del texto del sobresaliente enrolado y el profuso conocimiento de literatura que el autor nos regala, a devorar capítulos con el ansia codiciosa de que comience el siguiente, pero deseando secretamente no acabar el libro. Son sus más de trescientas cincuenta páginas toda una amalgama de belleza, dolor y esperanza; lo que es la vida misma, incluida la cruz de la moneda única: la muerte. Rafael domina todas y cada una de las facetas, mostrándonos una nativa brasileña que nos trae a la memoria la Venus por antonomasia, la de Botticelli, y su sensualidad; describiéndonos lugares remotos e inhóspitos ajenos a nuestros, aún hoy demasiado, ojos occidentales; recordándonos la emoción de lo nuevo, porque ése es el eje de este relato: la turbada agitación, el temor y la exaltación por lo inexplorado. En realidad, todo era desconocido, comenzando por la ruta y terminando con las futuras riquezas. Desde el prólogo en el que descienden de la nao Victoria las dieciocho figuras cadavéricas humanas que consiguieron arribar a la costa gaditana, al puerto de Sanlúcar de Barrameda; hasta el epílogo, donde esos mismos dieciocho se despiden con la prosa de Lombardo, nombre con el que se inscribió Pigafetta en tan magna empresa. Con absoluta maestría Rafael Marín intercala en el devenir de la narración pinceladas, retazos, matices, momentos ígneos y álgidos de los protagonistas de aquella primera circunnavegación que aun hoy se considera una auténtica proeza. Lástima que en el presente que nos ocupa, una de las personalidades públicas que tendrían que enorgullecerse, –y sin embargo obedeciendo vete tú a saber a qué complejos ocultos–, ha pretendido cambiar el relato de los hechos…
El autor, Rafael, al que ya consideramos amigo, porque alguien que escribe con esa generosidad no puede ser lo contrario, ni siquiera un simple y tímido conocido; va desvelando paulatinamente la personalidad de los principales personajes de su relato (y también del que le sirve de base: Primer Viaje Alrededor del Globo, la crónica de aquella primera vuelta al mundo): su fidelidad, su buen quehacer o su ruindad en la huida o dignidad en su muerte; además de describir escueta, pero magistralmente el carácter de las embarcaciones: su agilidad, poderío, capacidad de carga,…
Desde el inicio de su relato, similar a los impactantes comienzos de Dostoievski, Marín decide atraparnos, subyugándonos con su prosa, estimulando nuestro apetito de lectores fervientes, como un exquisito gastrónomo que toma un queso emmental, con todos sus orificios y lo convierte en un enérgico queso curado de oveja castellano, compacto y genuino. Victoria, y todos los que hayan leído la crónica de Pigafetta lo comprenderán a la primera, es una bella y enriquecedora saturación de aquel relato escrito con hambre y sed, oleaje y calma chicha, calor y frío, culpa y esperanza, amor y odio, sangre y lágrimas, pero ardiente de deseos: de aventura, de riquezas, de descubrimientos… cuando la moneda a pagar era la vida, tal y como dice Rafael en su obra y nos permite atisbar el vicentino en la suya.
Ya sabrán que este país es un gran país desde que Escipión decidió desembarcar para frenar a Aníbal y unió toda aquella península. Y a pesar de los nacionalismos (todos) que no hacen más que ensuciar por exceso o por insulto (sin saber que no insulta quien quiere sino quien puede); y de los cohibidos políticos que ahora tenemos, por desgracia tan faltos de conocimientos de esta grandeza pasada que ni se han parado a homenajear una gesta tan impresionante como la primera vuelta al mundo, para no ofender a alguien que lleva cinco siglos exánime…
Quien conozca hace tiempo la obra del gaditano Rafael Marín sabrá de su enorme genio literario. Los que no hayan tenido aún el placer de disfrutar sus creaciones, no dejen de deleitarse con su última novela: Victoria. Es sencillamente una obra maestra.
Para finalizar, nos sumamos a la gentil honra que todos los integrantes de tan enorme audacia merecen, no sólo los dieciocho que llegaron al puerto de Sanlúcar de Barrameda sino los doscientos cincuenta que partieron del mismo. Terminamos con un pasaje, el final, del libro de Pigafetta:
El martes bajamos todos a tierra en camisa y a pie descalzo,
con un cirio en la mano, para visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria
y la de Santa María la Antigua, como lo habíamos prometido
hacer en los momentos de angustia.
De Sevilla partí para Valladolid, donde presenté a la Sacra Majestad
de don Carlos, no oro ni plata, sino cosas que eran a sus ojos mucho más preciosas.
Entre otros objetos, le obsequié un libro escrito de mi mano,
en el cual había apuntado día por día todo
lo que nos había acontecido durante el viaje.
Carlos Giralda / Pilar Cañibano
Revista Atticus
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Para que las cosas nos vayan lo mejor posible durante este 2019, vamos a empezar el año como Dios manda: topándonos con la Iglesia y con el mejor escritor español de literatura de género de todos los tiempos. Así es la cosa, un dos por uno que no tiene desperdicio, un ofertón para empezar el año con buen pie y mejores lecturas, un detallico de este negociado que vela en todo momento por el óptimo aprovechamiento, queridos todos, de su tiempo de ocio.
¿Y qué mejor propuesta para iniciar este nuevo ejercicio fiscal y literario que un libro de esos que se devoran de una sentada? O de tres, porque tres son los relatos que conforman la nueva obra del gran Rafa Marín: dos que bordean las cien páginas cada uno y un tercero, que es el segundo en el orden de presentación, de apenas doce y que es una demostración apabullante del poderío narrativo de este autor incombustible y ejemplar, el más enérgico y exquisito a la hora de imaginar aventuras y pesadillas con mucha intención y con una prosa que suele tender a la excelencia en mi canon particular.
Los más viejos del lugar ya habrán adivinado que este Rafael Marín es el mismo Rafael Marín Trechera que firmó, hace nada menos que treinta y cinco años, la mejor novela de ciencia ficción que se haya escrito en España, Lágrimas de luz, una joyita que hoy resulta muy difícil encontrar en formato físico, algo que dice mucho sobre lo colosalmente ingrato que siempre ha sido el negocio editorial, aunque existe la posibilidad de descargar el ebook gracias al sello Sportula, comandado por otro clásico de la literatura de género patria, Rodolfo Martínez. Este Rafael Marín es el mismo Rafael Marín Trechera que firmó una trilogía maravillosa titulada La leyenda del navegante o, una vez suprimido el segundo apellido, el gozoso pastiche holmesiano Elemental, querido Chaplin, que habría deleitado por igual al investigador de Baker Street, a su anexo disfrazado de doctor y al creador de ambos, por no hablar del actor del bastón, el bombín y los pies a las diez y diez. En 2015 publicó una novela de casi mil páginas dedicada a Don Juan y titulada tal cual, un texto colosal y deslumbrante que le ha vuelto a confirmar como el gran escritor que siempre ha sido y será, se mueva en los campos de juego y en los géneros en los que se mueva.
En esta ocasión, como ya ha quedado dicho, se adentra en las dependencias más recónditas y desconocidas de la iglesia católica, allí donde solo pueden acceder el Papa de Roma y sus tres elegidos: el comandante en jefe de la Curia y la reducida tropa de un ejército en lucha eterna contra el Mal. A las sombras más oscuras no se las puede combatir con oraciones ni con encíclicas. Se precisan métodos más contundentes y radicales. Así es como entran en escena nuestros tres aguerridos protagonistas: Esaú Falconi, Ismael Nero y Ángela de Ory. La guardia pretoriana de la Luz.
Hagamos en este mismo instante un rebobinado temporal y vayamos al año 2000. Es en ese entonces cuando Rafael Marín es fichado por nada menos que la editorial Marvel para escribir los guiones de la mítica serie mensual protagonizada por Los Cuatro Fantásticos. Lo acompaña en esa portentosa empresa el dibujante Carlos Pacheco, que ya había colaborado con Marín en los guiones de otra serie marvelita, la de los Inhumanos. Si para ambos debió de ser un sueño imaginar nuevas aventuras de Reed Richards y compañía, para los lectores españoles supuso un éxtasis que nos llenó de orgullo y satisfacción. ¡Era la hora de las tortas gaditanas!
¿Por qué les cuento esto? Pues porque si le quitas un fantástico al famoso cuarteto, te quedan Los Tres Fantásticos de la Santa Madre Iglesia, que es lo que vienen a ser los protagonistas de esta novela. Ni Esaú Falconi se estira como Reed Richards, ni tampoco Ismael Nero se convierte en una llama viviente como Jhonny Storm, ni la hermosa Ángela de Ory es capaz de volverse invisible como Sue Storm, señora de Richards, pero, en el fondo, lo que Rafael Marín nos presenta en esta fantástica obra es a un grupo de superhéroes sin poderes… o, para ser más preciso, con todos los poderes que el mandato papal les puede otorgar.
Contado así, puede que a más de uno el asunto le resulte gracioso (y, en el fondo, lo es, aunque ese fondo sea muy profundo y le pillemos el puntito, sobre todo, los que conocemos sobradamente la trayectoria del autor), pero Marín se toma muy en serio las andanzas y las tribulaciones de este supergrupo divino y nos sumerge de golpe, y sin ninguna clase de prevención, en un universo de espantos que le sirve no solo para enganchar y angustiar al lector, sino, sobre todo, para reflexionar sobre asuntos muy actuales y, en última instancia, desvelar el lado turbio de la fama, el glamour, el adocenamiento de las redes sociales y el envilecido precio del triunfo allí donde no existe mayor recompensa que la desolación eterna.
Esto es literatura de género de mucha calidad, o lo que es lo mismo: literatura de mucha altura, da igual el género al que pueda adscribirse. Marín domina los resortes de la narración en todo momento y nos deja tres relatos que fascinan y aterran por igual. Su estilo, esa forma milagrosa de encadenar las palabras y las frases para regalarnos imágenes potentísimas y estilizadas, sigue funcionando como una maquinaria perfecta en la que nada sobra ni falta.
¿Qué quieren que les diga? Da gusto leer a este autor. Aunque sus querencias personales y argumentales le hayan podido alejar durante años del gran público, es uno de los mejores narradores de nuestro país. La elegancia en la expresión y en la construcción, el ritmo medido, los símiles exquisitos y unos personajes que, siendo profundamente humanos, consiguen trascender la mera anécdota de sus pesquisas y enfrentamientos para convertirse en el principal sustento de la creación (con minúscula y con mayúscula, tanto da) son solo algunos de los elementos que convierten esta obra en una completa gozada. Puede que los lectores más estirados piensen que leer esta clase de libro es un placer culpable, un pecado literario, pero no hay tal. No peca quien lee a Rafael Marín, sino quien ignora a un autor que escribe (imposible acabar de otro modo) como Dios.
MIGUEL MATESANZ, publicada en "La Ventana de la Agencia" el 14 de enero de 2019.
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No estuvo en Marvel desde el principio, pero sin él no puede entenderse lo que fue Marvel. Hoy, el aficionado a la historieta es cicatero y miope y juzga la validez del medio y su afición a partir de su experiencia limitada o de lo que otros le han dicho que tiene que ser su baremo. Así, glorificando la figura capital de Jack Kirby (en detrimento de la otra figura capital que fue Stan Lee), se ha pasado por alto (o, peor aún, se ha ignorado) la aportación importantísima que, durante décadas, realizó John Buscema.
Reconozcámoslo hoy como se reconoció en su momento: los cómics Marvel explotaron durante sus cinco o seis primeros años de vida una estética feísta y un tanto deslavazada, épica de andar por casa, un tropel de emociones y personajes más grandes que la vida que pillaron a contrapié a la Distinguida Competencia, donde todo era armonía y blandura. Las estéticas casi contrapuestas de Kirby y Ditko, más los autores de menos calado que los imitaron (quizá sobre todo en narrativa) no llegaron al grado de estilización máxima y a la belleza formal hasta que la editorial recupera la figura de Buscema, que se había retirado de los cómics y trabajaba en publicidad y que, aprovechando los rifirrafes que ya empezaban a producirse entre Stan Lee y sus colaboradores, entra en la Casa de las Ideas con cierta timidez, sin aspavientos (quizá lo mismo sucedió con el otro esteta reclutado en la segunda hornada, John Romita Sr.), para estallar como la bomba creativa que fue en cuanto se afianzó en la manera exagerada y grandilocuente de narrar e hizo suyos a los personajes, a quienes dotó de la armonía y el sex-appeal del que hasta entonces carecían.
Buscema tiene una formación clásica y bebe de tres grandes de los cómics de prensa (Foster, Raymond, Hogarth), pero su estilo está ya hecho y, desde su electrizante aparición en The Avengers solo puede mejorar de número a número. Cierto, su paso por Fantastic Four o The Mighty Thor quizá no deslumbre (¿no quiso Big John intentar hacerle sombra a Jack Kirby?), pero su deslumbrante Silver Surfer y su joya de la corona Conan the barbarian, nos demuestran pronto que Buscema no debe nada a nadie y lo consolida a los ojos de los lectores (y a los de Stan Lee, que no era tonto precisamente) como el mascarón de proa, el referente de lo que es Marvel.
La magia de los lápices de Buscema picotea en todas las series, en portadas, en los números uno de toda colección que se precie. Y en Savage Sword of Conan, realizando lo que hoy podríamos llamar “novelas gráficas” si nos diera la tontuna, y entintado por un tropel de dibujantes diferentes que no siempre hicieron justicia a sus lápices, Buscema no solo no pierde su fuerza imparable, sino que, de los pinceles ajenos, nos muestra una versatilidad que nos lo multiplica. Podemos quejarnos de las tintas puntuales de algún número, pero también podemos agradecer que nos ofreciera muchas estéticas y muchos Buscemas diferentes. Nunca, de todas formas, fue más sutil y hermoso su trabajo que en las demasiado pocas ocasiones en que se entintó a sí mismo.
Buscema fue el alma de Marvel durante décadas. Su listón de calidad nunca bajó del sobresaliente, y tarde o temprano la historia tendrá que reivindicar su memoria como lo que fue: el emperador de todas las temáticas.
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Aunque también hiciera suyos temas adultos y ofreciera en ocasiones el escenario ideal para desarrollar para nuestro tiempo temas equivalentes a la tragedia griega, el western fue durante buena parte del siglo veinte una distracción para todos los públicos, el ensueño de niños por todo el planeta. Eso explica en parte su larga supervivencia y quizá también su declive: sobreexplotación por un lado (en especial con la llegada de la televisión y las muchas series del oeste que tantos conocimos en nuestra ya lejana infancia), y la misma incapacidad de adaptar aquella visión del mundo en blanco y negro (buenos muy buenos, malos muy malos, ninguna gama de grises en medio) al escepticismo, la ironía y la desconfianza en los valores sociales que la guerra del Vietnam (y, en el género, el spaghetti western) trajeron de la mano ya en las postrimerías de los años sesenta.
Grandes autores de cine hicieron grandes películas, a menudo a partir de historias menores de autores menores (el western fue antes que nada género periodístico, luego pliego de cordel, diversión sencilla con pocos nombres de relumbrón en lo literario), pero hubo cientos de películas de bajo presupuesto y simples planteamientos, Tom Mix y sus imitadores, ya desde el principio de la historia del cine: recordemos que el mismísimo John Ford, alfa y omega del género, comenzó dirigiendo peliculitas veloces hasta que ofreció la primera gran revisión del western con La diligencia (Stagecoach, 1939).
Curiosamente, la historieta parece que dudó en acercarse al género. Más allá de los comic books (que, en su inicio, tenían la calidad artística que en décadas posteriores podríamos asimilar a los fanzines), en la aristocracia de los periódicos apenas cabe citar el Red Ryder de Fred Harmann o las obras (tan influidas por John Ford, Harold Foster y Alex Raymond) de Warren Tuffs: Casey Ruggles y Lance.
Cisco Kid tiene su origen en lo literario. Más concretamente, en un relato de O. Henry ya en 1907, The Caballero’s Way, donde nuestro jinete del sombrero y las chorreras es… nada menos que el malo. Y malo fue en su primera aparición cinematográfica, para convertirse ya en la segunda (para que luego hablemos de resettings) en uno de los buenos. Y bueno es en la tardía adaptación al cómic de prensa (unos años antes ya hubo comic books) que realizan entre 1951 y 1967 Rod Reed a los guiones y el argentino José Luis Salinas a los dibujos.
Acompañado por su fiel escudero Pancho, trasunto de Sancho Panza sin su sabiduría de pueblo, contrapunto cómico a las heroicidades del protagonista, Cisco Kid puede englobarse en la revisión realista que los cómics en general y los cómics de prensa en particular experimentaron tras la Segunda Guerra Mundial. Es un cómic amable, extraordinariamente bien dibujado, afectado por la política imperante de reducir las historias a un número determinado de semanas. Jamás tuvo una página dominical donde Salinas pudiera haberse explayado experimentando con formatos y tamaños de viñetas; es, en cierto modo, un western infantil donde los misterios se solucionan rápido y la pareja protagonista parte a otra aventura donde encontrará más de lo mismo: los malos muy malos, los buenos muy sencillos, las bellas muy bellas que se enamoran (igual que él) del Cisco Kid, el vaquero más guapo de cuantos ha habido en la historia de los cómics, un dandy impoluto y lampiño que siempre sonríe y que, como un Don Juan del oeste, conquista y suspira y no se deja atrapar ni por las maquinaciones de sus enemigos ni por los sueños de matrimonio de las féminas que se encuentra a su paso.
Salinas demuestra su capacidad para dibujar retratos: los primeros planos son fabulosos, las chicas espectaculares, los caballos veloces. Sus malos son inconfundibles a primera vista (ahí tienen ustedes a ese delicioso Red Riata, trasunto del actor Wallace Beery). Sus paisajes, quizá, no son todo lo ricos que podría esperarse, en tanto en ocasiones parecen demasiado pedregosos y áridos (Salinas dibujaba desde Argentina, ya que no quería que su hijo acabara combatiendo en Corea) y los planos se antojan demasiado lejanos. Es un western donde prima le emoción y lo romántico sobre las complicaciones de la trama y la acción violenta que en ocasiones retrotrae a las cabalgadas de Tom Mix y los vaqueros de sombrero blanco que iniciaron la leyenda del oeste en las películas de cine mudo.
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El medio era tan joven que aún no tenía el nombre con el que, equívocamente, nos empeñaríamos todos en llamarlo durante muchas décadas. Los títulos que los periódicos ofrecían en sus páginas no eran ya exactamente “funnies”, ni eran, como luego, “comics” (sin la tilde), y sus dibujantes eran “cartoonists” aunque trabajaran en series continuadas y desarrolladas en secuencias, no necesariamente en caricaturas ni en una sola viñeta. El medio era tan joven que todavía podía explorar y expandirse, buscar soluciones narrativas y recursos gráficos.
Los cómics (llamémoslos así, a fin de cuentas, ahora ya con tilde obligatoria) quizá desarrollaron la estética “realista” (aunque no lo fuera) precisamente por esa necesidad de búsqueda de recursos (la expresividad del primer plano o la espectacularidad del plano general vienen inmediatamente a la cabeza), así como la necesidad de los artistas de demostrar que eran algo más, mucho más que caricaturistas. Aunque cada uno disponga de características propias, la influencia del medio hermano, el cine, no puede soslayarse, ni tampoco las modas sociales de cada momento, sus miedos, sus anhelos. Había terreno virgen por explorar en temáticas y estéticas. Quizá, como hemos visto tantas veces antes y luego, nadie quiso ser el primero en abrir senda: es siempre más seguro ser el segundo.
Con ilustres precedentes (¿quién puede negar que los mundos oníricos de Little Nemo no instan al sueño de la aventura, o que la valentía tan de Harold Lloyd del pequeño Wash Tubbs, o el sarcasmo viajero de Popeye no estaban ya haciendo cosquillas a la aventura?), los cómics estallaron en busca de nuevos potenciales con la publicación casualmente simultánea de dos títulos que buscaban el apoyo de la literatura de masas y, al menos uno de ellos, contaba con la bendición de la popularidad del cine: desde 1929, el exotismo selvático de Tarzan of the Apes y los mundos futuros de Buck Rogers in the 25th Century reventaron las fronteras de la narrativa dibujada. Apenas dos años más tarde, fruto de la popularidad del cine de gánsteres y de los propios hampones en el mundo real, aparece Dick Tracy, el sabueso detective que ganó su placa de un día para otro (las cosas de los cómics) y que se convirtió en el primero y más implacable de los muchos policías de ficción que vinieron luego.
Había mundos por explorar, mundos a los que hacer la competencia. Si los cómics, en sus entregas diarias o sus hermosos suplementos dominicales, ayudaban a vender periódicos, y ya existían los precedentes de fichajes y trasvases de una agencia de prensa (los “syndicates”) a otros, tanto de autores como de personajes, no es extraño que, en aquellos años en que el medio de la aventura diera sus primeros pasos balbuceantes, se buscaran autores capaces de enfrentarse al reto de arrebatar lectores a los autores pioneros. La buena fortuna, o el destino, quiso que King Features Syndicate contara ya entre sus filas con un joven que apuntaba maneras, aunque nadie quizá hubiera podido imaginar entonces que acabaría por convertirse en uno de los más grandes.
Alexander “Alex” Gillespie Raymond había nacido en 1908, en una familia católica de New Rochelle. Aunque tenía buena mano para el dibujo, la muerte de su padre, ingeniero civil, y la necesidad familiar lo encaminaron hacia una prometedora carrera como corredor de bolsa. El crack de 1929 y la Gran Depresión lo desviaron de ese mundillo y lo hicieron volcarse en su afición artística. Hizo de ayudante y luego de “negro” para autores como Russ Westover en Tillie the Toiler y, una vez en King Features Syndicate, de Lyman Young y su hermano mayor Chic. Con el tiempo, hemos podido advertir, por un lado, la estilización de la estética de Blondie y su inocente sensualidad fruto de la influencia del joven ayudante, y sobre todo, la inclusión en las aventuras selváticas que ya no los abandonarían de aquella pareja de jóvenes vagabundos, Tim Tyler y Spud, nuestros Jorge y Fernando .
Raymond era joven, rápido y ambicioso. Estar a la sombra de otros autores, sin reconocimiento autoral, y con un sueldo exiguo, no era suficiente. Es de suponer, además, que tanto los artistas con quienes trabajaba como los jefes para los que ofrecía su labor artística estaban al tanto de las capacidades de la joven promesa. Ante la necesidad de enfrentar a Buck Rogers con otro héroe espacial (y Brick Bradford, creado en 1933, acabaría siéndolo, pero entonces aún no lo era), KFS empezó a buscar un título que pudiera luchar con sus mismas armas.
Alex Raymond presentó un proyecto que fue rechazado por su falta de acción, la historia de un grupo de científicos donde uno de ellos, no el protagonista, se llamaba ya “Flash”. Un segundo intento, algo más estilizado, fue rechazado también. Se buscaba la aventura y el exotismo, un poco al estilo de las novelas de John Carter de Marte de Edgar Rice Burroughs, cuyos derechos no pudieron conseguirse . El tercer intento de Raymond, ya con el nombre Flash Gordon y la peripecia como motor de arranque, recibió el visto bueno. Al socaire del éxito de la novela de 1933 When Worlds Collide (Cuando los mundos chocan, llevada finalmente al cine en 1951), y ocupando dos tercios de la segunda página en color de los periódicos dominicales, Flash Gordon ofrecía aventura a raudales, un no parar de situaciones al límite, villanos orientales, razas alienígenas, mujeres hermosas de erotismo deudor de la descocada década que quedaba atrás. Y muchos prestamos artísticos del gran Harold Foster, lo cual nos indica la admiración que el joven Raymond sentía por el ya maduro maestro y, más que ninguna otra cosa, las prisas con las que tenía que abordar su trabajo.
Porque, si Flash Gordon se enfrentaba a Buck Rogers, la página de los periódicos quedaba completada por otra serie del mismo autor, Jungle Jim, donde se intentaba ofrecer una respuesta “civilizada” a Tarzan y se contaban las aventuras desaforadas, igualmente sin pies ni cabeza, de un explorador y cazador de fieras vivas (basado en el popular cazador Frank Buck y con el físico del hermano menor del propio Raymond, Jim) en una improbable Malasia donde hay leones, tigres, tribus de “negros”, malvados orientales, femme fatales y hombres blancos que se reflejan en su mayoría como explotadores sin escrúpulos. Y todavía tendría Alex Raymond tiempo para dibujar las entregas diarias, con supuestos guiones de Dashiell Hammett, de Secret Agent X-9.
Cualquier otro habría sucumbido en el proceso, pero Raymond era joven y, ya se ha dicho, ambicioso. Con los guiones un tanto inanes de Don Moore (que no firmaría su colaboración hasta los tiempos de Austin Briggs), las dos series en color irían explorando no tanto la aventura colonial o la fantasía espacial como el desarrollo y el avance de la capacidad cuasi mágica del dibujante. De todos los autores de cómics que en el mundo han sido (quitando a Foster, que ya comenzó su andadura en la perfección y nunca se separó de ella) se espera que evolucionen en su grafismo, que tengan buenos y malos momentos, que se adocenen o acaben por repetirse en fórmulas cómodas. No es el caso de Alex Raymond, quien, esteta inquieto, explora y mejora de semana en semana, experimentando con tramas, rayados, formatos de viñeta, del barroco al clasicismo, buscando siempre la belleza absoluta. Nadie, en la historia de los cómics, ha sido capaz, ni antes ni después, de evolucionar de la manera en que lo hizo Alex Raymond, desde sus titubeantes inicios como dibujante anónimo hasta su temprana muerte en 1956.
Durante diez años, Raymond dibujaría sus dos series dominicales (abandonó pronto la presión de las tiras diarias de X-9), hasta que, inquieto siempre, se ofreció voluntario al cuerpo de marines, pese a su edad, para participar en la Segunda Guerra Mundial. Volvería tras la contienda al mundo civil y crearía, en Rip Kirby (1946), una nueva obra maestra, pero sus personajes primeros gozarían de vida más allá de la espectacular progresión gráfica de su autor, no solo en el medio de los cómics de prensa, sino también, como es sabido, en seriales radiofónicos, cine de serie Z para los sábados, comic books, series de televisión, dibujos animados, abundante merchandising y al menos una película de alto presupuesto.
Pero los auténticos Jim de la Jungla y Flash Gordon son los que, desde 1934 y hasta 1944, poblaron de sueños, aventuras exóticas, experimentación sin límite y glamour las páginas en color de los periódicos de su tiempo. Esos que podemos disfrutar, aquí, de nuevo, ahora.
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La música era, entonces, la magia que ayudaba a pasar de la infancia a la adolescencia, lo que definía a mi generación y la diferenciaba de la de nuestros padres, eso que nos ayudaba en el tránsito hacia la temida edad adulta. La media tarde era la hora de reunirnos ante un viejo tocadiscos y, mientras leíamos tebeos o salvábamos el mundo, escuchar aquel popurrí de pop sinfónico y cantautores.
Los discos duraban mucho tiempo en el mercado, quizá porque el mercado sabía que la capacidad de adquisición de los jóvenes tenía que pasar antes por semanas e incluso meses de ahorro. Una ciudad pequeña, como un pueblo grande, tenía a lo sumo una o dos tiendas de discos: nos surtía de música, antes que nada, la radio, y a la radio vino a echarle una mano Círculo de Lectores, que amplió pronto su oferta de libros a los discos.
A veces pedíamos discos por puro azar, por aquello de consumir los puntos del trimestre, aunque nos fastidiaba un tanto que los discos no vinieran con la carátula original del mercado. Uno de esos discos comprados al azar nos llenó las tardes de notas fúnebres, de una voz clara y de unas canciones que, en la línea de los cantautores que alternábamos con todo tipo de estilos, nos resultaron sorprendentes. El disco se llamaba “Rito” y el cantante Luis Eduardo Aute.
Escuchamos muchas veces aquel disco, mientras leíamos tebeos, discutíamos de chicas o salvábamos el mundo. Creo recordar que la edición de Círculo no traía las letras. Eso nos hizo escuchar las canciones con más atención, intentando desentrañar aquellas metáforas, el significado de aquel “rito de agujeros y cipreses” que, a los dieciséis o diecisiete años, comprendíamos que era algo más de lo que parecía a simple vista. Quizá nuestra canción favorita fuera ya “De alguna manera”, quizás nos sentíamos ya identificados con la historia de amor que no habíamos vivido todavía y se nos contaba en “Las cuatro y diez”, quizá nos rompió los esquemas la coda final del disco, aquel “Autotango del cantautor” que era una sátira de sí mismo y de la seriedad y la trascendencia que dominaba el resto del disco.
Pero la canción que nos unió para siempre al poeta fue “Dentro”. Una de esas lecturas magufas de la adolescencia y aquella bella referencia “y nace un muerto” nos hicieron experimentar la epifanía del significado tan claramente expresa y a la vez tan oculto de la canción. Fue, desde entonces, nuestro secreto. Como fue secreto, durante un tiempo, aquel cantante que no convertía las canciones en poemas, sino que hacía de los poemas canciones.
Luego vinieron, en cascada, Espuma, Babel, las 24 canciones breves, Sarcófago, aquella broma genial del Forgesound, Albanta… Demasiado secreto para ocultarlo: había que transmitir nuestro placer privado (reconozco que, como tantos, en la era predigital, hice no sé ni cuántas copias de aquellos discos para mis amigos). Excursiones a Jerez primero y después a El Puerto para escuchar al hombre misterioso que apenas daba conciertos, los libros de poemas de Hiperión.
Y de pronto, a principios de los años ochenta, nuestro hombre se convirtió en popular. Ya no fue privativo de unos pocos, ya no éramos tres y el de la trompeta quienes admirábamos su poesía, su pintura, su música.
Pero nos queda, a aquella primera vieja guardia, el latido del reconocimiento, el análisis verso a verso y estrofa por estrofa, el sabor de los elixires que destilaba cada imagen y cada metáfora. Todavía hoy, más de treinta años después, mis alumnos se quedan a cuadros cuando, en clase, leemos “Dentro” y caen en la cuenta, demasiado tarde, de que han caído en la trampa.
La más bella trampa, la de las palabras.
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Categorías: Musica
Cuando des la media vuelta, agárrate el sombrero
No te engañes: también aquí son dueñas las gaviotas (segunda observación del caminante playero).
He aquí la paradoja: entre los caminantes playeros matutinos en busca de ponerse en forma, no hay nadie que ya esté en forma (tercera observación del caminante playero, con ramalazo shakespiriano esta vez).
Puedes escuchar tu música en cualquier parte. Sólo a la vera de la mar se escuchan los sonidos de la vera de la mar. (cuarta observación del caminante playero).
Todos estos cuerpos derrengados y en desforma, ¿nos reconoceremos unos a otros cuando termine el verano? (quinta reflexión del caminante playero)
Los caminantes blancos... ¿son estos turistas que no han visto el sol desde julio del año pasado? (sexta reflexión del caminante playero)
Esa anciana que camina por la orilla y de repente se santigua. ¿Penitencia y veraneo al mismo tiempo? ¿Un dos por uno, como si dijéramos? (séptima reflexión del caminante playero)
Cuánta tristeza en los ojos del perro viejo (octava reflexión del caminante playero, aún en el semáforo)
El tonto playero se sitúa justo donde terminan las tablas de madera de acceso. Luego se enfada porque le molesta la gente que llega o se marcha. Como si no tuviera a su disposición siete kilómetros de arena (novena reflexión del caminante playero)
El tarzán playero es cincuentón, melenudo plateado, con cuerpo casi triángulo invertido: todo pecho, como la Pantera Rosa cuando se infla. Usa un bañador negro ajustado, de natación, estirado hacia arriba, que tal parece que lo sujetara por encima de las caderas. Por las noches viste blanco ibicenco, mucha quincalla de oro falso, y atiende o devora bifes de chorizo. (décima reflexión del caminante playero).
A las nueve y media de la mañana, los niños turistas juegan en la orillita ajenos a la hora y al futuro. (undécima reflexión del caminante playero)
Sobre el surco de las máquinas que alisan la arena, la pisada de las palomas. La naturaleza siempre tiene la última palabra (duodécima observación del caminante playero).
Nada más frágil que el niño que da sus primeros pasos por la orilla (13º observación del caminante playero).
La playa es de todos. Los domingos, literalmente (14º observación del caminante playero).
Sobre la huella de las palomas, las de los hombres que un día fuimos Viernes y quién sabe si al paso que vamos no volveremos a serlo.
La espuma de las olas es el semen del mar que intenta en vano preñar a la arena
¿Nos reconoceremos en septiembre, si nos cruzamos vestidos?
Ese otro caminante playero que pisa en falso, salta sobre un solo pie, se agacha y examina la piedra que no ha visto con la resaca. ¿Qué esperaba que fuera? ¿Una pepita de oro? ¿Kriptonita? Si es que no se os puede sacar de la oficina, turistas
Los surferillos que entrenan antes de lanzarse al agua se han cubierto medio rostro con protector solar a modo de máscara blanca. Los niños juegan a ser superhéroes. El instructor, igualmente maquillado, juega a que se llama Bodhi
La pisada que borra la ola es la metáfora perfecta de tu paso por la literatura
El tarzán playero pobre sigue luciendo tatuaje añil con "Amor de madre"
La gaviota es el T-Rex de los pájaros de la playa
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Categorías: Reflexiones
Canta, musa, la cólera divina
del tiempo que inmortal pasó en un abrir y cerrar de ojos.
Hércules vuelve a las islas que amó cuando fue Melkart,
donde halló templo y cama, y tumba y cuna.
Y vio una ciudad muerta, más triste que dormida,
Que ya no recordaba su gracia milenaria
El sudor que robó al mar
Los caminos que trazó en las aguas
La vida aventurera, el amor de las mujeres hermosas
El ímpetu de trabajar
Al menos doce veces en la vida.
Canta, musa, la furia sin leones
del dios que fue fundador, amante de aventuras.
Porque ya no vio valor, vio mansedumbre.
Columnas de metal, tensión no humana.
Y mendigos de cabeza alta y mirada sin vista.
Doce trabajos, pues, para encauzar el tiempo
Olvidado o vendido o alquilado o podrido
son de nuevo necesarios.
Doce misiones, doce, del felino de Nemea
Al jabalí de Erimanto o las mil cabezas de la Hidra.
Para matar a los pájaros de Estínfalo, sean como sean ahora,
Robarle a Hipólita su cinturón (mas antes seducirla),
Desbrozar los establos de Augías, pero en una hora,
Beber el zumo de las manzanas de luz de las Hespérides,
Amaestrar a Cerbero, capturado y cabezota,
Montar las yeguas de Dioemedes (mejor antes a su esposa),
Bañarse en leche de las ciervas de Cerinea,
Estoquear al toro de Creta,
Burlar a Gerión, enterrado en Gibraltar, y su ganado
Y traerlo todo, a todos, de vuelta.
Canta, musa, al trabajo de Hércules,
El trabajo del dios, que fue y es nuestro padre.
El trabajo que ahora, gentes de Gadir,
ciudadanos de Gades, poetas de Qadish,
constructores de barcos de la ciudad de Cádiz,
ahora Hércules, que ya fue Herakles, como antes se dijo Melkart,
para que salgamos del sueño de siglos
nos encomienda.
Doce trabajos, sea.
Sabe bien, la musa, que la misión es nuestra.
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Categorías: Creacion - relatos poemas historias
Se ha dicho que The Phantom, conocido tradicionalmente entre nosotros como El Hombre Enmascarado desde las traducciones a partir de las ediciones italianas, es el primer superhéroe de los cómics. Tiene, desde luego, todos los elementos que luego hemos asociado con los personajes de “ropa interior larga” (Stan Lee dixit): antifaz sin pupilas, capucha y uniforme ajustado al cuerpo musculado, más o menos doble personalidad, y la suposición de unos superpoderes y una inmortalidad que el lector sabe que son falsos pero que, en la ficción de la historia, funcionan como si en efecto el personaje fuera sobrehumano… aunque no lo sea.
The Phantom fue creado en 1936 por Lee Falk, y se cuenta que las dos primeras semanas de la strip, al igual que las primeras tiras de su otra creación Mandrake the Magician, las dibujó el propio Falk antes de entregar los pinceles a dibujantes más capacitados o más pacientes: Phil Davis en el caso de Mandrake y Ray Moore en el del Fantasma. La agencia de prensa King Features Syndicate cambió el título original “The Gray Ghost”, sustituyendo el sustantivo fantasmal por otro similar de significado más corpóreo y prescindiendo del calificativo de color que luego, en las páginas dominicales de los periódicos norteamericanos, traicionaría el gris oscuro que conservarían las tiras diarias, tiñendo con ello el uniforme de nuestro Hombre Enmascarado de un improbable color malva (y que en Italia, España y otros países fue recoloreado de un no menos llamativo tono rojo).
La mitología de la tira se hizo poco a poco, pero ya desde sus inicios se advierte un deseo de innovación y experimentación. Cierto, los cómics de aventuras apenas existían como tales desde hacía siete años (si contamos como inicio de los mismos la publicación de Tarzan of the Apes y Buck Rogers en 1929), pero Lee Falk acerca a la tira a los pulps de aventuras y, fruto de su formación teatral, concibe una gradación dramática llena de irrupciones sorpresivas y momentos de tensión gran guiñolesca en forma de cliffhanger continuado, tanto cuando el Fantasma acosa a sus enemigos como cuando, a pesar de que crean que es inmortal, estos se empeñen en darle muerte de mil maneras posibles.
La visión del mundo de los años treinta es lo que hace que las primeras aventuras del Fantasma sean tan adorablemente exóticas: liberadas mujeres aviadoras que además son piratas, bandas de ladrones de toda etnia y ralea, tribus caníbales, enclaves remotos y tripulaciones de maleantes que incluso desde las páginas huelen a sudor y a óxido. La serie, curiosamente, retrasa escénicamente la aparición de su protagonista hasta la cuarta tira (Milton Caniff no inventó nada nuevo cuando hizo lo propio con Steve Canyon, dijera lo que dijese Umberto Eco) y se centra en Diana Palmer, tan distinta ya entonces a las demás novias del héroe de los tebeos: exploradora, piloto, boxeadora aficionada, nadadora olímpica, chica adinerada capaz de valerse por sí misma y, ay, objetivo de gánsteres, traficantes de opio, mercaderes de esclavos y cazadores de fortunas. La presencia del Fantasma es, en los primeros momentos, exactamente la de una sombra justiciera que aparece, golpea, hace comentarios cáusticos y desaparece. Examinar las primeras páginas hoy, tantas décadas más tarde, hace que los lectores resabiados seamos capaces de ver el truco: el Fantasma no tiene doble personalidad, protege a Diana y se enfrenta a los malvados, y la historia, al centrarse en la chica y sus problemas (lo que hoy se define como “point of view”), no tiene virtualmente tiempo que dedicar al Hombre Enmascarado. Pero, como decía, una atenta lectura y la experiencia de los muchos enmascarados que vendrían después nos hace comprender que uno de los pretendientes de Diana, el rico y algo almibarado Jimmy Wells es la doble personalidad oculta, al estilo de la Pimpinela Escarlata, el Zorro y lo que después sería Superman, de nuestro héroe.
Y entonces Jimmy Wells hace un comentario un tanto ambiguo y sale de la tira, los vericuetos de la aventura llevan al Fantasma lejos de América y lo hacen llegar al remoto país de Bangalla (así se llama originariamente, una nomenclatura que cambiaría con el paso de las décadas, como cambiaría su ubicación geográfica, ni en La India ni en África, sino todo lo contrario, y que nosotros respetaremos en esta edición, puesto que “Bengala” sí existe y no es la jungla del Fantasma), donde el guionista sigue dejándose llevar, tiene la inspiración genial de contar la historia de los pigmeos Bandar, el Juramento de la Calavera y la transformación de su héroe enmascarado en un Fantasma generacional. Jimmy quedó olvidado para casi siempre jamás , y el Hombre Enmascarado, a partir de entonces, sería un héroe sin nombre que a veces utilizaría el nombre de “señor Walker” (por el duende que camina) y que luego ya aceptaría el nombre de Kit Walker con el que lo conocerían las generaciones más cercanas.
Lee Falk supo siempre darle el tono adecuado a su personaje, ajeno quizá a los matices imperialistas que los lectores de otros rincones del mundo verían en un blanco justiciero (¡descendiente de nobles ingleses para más señas!) en una jungla llena de peligros y salvajes de aviesas intenciones. Pero la aventura nubla cualquier pega que, desde el hoy, pudiéramos hacer a ese signo de sus tiempos. Con los dibujos nerviosos de Ray Moore The Phantom se convierte en la serie de aventuras por antonomasia de la historieta de los periódicos del período clásico, que es lo mismo que decir la historieta de todo el mundo. La mítica y la poética del enmascarado sometido a un juramento familiar lo acercan una y mil veces a la muerte de la que no sobrevivirá como persona, aunque sí como leyenda: nuestro Fantasma es el Fantasma número 21 en una larga tradición de Fantasmas, lo que acrecienta el morbo de su situación, y la única pega que desde el siglo XXI pudiera hacérsele a este hallazgo tan trabajado de la leyenda es que hoy sigamos leyendo las aventuras del mismo Fantasma y no las de su hijo o su nieto: en el mundo del cómic, también lo sabemos y aceptamos, el tiempo transcurre de otra forma.
Ray Moore volvió tocado de la Segunda Guerra Mundial. Hasta hace muy poco no se ha sabido que una herida de metralla en el rostro, inoperable, le causaba enormes dolores que le impidieron desarrollar su trabajo y lo condujeron a una espiral de analgésicos y alcohol. Lo sustituyó el eficaz, discreto y encantador Wilson McCoy, un artista que, al estilo de Jack Kirby, supo sacar oro de sus limitaciones estéticas: lo que se perdió en glamour y en misterio se ganó en economía del sentido narrativo y, con el paso de los años, conociendo Lee Falk las limitaciones de su compañero de trabajo, la serie se reconvirtió en un amable melodrama donde la aventura fue pasando poco a poco a segundo plano y primó el humor suave, la situación absurda, los nativos de labios muy grandes y ambiciones aún mayores, los gigantes de buen corazón o mandíbulas de cristal, las ricas herederas despistadas en la selva, los malvados esperpénticos y, siempre, las tramoyas y los juegos escénicos a los que el Fantasma recurre de continuo para sembrar el miedo entre las tribus díscolas y los hampones blancos: no fue Batman el primero en comprender que el miedo es una de las armas más poderosas del superhéroe.
Wilson McCoy falleció en julio de 1961, pero su personaje le sobreviviría y, gracias a la labor del nuevo dibujante, Seymour “Sy” Barry, hermano de Dan Barry, el exitoso dibujante que ya había recuperado a Flash Gordon para los tiempos modernos, encontraría nuevos caminos de gloria. Un cuarto de siglo había pasado desde la primera aparición del Hombre Enmascarado en los periódicos, y la concepción del medio y, sobre todo, el mapa político mundial habían dado un vuelco. Los años sesenta cimentarían el resurgir de los superhombres en los comic books, por lo que no extraña que el nuevo dibujante, ya prácticamente desde la segunda aventura (la primera que firma) dirija la tira a un estilo más realista que sus predecesores, en sintonía con lo que se estaba haciendo en las publicaciones mensuales a todo color y que cubriría todo el resto de la década.
Más importante, sin embargo, es la consciencia de los autores de que las cosas habían cambiado en el mundo, y que la década que comenzaba iba a ser la época de África. El paternalismo colonialista del Fantasma, siempre suave y en segundo plano, pero existente de todas maneras, abraza la modernidad. Atrás quedan los sátrapas árabes, los salvajes incultos, la fantasía sheredaziana con algún toque de Busby Berkeley. Diana Palmer deja de ser la ociosa chica de clase media en que se convirtió (junto a su madre y su tío Dave, tan precursores ambos de Tía May Parker y el capitán Stacy de The Amazing Spider-Man; Stan Lee siempre supo hacer sus deberes), para alistarse nada menos que como enfermera y prestar servicio en un equipo médico de la ONU, en clara alusión a los Cuerpos de Paz que impulsaría John F. Kennedy. Ya con la primera historia (titulada luego “El mercado de esclavos de Mucar”) se da una especie de simbólico carpetazo al pasado, se acepta el mundo moderno desde la primera viñeta y se acepta la contradicción inherente de la serie, que abarca por igual el pretérito inaprehensible y una aventura colonial que estaba dando sus últimas bocanadas. La misma Patrulla de la Jungla, de reciente aparición en la tira, sustituirá pronto al coronel Weeks por un nuevo coronel de color, Morobu, y la independencia y la democracia llegaría a Bangalla (ahora Bengali) en forma de presidente negro casi siempre vestido de gala, el doctor Lamanda Luaga, que se adelantaría muchos años a Nelson Mandela y al propio Barack Obama.
La mitología del personaje, a pesar de su longevidad, demostraría a partir de 1961 no estar aún agotada, y Lee Falk, a raíz de este nuevo “back to the basics” o esta nueva “ultimatización” de su personaje , añadiendo elementos como el segundo símbolo del Fantasma (la cuádruple “P” que indica protección y que lleva en un anillo en la mano izquierda, más cercana al corazón, mientras que la marca de la calavera de la mano derecha expresa lo contrario), los archivos de la cueva de sus antepasados, la playa dorada de Keela Wee, la mesa del Fantasma en Estados Unidos, y con el tiempo la inclusión del adolescente Rex que funcionaría como el hijo que aún no había tenido, la boda con Diana Palmer tan largamente retrasada (y a la que, en raro crossover, asistirían Mandrake y Lothar), el nacimiento de sus gemelos y, caso inaudito, incluso mostrar el verdadero rostro del personaje, sin su antifaz.
Suenen los tam-tam de la selva profunda. El duende que camina, el espíritu que anda regresa.
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Goya ha vuelto a la historieta.
En buena hora. Es un acto de justicia. Porque, verán ustedes, don Francisco de Goya y Lucientes, uno de los sordos geniales del siglo XIX (el otro, claro, es Beethoven), no solo dinamitó la pintura que le precedía, rompió los cánones, impuso otros nuevos, se lanzó de cabeza a los estilos que luego le seguirían todos cuanto vinieron, sino que en aquella famosa serie de seis óleos prefiguró lo que luego sería el cómic: o sea, una historia contada en una sucesión de imágenes. Me refiero a La captura del bandido “Maragato” por fray Pedro de Valdivia, o cómo un hecho anecdótico popular en su momento (la resistencia y la victoria de un fraile al bandido que lo amenazaba, ríanse ustedes de Batman) preludia lo que luego otros han querido llamar arte secuencial. Cómo quizás a partir de esas seis divertidas viñetas que en manos de otro habrían sido meros esbozos a carbón saltó Goya a convertirse en santo patrón del séptimo arte hispano y premio de nuestra Academia Cinematográfica es algo que se me escapa un mucho. A menos, claro, que apliquemos la tradicional desidia de nuestra historieta y nuestros historietistas a la hora de darse a valer.
Goya es el gran romántico español. Y en su vida, desordenada, caótica, entre pulsiones y ambiciones, encontramos el retrato y la crítica social, el espanto de la guerra, el repaso a las tradiciones, el coqueteo con el sexo y con la muerte, el horror ante el paso de los años, dioses y bucos, criaturas abominables que solo pueden acechar dentro de la mente de quien se afana con sus pinceles en buscar luz interior.
De eso trata este admirable libro (me resisto a llamarlo “novela gráfica”, perdonen ustedes), GOYA, LO SUBLIME TERRIBLE que El Torres y Fran Galán ofrecen para el deslumbre de los lectores. Es ficción, sí. Pero también es historia. La vida de Goya ha sido objeto de premios Planeta, de películas y series de televisión, tanto en España como fuera de nuestras fronteras. Su relación con la independiente duquesa de Alba, su azarosa vida matrimonial, la enfermedad y el enfrentamiento continuo con la realidad que tal vez lo acercaron peligrosamente a la locura, la pulsión entre el hombre racionalista que el pintor es y la superstición de la que ninguno puede librarse son la base de esta narración.
Nos encontramos con lo que es, en ocasiones, un tebeo de terror que escamotea siempre sumergirse de pleno en el terror. Nos encontramos también con un tebeo histórico donde el guionista, que ha estudiado la historia, no se entretiene en darnos lecciones de historia, dejando para el lector curioso la tarea de consultar (hoy, tan fácil, a un solo clic) quiénes son los personajes secundarios que asoman de manera tan brillante en estas viñetas.
El Torres se reivindica una vez más como un guionista sólido, con un magnífico sentido dramático y una capacidad casi sobrenatural para los diálogos y el tono coloquial, lo suficientemente respetuoso con el que posiblemente se hablaba en la época y a la vez deliciosamente moderno. Fran Galán, por su parte, con su estilo claro y luminoso, se pone al servicio de la historia y ofrece toda una gama de matices en las expresiones de los personajes, comunicando a la perfección sus estados de ánimo y desánimo, rompiendo a placer las fronteras entre lo real y lo surreal, espectacular cuando tiene que serlo, íntimo cuando toca. Descubrir, en el paso de la historia, cómo la mirada de Goya (que es la mirada de los autores, la mirada del lector) va viendo casi de refilón lo que luego serán sus cuadros es un añadido que catapulta el enorme valor de este libro, que me atrevo desde ya a calificar como histórico para la historieta española.
Me queda, tras la lectura, la admiración por sabiduría de la puesta en escena. La reflexión, quizá compartida por los artistas, de cómo los monstruos de la razón son necesarios para crear obras de arte.
Porque crear es, antes que nada, un acto de exorcismo propio. Y aquí El Torres y Fran Galán, con la figura del grandísimo Goya como vehículo, hacen una bella parábola del acto de la creación, de la búsqueda de la paz interior, de ese momento de pausa en que el artista deja el pincel (o la pluma) y suspira feliz… un fugaz tiempo de paz hhasta que otra criatura de su imaginación vuelva a roer las entrañas de su mente.
El sueño de la razón produce monstruos, pero es sublime lo terrible.
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Cuando en la navidad de 1977 nos asomamos por primera vez a aquella galaxia lejana, muy lejana, que con el tiempo acabaríamos por llamar con su nombre en inglés, Star Wars, y que lo quieras o no cambió para siempre el mundo del cine y el entretenimiento de los medios de masas, el personaje que más nos llamó la atención, adolescentes como aún éramos, fue el de aquel vaquero del espacio, fanfarrón y cínico, que iba acompañado por un mono gigante y pilotaba aquella nave en forma de croissant, Han Solo.
La película se convirtió en trilogía, la trilogía en hexalogía, la hexalogía en lo que quiera que vaya a convertirse ahora que Disney tira de las riendas y de nuestras carteras. Han Solo nos sedujo aún más en El Imperio Contraataca, se volvió un tanto infantiloide y tontorrón en El Retorno del Jedi, y muchos años después (ojo que va spoiler) se hizo viejito y se dejó matar por su hijo emo en El despertar de la Fuerza, con lo que el actor Harrison Ford se salió finalmente con la suya (insistió en que Han Solo muriera ya en El Retorno) y se libró de los nuevos y extraños derroteros que amenazan a la franquicia.
Tras el primer spin off de la serie principal, la irregular y un tanto parcheada Rogue One, le toca el turno al personaje. Y como no se pueden contar historias suyas hacia delante, se propone una vuelta a los orígenes, rellenando huecos que más o menos habían sido esbozados ya en las abundantes secuelas no-cinematográficas del universo de George Lucas.
La película, Solo (rebautizada tontamente Han Solo en nuestro país) no sorprende. Tampoco encandila, cierto es, pero no molesta. Recupera el sentido de la aventura intrascendente, donde todo va a tiro hecho, con tiros, persecuciones, explosiones y algún que otro chascarrillo (demasiado pocos, en opinión de quien esto suscribe). Era un riesgo asumido por la productora, pero riesgo de pocos quilates. El principal, sustituir al icónico Harrison Ford por un ilustre semidesconocido de apellido impronunciable, parece haber sido saldado con creces, ya que el chaval no desmerece, es más guapo que Ford (y más bajito) y tampoco tiene un script que le provoque recitar a Shakespeare con cada línea de diálogo. Lo demás ya es rellenar con tapaporos: su infancia como pillastre callejero en el planeta Corellia, su deserción de la armada imperial, su encuentro con Chewbacca el wookie y las malas compañías que lo llevarán a frecuentar a contrabandistas y gentes de los bajos fondos de la galaxia, el encuentro con Lando Calrissian (que roba todas y cada una de las escenas en las que aparece) y, por supuesto, la inevitable historia de amor. No de Han hacia la kaleesi morena por la que bebe los vientos, sino, naturalmente, la historia de amor de Solo con su nave, El Halcón Milenario.
Se agradece el tono decididamente ligero de la historia, aunque las bases del mundo o los mundos turbios sobre los que se asienta el poder del Imperio están ahí. Se agradece también, sobremanera, que en ningún momento se mencione la Fuerza, ni los caballeros Jedi, ni los sables de luz ni la República caída, quizá porque en el submundo o los submundos galácticos tanto da quien gobierne.
Dirigida con tino pero sin estilismo épico por Ron Howard, la película incide en el futuro gastado que propusiera George Lucas, tiene los suficientes guiños a los fans para encandilarlos pero sin desviar la atención de los lectores no versados (las líneas de diálogo que se repiten como coda, la armadura mandaloriana como adorno en el sancta sanctorum del malo, el disfraz que muchos años más tarde usará Lando Calrissian en el rescate in extremis de El Retorno, la aparición de ese personaje que ninguno se esperaba).
Cumple su función de ampliar el escope de la más grande space opera que jamás viera el cine, y al menos este espectador se queda con ganas de otros spinoffs de estos personajes carismáticos que no se toman la vida demasiado en serio.
Lástima, por cierto, lo oscuro de la fotografía.
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Dicen los sabios que las obras de arte no se terminan, sino que se abandonan. Esto, que se cumple con la pintura, o la escultura, o la literatura misma, tiene una aplicación más difícil en el mundo de la historieta, donde hemos visto cómo los autores se marchan o fallecen y sus personajes (sí, su obra) los sobrevive. A veces, pocos años. En ocasiones, durante décadas.
En algún momento determinado de su larga labor creativa, por ley de vida, Hal Foster tuvo que ser consciente de que se acercaba el final. Y, como padre bien preocupado por sus hijos, debió de hacer mil y una cábalas sobre el futuro de Príncipe Valiente y su rico teatro de personajes. Desde el principio, cierto, el entorno histórico de la serie tiene fecha de caducidad, el gotterdamerung de la Tabla Redonda, la muerte de Arturo, la dispersión de la hermandad, el hundimiento de la sociedad en las tinieblas. Se sabe que Foster lo tuvo en cuenta. Pero terminar así, de esa triste manera, incluso en los desnortados y dolidos años sesenta, habría sido poner un punto final épico inigualable a la serie… pero una frustración terrible para sus lectores.
A cuatro o cinco años vista del retiro parcial de Foster, el autor, ya con 75 años, puede que sopesara mil y una maneras de colgar los bártulos. Y es posible que en este tomo que comprende los años 1967 y 1968 se confiese como nunca antes habíamos leído en sus páginas. Porque, verán ustedes, si hay un episodio extraño en el devenir de la tira desde 1937, si hay un personaje cuyo canon estético prácticamente no coincide con los parámetros visuales del estilo fosteriano, si hay una historia que sea una loa al amor y el carpe diem es la que abre estas páginas: la triste situación del príncipe Harwick, que abandona las responsabilidades del trono al que está obligado y que vuelve al redil tras una experiencia traumática. La responsabilidad por encima de la necesidad propia. Harwick, fíjense bien, es rechoncho, con bigotito que no parece de la época, entusiasmado por la pesca con caña, enamorado de una criada por la que ha renunciado a su destino como rey. Harwick, fíjense bien, tiene un físico que recuerda al del propio Hal Foster, que comparte su bigotito que no parece de la época, es un entusiasta de la pesca con caña, y está profundamente enamorado de una mujer (su esposa Helen) que por aquellos tiempos empieza a tener problemas de salud. ¿Es posible, entonces, que Harwick y Harold sean trasunto uno del otro? ¿Es posible que Foster, ya un anciano, fantaseara con la idea de renunciar a su trono y lo proyecte en su argumento? En cualquier caso, es significativo que sea el senescal, y más aún, Valiente, quienes lo convenzan para retomar su camino.
Pero las dudas de Foster no acaban aquí. El mayor enemigo de la historieta, como lo es del hombre, es el tiempo. Foster quizá no se cree con fuerzas para continuar el tono épico de su serie (podríamos considerar que el último gran aliento guerrero fue la aventura del príncipe Arn en América que vimos el tomo anterior), y nuevamente fantasea con un Val y una Aleta más jóvenes, de ahí el juego de dobles que presenta entre Reynold y Lady Ann, una historia un tanto desangelada que solo se explica, hoy, desde la necesidad, consciente o inconsciente por parte de Hal Foster, de buscar manos y mentes más jóvenes que continúen adelante su obra.
Advierto, como traductor, algunas sutiles diferencias de estilo en los textos de la serie en estos años. Las frases son más largas, el vocabulario estrictamente medieval (al menos en versión original) se hace más acusado, los “Nuestra historia” se integran de una manera diferente en la narrativa, completando la oración y no como un mero anuncio, e incluso tenemos abundantes viñetas donde no hay frase y réplica, como de costumbre hasta ahora, sino frase, réplica y contrarréplica. Nadie puede asegurarlo, pero parece como si los textos hubieran sido redactados o corregidos por otra mano anónima.
Como se me antoja, también, algún tipo de injerencia editorial en la terrible historia donde Arn, drogado, se vuelve berskr y asesina a la vieja bruja y su hijo deforme. Si en la idea original eran Horrit y el ogro de las marismas, habría sido una bella manera de cerrar el círculo y romper el maleficio de Valiente, el hijo tomando el lugar del padre y emprendiendo su propio camino.
Todavía, en estos años, parece posible que Arn herede el protagonismo de la serie y Val quede en segundo plano, como quedó el propio Foster, apenas tres años más tarde.
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Categorías: Principe Valiente
Nació como respuesta al gran éxito del cómic policial de la competencia, Dick Tracy, de Chester Gould. Tuvo como primeros padres (imposible saber, a estas alturas, quién fue realmente el creador; posiblemente los capitostes del King Features Syndicate, que no daba puntada sin hilo y siempre toqueteaba aquí y allá las propuestas de los creadores para que los derechos quedaran en su poder, maniobra común a los syndicates de aquella época) al célebre escritor de historias hard boiled Dashiell Hammett, y el joven talento Alexander Gillespie Raymond. El novelista abandonó pronto sus labores creativas en la serie, si en efecto puso su talento y no solo su nombre en la empresa, y Raymond, que tenía que simultanear las tiras diarias de X-9 Secret Agent con sus planchas dominicales de Flash Gordon y Jungle Jim, aguantó poco más en el título antes de centrarse en sus otros dos personajes.
Los guiones pasaron por la imaginación del ínclito y misterioso Don Moore, de quien tan poco sabemos (quizá fuera, en realidad, solo un redactor de plantilla y no un guionista stricto sensu), y luego por la de Leslie Charteris (el creador de El Santo), mientras un puñado de dibujantes sustituía a Raymond: Charles Flanders (que dibujaría The Lone Ranger), Nicholas Afonsky (de Little Annie Ronnie y Ming Foo), y un viejo conocido de los seguidores de Flash Gordon y Jungle Jim: Austin Briggs, que duró en la serie hasta que se encargó de las tiras diarias del héroe del espacio y poco más tarde de las dominicales en color, tras la marcha voluntaria de Alex Raymond al cuerpo de marines en la Segunda Guerra Mundial.
Entre 1940 y 1960 la serie estuvo a cargo del competente y delicioso Mel Graff, que fue el primero que humanizó al personaje, dándole por fin un nombre y un apellido que sustituyeron a aquel lejano Dexter con el que brevemente identificó (falsamente) en los tiempos de Alex Raymond. Graff, con su estética del claroscuro, bautiza a X-9 como Phil Corrigan, y es capaz de mezclar las historias policiales con el romance: un atribulado agente secreto que se debate entre dos amores, Linda y Wilda, y que mantiene en jaque a los lectores. Phil al final se decide por Wilda, se casa con ella en 1950 y hasta tienen una hija, Philda, dos años más tarde. Una más que interesante etapa que extrañamente no ha sido recuperada para los lectores contemporáneos.
Como no menos interesantes son los seis años (1960-1966) en que Bob Lubbers, bajo el nom de plume de Bob Lewis, pues con su nombre real simultaneaba otras series para otro syndicate, dotó al título de un tono elegante, bello y muy sexy, influencia sin duda del bondismo imperante. Las primeras tiras de este volumen, aunque quizá no sean suyas, siguen su estética.
En 1966, y durante otros diez años, el tándem formado por Al Williamson y Archie Goodwin reencauza de nuevo las aventuras de X-9, que solo es llamado así en la primera de las aventuras, para pasar a ser identificado únicamente como Corrigan, agente secreto. Estamos ya en la segunda mitad de la década prodigiosa, y ha llovido mucho en el mundo de las ficciones y los cómics en general. La influencia de James Bond lo permea todo, y aunque estas historias tratan de eludir los gadgets y la parafernalia propia del agente 007 (y de ahí viene, quizás, el eludir la sigla X-9 del protagonista) es inevitable que haya situaciones de paralelismo y que se acabe por incidir en las temáticas bondianas.
El estilo de Williamson recuerda al de Raymond, no en vano se le considera su principal heredero. Más al Raymond de Flash Gordon o Rip Kirby, ciertamente, que al de X-9, en especial en la forma de encarar la narración, con abundante documentación fotográfica donde los personajes están interpretados por amigos, ayudantes, la madre del propio Williamson (la recurrente señora Murkley), o el propio Archie Goodwin. Tras los muchos rostros que se alternan para encarnar al agente secreto, que tiene al principio rasgos que recuerdan a aquel lejano Dexter de los años treinta raymondianos, en ocasiones apuntan a Sean Connery y, con el paso de los años y el pelo más largo, acabarán por ser los del propio Al Williamson
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Confieso que cuando Enrique Blanco Rodríguez recomendó este libro, mi primera reacción fue la de un fuerte escepticismo. Al fin y al cabo, la figura del Tenorio me ha parecido siempre intelectualmente repulsiva y sobre la calidad literaria de las obras basadas en él no haré muchos comentarios. El único D. Juan que me ha interesado en mi vida es el de Mozart y eso es por obvias razones que poco tienen que ver con la literatura.
En cuanto al héroe local de esta ciudad, D. José Zorrilla, ¿qué podría yo decir? Mal tiene que estar esta ciudad para que aquí todo se haya dedicado a Zorrilla, al menos hasta que llegó Delibes. Piadosamente pensemos que es autor que ha soportado mal el paso del tiempo. Al fin y al cabo, soportar a ese gran cabronazo sólo está al alcance de unos pocos elegidos, pero estarán Vds. de acuerdo conmigo en que aquello de “¿No es verdad, ángel de amor……?” debe estar en cualquier antología del ripio que se precie.
O sea, que mi primera reacción ante la publicación de Enrique fue fruncir el ceño, y más tratándose de un autor que, lo confieso, me era totalmente desconocido.
Pero el gran respeto que tengo por el criterio de Enrique, de quien soy seguidor desde que sigo su blog a raíz de conocerle personalmente y de leer en su magnífico blog (http://enriqueblanco.net/) aquel apartado “música y matemáticas”, que me resultó fascinante, y la publicación en ese mismo blog de su reseña (http://enriqueblanco.net/2017/06/don-juan-don-rafael-y-yo/ ), me decidió a adquirirlo.
Nunca he hecho crítica literaria y no voy a empezar ahora. Sólo me tengo por lector empedernido, de la misma forma que soy melómano, también empedernido y nunca me atrevería a hacer crítica musical. De modo que aquí solo va mi opinión, por si a alguien pudiera interesar: Esta novela, reinvención del mito del Burlador, reconcilia con el personaje, que poco o nada tiene que ver con las versiones clásicas de Tirso y del bueno de D. José. Su prosa, más que atraer, engancha y debería ser de lectura obligatoria aunque sólo fuera por el paseo que propone por la Europa del Emperador Carlos y los personajes y mitos de nuestra historia y literatura.
Desastre de país el nuestro en que Spinola, Gálvez, Blas de Lezo y, si me apuran Gonzalo Fdez. de Córdoba son perfectamente desconocidos por la ciudadanía. ¡Qué no harían los anglosajones con semejantes personajes!
Resumo esta mi opinión, puesto que ni puedo ni pretendo competir con la espléndida reseña de Enrique más arriba indicada: se trata sin duda de una de las mejores obras escritas en lengua castellana que he leído desde hace mucho tiempo y, para mí, el descubrimiento de un enorme escritor que me cuenta desde este momento entre sus seguidores incondicionales. Y como para mi vergüenza debo insistir en que me era totalmente desconocido y resulta que tiene una ingente obra ya publicada, me pongo de inmediato a reparar ese desconocimiento.
De momento, he decidido seguir por “Mundo de Dioses”, no tanto por cambiar de tercio, como porque incide en un elemento que hoy pudiéramos considerar de inquietante actualidad: a partir de la existencia de la tecnología CRISPR, que permite literalmente la edición del genoma humano, un punto de disrupción en nuestra historia se nos aparece claramente. Va a ser posible la eliminación de enfermedades hereditarias …. O la creación de castas de Hombres con caracteres seleccionados y predeterminados, de superhombres. Una sociedad en la que las clases sociales descritas por los autores marxistas sean un juego de niños. La Utopía frente a la Distopía. El Hombre en la encrucijada de su destino. El Superhombre, por primera vez, aparece como algo más que un hallazgo literario para pasar a la categoría de posibilidad tecnológica.
Pero como no me tengo por “gurú”, y además no puedo creer en ellos, me permito aquí terminar con la frase clásica del final del prólogo de “2001, una Odisea del Espacio”, de los maestros Kubrick y Clarke: “ Mas recordad, por favor, que esta es sólo una obra de ficción. La verdad, como siempre, será mucho más extraordinaria”
Muy buenas noches tengan todos Vds.
Ángel M. De Frutos Baraja
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Posiblemente el personaje más relevante de la literatura española, después del Quijote, sea Don Juan. El primero que abordó esa relevante figura fue Tirso de Molina, con su obra el “Burlador de Sevilla y el convidado de piedra”. Después se sucedieron una larga lista de escritores españoles y, también, extranjeros, de la talla de Molière o Lord Byron, que tocaron el mito de Don Juan, y hasta se ha representado en la ópera con las partituras musicales de Mozart. Casi todos los que somos maduros recordamos la versión de Zorrilla, que, como una tradición, fue representada durante muchos años por la noche en la víspera de la festividad de Todos los Santos en la televisión o en teatros de un amplio mapa de la geografía española. Ante esto, Rafael Marín se ha atrevido a reinterpretar a esta celebridad con el peligro que eso conlleva, saliendo muy bien parado del trance, porque muestra magníficamente prismas novedosos de la leyenda que la engrandece.
Lo que más resalta de la obra de Rafael Marín es su verosimilitud, al contrario del resto de los autores, pues hace que dudemos si el personaje realmente existió o no. Para conseguirlo, sitúa a Don Juan en un periodo histórico, glorioso para la historia de España, entre el reinado de Carlos I y los primeros años de la monarquía de Felipe II, como si fuese un hombre marcadamente renacentista que choca, en su decadencia, al final de la novela, contra la nueva moral que vendría más tarde a traernos el barroco, producto de la Contrarreforma. Destaca brillantemente la antítesis entre esas dos épocas, una de librepensamiento, llena de colorido, epicúrea y voluptuosa, antropomórfica y racional, frente a otra más negra, dramática, mística e ilusoria, ceñida a una ética estricta y férrea, y con una estética más teatral. Marín nos brinda un magnífico y bien documentado repaso histórico del imperio español durante la primera mitad del siglo XVI, desde 1520, con la guerra de los comuneros, hasta la batalla de San Quintín de 1557. Rememora con admirable maestría acontecimientos que sacudieron esa época como el saco de Roma, la ruptura religiosa de Enrique VIII en Inglaterra, el primer asedio a Viena por los otomanos, o la toma de Túnez y el desastre de la campaña de Argel, entre otros acontecimientos relevantes.
Además , es una obra muy entretenida, vitalista y dinámica y llena de tensión, apropiada tanto para mayores como para gente joven, donde se mezclan escenas de amor y de desamor, de venganzas, batallas, duelos y muerte, de intriga, y conspiración, de infidelidad, engaño y lealtad, de inteligencia, sagacidad y fuerza. Todo ello aderezado con un lenguaje coloquial de nuestro siglo que facilita su lectura y le resta el artificio de muchas novelas históricas.
El texto, al ser muy visual y poco complejo, destaca por la gran expresividad de imágenes. Asimismo , el ritmo narrativo es musical, dulce y grave, basado en la primera persona, que empapa de serenidad el pensamiento del lector, como una música de fondo que lo amansa y dirige o, tal vez, una mano amiga que impide que las pulsaciones de nuestro corazón se aceleren demasiado, a pesar de que algunas secuencias sean propias de una excelente literatura de terror, ante cuerpos mutilados y despiadadas matanzas. Incluso, los personajes secundarios son magníficos, con una autonomía suficiente para desarrollar futuros relatos independientes que nos atraparían en su lectura.
En definitiva, una obra tan buena, que no me extrañaría que dentro de poco la adapten al cine.
ANTONIO ANASAGASTI
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Categorías: Literatura
Tuvo que ver, quizás, el desprecio secular hacia el fantástico que tiene la literatura española, el sambenito de que no hay tradición, de que los que escribimos ciencia ficción o fantasía somos unos idiotas, sin cultura, que nadamos contra corriente y estamos condenados al fracaso. Tuvo que ver, quizás, que a poco que uno escarba en las grandes obras clásicas de nuestro idioma sí que encontramos que existen abundantes elementos de fantasía y que, además, no están ocultos en obras perdidas, sino que asoman a las claras en los títulos más conocidos. Vale, lo mismo podemos considerar que los milagros de nuestra señora son religión, pero las apariciones marianas son también fantasía. Igual que las apariciones de santos a Mío Cid Campeador, o el juego de magias y metaliteratura de El Quijote.
El deseo de mezclar literatura, historia y fantasía ya me cruzó en el camino mi otra novela “histórica”, Juglar, donde jugué con todos esos elementos. Pensé, justo al terminar ese libro (y estamos hablando del año 2005) en el otro gran personaje de nuestra literatura (de la literatura universal, en realidad) que deriva claramente a lo fantástico, sin ambages: Don Juan Tenorio. Un personaje que, dicho sea de paso, nunca me había hecho la menor gracia.
Pero estaba ahí, llamando: un personaje pendenciero y seductor que se cruzaba con lo ultraterreno. Un personaje que podía y debía ser reexplorado a la luz nueva del fantástico nuevo. Un personaje que, por más que leía a trozos la obra de Zorrilla, me pareció siempre… un inmaduro.
Confieso, sí, que no me gusta(ba) nada el personaje. No por el machismo inevitable de su condición, sino por lo esquemático de su trazado, por lo inmaduro de su presentación al público, por lo endebles de sus creencias y lo falso de su conversión final. Me molesta siempre, y mucho, su arrepentimiento y conversión. En su esquemática presentación teatral, Don Juan es un personaje casi de tebeo malo (y no extraña entonces que uno de sus comparsas se llama adecuadamente “Capitán Centellas”). Su adolescencia en la cuasi senectud, el absurdo de llevar una lista de sus conquistas, la apuesta con su gemelo tonto… Nunca he logrado entrar en la obra de Zorrilla. Un poco más me agradó la versión de Tirso (donde al menos el personaje no pierde su integridad amoral). Sin embargo, sí disfruté con la de Moliere, cuyo Don Juan me parece el más redondo, el más puro y sincero, el más auténtico.
Es, sin embargo, un momento de la obra de Zorrilla el que me puso en la ruta del libro al que dedicaría luego tanto tiempo: aquel en que el personaje cuenta, como de pasada, sin darse importancia, su periplo por Europa, por París y Roma. Esa parte aventurera y guerrera del personaje me parecía más interesante que su obsesión por anotar sus conquistas como un amanuense y fardar de ellas delante de los colegas.
Esperé. Empecé a darle vueltas a la historia. No escribo hasta que tenga la música interna de la narración. Primera persona, claro. El personaje tenía que confesarse. Tenía que excusarse. Tenía que comprender él mismo cómo era y hacerme comprender (a mí y a los lectores) cómo era. Porque el esquema teatral de hace ciento y pico años ya no vale para la sensibilidad de hoy, no sirve para una novela. Y, cuando exploré la época y me enamoré de ella, comprendí que no podía ser una novela breve, sino una historia muy larga. Tan larga que ya de entrada supe que rondaría las mil páginas.
Me vino un día, de pronto, la primera frase: “Yo soy el viento”. Y supe que, también, esa tenía que ser la frase final del libro. Pero no escribí todavía. Ya había olvidado, en buena hora, hacer un Don Juan fantástico para el lector fantástico contemporáneo. Tenía que escribir un Don Juan histórico contemporáneo para el lector de novela histórica contemporánea.
Reconozco que no podría haber escrito este libro en otro momento: ni por trayectoria vital (ya supero en edad a la del personaje, ay), ni por la abundantísima documentación que he podido manejar gracias, sobre todo, a la gran biblioteca de nuestro tiempo que es internet. Para las mil cuatrocientas páginas que alcanzó el manuscrito (convertidas en mil en la edición impresa, sin que se haya sacrificado ni una coma), debo de haber leído más de cinco o seis veces esa cifra. Libros de todo tipo, sobre la época, sobre los personajes reales con los que Don Juan se cruza, en inglés y en español, unos cincuenta o más, de modo que todos los sucesos históricos son, creo, tal como sucedieron. Tracé un esquema de los momentos históricos importantes desde el año en el que, arbitrariamente, hice nacer a mi personaje, 1505, hasta su final. Y de esos importantes sucesos fui eligiendo en cuáles podía y debía estar mi personaje, combatiendo, espiando, seduciendo.
Por fortuna, la vida de Carlos V está documentada prácticamente día a día. Eso me permitió que, cuando Don Juan se cruza con él, pueda ser plausible en todo momento. Lo mismo con los otros personajes históricos que salpican el relato: Garcilaso, Enrique VIII, Ignacio de Loyola y tantos otros: están justo donde estuvieron en el momento en que Don Juan los encuentra. La narración del Saco de Roma, del asedio de Viena, de las batallas de Argel y Túnez, de San Quintín son tal como fueron: internet, ya digo, me permitió acceder a estudios sobre esos momentos históricos, en ocasiones a partir de textos de la misma época.
El principal problema de toda la historia, claro, era ser verosímil. Tenía que explicar al seductor y su desdén por el otro sexo: de ahí todo el libro primero con su infancia y primera juventud en Sevilla. Tenía, además, que justificar que un personaje ateo y amoral pudiera haber sobrevivido en una época beata. Tenía que justificar que estuviese en todos esos sitios, como burlador y como guerrero. De ahí que surgiera la idea de que, entre otras profesiones, Don Juan actúe como espía del Emperador (y a las órdenes de un M muy particular, Garcilaso, quien en efecto fue también espía).
Nunca quise documentarme mucho más allá de los momentos en que el personaje estaba, para no confundirme ni cometer gazapos históricos (aunque sin duda habrá alguno). Tuve por fin la música de mi historia y comencé la redacción: lo que hoy es el “libro primero” de los doce que componen la obra: Sevilla y la fascinación por el descubrimiento de la vida. Es, creo, una parte hermosa, llena de luces y nostalgias y también de inocencia. Don Juan no es aún Don Juan (quizá no llega a serlo hasta el enfrentamiento con St. Croix en París, tres libros más tarde), sino un burgués soñador que nace y vive en un lugar de ensueño.
Tiene un tono diferente ese libro al resto de los libros, para contrastarse con el libro último, el del regreso. Quise, y así lo escribí, que fuera todo una narración de corrido: porque los recuerdos de la infancia no tienen puntos y aparte, porque esa época de nuestras vidas se percibe como un todo que no se sabe dónde comienza y quizá tampoco dónde acaba. Setenta páginas de un solo capítulo son muchas páginas de un solo capítulo, sin apartes, sin pausa, sin tregua. La literatura por la literatura. Justo lo contrario de lo que había venido haciendo en otros libros: capítulos cortos donde se contara justo lo que tiene que contarse, para que el lector los percibiera como unidades mínimas y siguiera (o no) en el siguiente.
En realidad, fue así como percibí la novela en un principio: como un todo sin capítulos ni libros diferenciados. Creo que nací demasiado tarde. La literatura (iba a decir “la literatura tal como la conciben las editoriales de ahora”, pero las editoriales de ahora ya no conciben la literatura) va ya por otros derroteros: el lector es impaciente, necesita la pausa, el aire. Ya que no estaba dispuesto a diluir el estilo, que es mi santo y seña y, más que ninguna otra cosa, el santo y seña de esta novela, hice caso al sabio consejo del gran Alfonso Mateo Sagasta y decidí escribir en capítulos. Eso mejoró, sin duda, la arquitectura y el ritmo de la novela. No sé si la hará más fácil de leer, pero como bien me dijo Alfonso, me iba a hacer más fácil escribirla. Eso que le debo, una vez más, al amigo y maestro.
Si observan ustedes, durante todo ese primer libro no hay diálogos. Me dan mucho respeto los diálogos, de ahí que incluso haya escrito novelas enteras sin ellos. En Don Juan era inevitable que aparecieran tarde o temprano. No hay más que un momento dialogado en la infancia y juventud del personaje, quizá porque el recuerdo de la infancia es un todo y no me parecía que, en esa memoria, el personaje pudiese recordar, en la ficción novelada, tanto detalle. Temía, en especial, dadas las características del protagonista y su pedigrí literario, caer en el ripio. Sin embargo, el diálogo entró en escena nada más dejar Sevilla atrás y salir a los caminos (de la mano del Guti, el primer criado que conocemos en la novela) y se convirtió, casi en seguida, en una de las principales características de la obra y del personaje y los personajes: esgrima verbal. Creo que, de todos mis libros, es el que tiene los mejores diálogos, los más chispeantes, con los mejores retruécanos y las mejores réplicas.
La aparición del primer criado me planteó un doble problema. Era necesario porque a partir de ese momento, en los caminos, Don Juan tendría que encontrarse con un montón de otros personajes: del roce con todos ellos iría surgiendo la peripecia vital que formaría el libro. Yo sabía (lo dice el personaje en las primeras páginas) que no habría un solo criado: no podía haberlo, en tanto el comparsa se ha llamado Chuti, Catalinón o Sganarelle según qué autores lo trataran. Mi Don Juan conocería a muchos criados y no quería que en modo alguno el lector esperara la aparición del más conocido, el Chuti, así que decidí llamar “el Guti” al primero, para que la deformación fonética apuntara a él, pero sabiendo que vendrían otros criados, para otros momentos. Y el Guti, con su verborrea incontenible, con su picardía incontestable, con su sabiduría del camino se convirtió, de pronto, en un rival para el protagonista (hubo otros rivales de igual peso a lo largo de la narración). De ahí que la solución a ese conflicto quizá pille por sorpresa al lector, pero no a mí como autor: no cabía otra Luego vendrían otros criados, distintos entre sí, gamberros o inútiles, incluyendo uno llamado Molina que es un guiño a Tirso, por si no queda claro.
El juego escénico de situar a un personaje de ficción en un entorno de personajes históricos se redondea con el guiño a algún que otro personaje de ficción que estuvo presente en los momentos de ficción que aquí se tratan, como es el caso de Lozana. Hay alguna auto referencia a personajes pasados propios: la mención a una encarnación de Ora Pro Nobis que es vista de refilón como mártires en el Saco de Roma, o la más extensa intervención de Stefano el truhán, con quien tuve que tener pies de plomo para que se entendiese bien sin pillar la referencia al libro del que procede (sí, Juglar), pero con la suficiente sutileza en la descripción de lo que dice y lo que le ocurre para que el lector que haya seguido mi obra capte el guiño casi obligatorio. Lo mismo en el caso de la alusión a otro personaje que tiene bastante importancia en la aventura en Constantinopla, y cuyo nombre y circunstancias prefiero no aclarar: sea el lector quien lo descubra y lo disfrute o acepte las características del personaje tal como yo las he (trans)formado.
Escribir este libro ha sido un enorme placer, y también un gigantesco tour de force . Metido por fin en harina, han sido cinco años de redacción. Un enorme placer, sí, pero también un enorme miedo escénico: no a perder la música, como temía en otros libros, sino a no ser capaz de terminarlo. La idea era que el libro fuera in crescendo, desde el principio al final, que cada capítulo fuera mejor que el anterior, que el personaje se fuera haciendo atractivo y a la vez odioso, que se nos convirtiera, desde el niño bueno de las primeras páginas, al monstruo que se considera él mismo también desde el principio.
Escribir una novela es superar las trampas que tú mismo te vas tendiendo. En este caso, la trampa fue la primera persona. Indispensable en este caso. Pero escribir con ese tempo, con ese ritmo, con esa forma de ver el mundo me obligaba a ser fiel en todo momento al progreso vital de Don Juan: no podía iniciar un capítulo diciendo “diez años después yo estaba...”, porque la estructura del libro era la confesión de todo lo que el personaje hace. Y, si quería que estuviera en los momentos históricos que se me apetecía contar, había que justificar el camino, el tiempo en que se tarda ese camino, las circunstancias que lo llevaban a estar en Viena, o en Argel, o en Inglaterra o en Túnez. Hubo que recurrir a trucos para que la novela no durara tres mil páginas. Sobre todo porque siempre fui consciente de que, escribiendo como estaba escribiendo, a tumba abierta, sin preocuparme por satisfacer a nadie más que a mí mismo, sin plegarme a exigencias de mercado ni miopías editoriales, estaba escribiendo una vez más una novela con hándicap. Y la novela está escrita como un todo: en cualquier caso, podría haberse publicado en dos partes, pero no en tres. Era un enorme diplodocus el que estaba redactando, y la misma estructura ya marcada me impedía volver atrás y rehacer.
Porque es una novela que no está rehecha. No está reescrita. Apenas está corregida formalmente. Terminado un capítulo, pasé al siguiente. Lo que me sorprende es cómo está todo apuntalado y apuntado ya en los primeros capítulos. Lo que me sorprende es cómo Don Juan escribe (tengo la impresión de que no he escrito este libro, una vez más) y, sobre todo, cómo remata sus razonamientos. No soy consciente de haber llegado a ellos.
Mil cuatrocientas páginas de manuscrito, convertidas en casi mil en su versión al papel, donde no se ha sacrificado ni una coma. Donde creo que, si acaso, le faltan páginas, un libro intermedio entre los dos últimos. Donde he sufrido y gozado y, sobre todo, aprendido. He llegado a querer a ese hijo de puta que es Don Juan. Mi Don Juan. Independiente de los otros Don Juanes como el personaje es independiente de sus coetáneos y hasta de sí mismo. Lo curioso es cómo lo que empezó siendo un deseo de revisión fantástica elude lo fantástico, y ese fantástico, cuando aparece, es apenas un esbozo no aclarado (la naturaleza de Stefano o la mujer del velo). No hay fantasmas que salen de las paredes: cuando lo hacen, hay una explicación racional. Tengo, eso sí, la impresión de que el fantasma, en todo caso, es el propio Don Juan a partir de un momento determinado del libro.
¿Mis personajes, mis pasajes favoritos? Me gustan las mujeres que salen en el libro. En especial las mujeres fuertes: Madame de Brueil y su guiño a Milady, Lozana, la loca del coño y la diablesa pelirroja. Me gusta el largo momento en Inglaterra, con la coña hacia el bardo por nacer y el paralelismo entre Don Juan y Enrique VIII; de ahí, el momento en que Don Juan, quizá por primera vez, se solidariza con la(s) mujer(es) al posicionarse a favor de la reina Catalina. Me gustan las charlas de hombres: con Ginés de Alejandría, con el Emperador, con Garcilaso, con Manolito, con Ignacio de Loyola, con Perejón. Me gusta, especialmente, el personaje de Centellas.
Cinco años y todavía me queda en el tintero la duda... ¿Una nueva historia con Lozana como centro? ¿Con Robert? ¿Con Perejón?
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En el enlace, la posibilidad de comprar DON JUAN en epub.
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—¿Cómo has dado conmigo, amigo mío?
—No sería el buen espía que fui si no hubiera hecho indagaciones. Hace un par de años que supe que estabas vivo y dónde, aunque no esperaba que estuvieras aquí todavía.
—¿Cómo sobreviviste a Argel?
—Sobreviviendo. Penando mucho y aguantando más. Fueron tantos años que he perdido la cuenta de la edad que tengo.
—¿Te la digo?
—Mejor no, así puedo seguir engañándome un poco más. ¿Lograste embarcar en la desbandada?
—No. Me capturaron. Fui esclavo medio año, pero los mercedarios pagaron mi rescate. Pude reengancharme y volver a Europa.
—Para perder esa pierna.
—Podría haber perdido mucho más. No tenemos, me parece, derecho a quejarnos.
—Es posible. Pero con ese aspecto de pirata, yo no me habría quedado a servir en una hostería.
—Ya sabes lo poco que me gusta el mar.
—¿Y la muchacha?
—La conocí cuando yo era esclavo y ella una niña. Me acompañó cuando me rescataron y me esperó hasta que volví cojo y cansado. Los mismos monjes que compraron mi libertad se encargaron de convertirla.
—Una cosa por la otra.
—Una vez más, no me quejo.
—¿Te da el negocio para vivir?
—Siempre se venderá vino y siempre se comerá pan. Sevilla es mucho más, hoy, que un lugar de paso hacia el Nuevo Mundo. Hay tanto dinero circulando que hasta los mendigos son más ricos que los antiguos soldados de los Tercios. Lo sé porque muchos vienen por aquí, atraídos por el nombre y la leyenda. Unos se avisan a otros y no hay noche que no tenga en marcha una partida de naipes o una de dados.
—¿Pagan?
Centellas se encogió de hombros.
—Los que pueden. Los soldados ya hemos hecho suficientes sacrificios. Menos tú, Don Juan. Se cuentan tantas historias sobre tus hazañas que no sabía si estabas vivo o si te habías convertido ya en una leyenda.
—Pongamos que todo es cierto a la mitad. No he estado en todos los sitios donde dicen que he estado.
—Pero sí volviste a los Tercios.
—Por ver si el tiempo volvía atrás, sí.
—Y no volvió.
—No, no volvió. Corrió aún más rápido. Tanto, que cuando me di cuenta había un rey nuevo y enemigos distintos. Supe entonces que tenía que dejar de tomar cotas y esquivar cañonazos.
—Pero no mujeres.
—Las mujeres son una guerra distinta que no mata. Al menos, de momento. Te he traído un regalo.
Eché mano al zurrón y saqué el bulto envuelto en papel encerado. Con curiosidad, Centellas soltó el lacre y las cuerdas que lo sujetaban. La morita, Fátima, había acudido a sentarse a su vera. Al abrir el paquete, Centellas no pudo contener un sollozo.
—Manchado de sangre tuya y mía —le dije mientras el antiguo capitán apretaba el estandarte raído y desgarrado, pespunteado mil veces, de la Compañía del Laurel contra su pecho—. De la sangre de quienes lucharon con nosotros y de quienes pelearon luego. Sangre de héroes muertos.
—Oh, capitán —dijo Centellas, con un hilo de voz, mientras las lágrimas llenaban ríos en los surcos de su rostro—. Ahora sí que esta hostería podrá llamarse del Laurel, como en el tablón se anuncia. No sé cómo agradecértelo.
—Sirve más vino. De la segunda barrica. Y haz correr la voz de que en Sevilla está Don Juan Tenorio y tiene hambre de juegos de naipes y dados. De las mujeres no te preocupes: yo me encargo.
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Cruzamos los aceros. Dos, tres veces. En el silencio del claustro, era como si Pavía se repitiera allí dentro. Los estudiantes y clérigos, espantados, veían cómo dos hombres luchaban a muerte. Había fuego en mis ojos, burla en los de St. Croix. Me había vencido en mi terreno, o eso pensaba. Y, en todo caso, había destrozado mi reputación de burlador. No comprendía. Quizá no lo había comprendido nunca. No captaba los matices de la seducción. Engaño, sí; pero entrega. Estafa, también; pero regalo. El burlador es el cerrajero que abre la caja de caudales sin que se noten las marcas de sus dedos en el metal, el saltabancos que te birla la faltriquera mientras está haciendo un juego de manos que te arranca una sonrisa. Un seductor no recurre a la violencia. No la necesita. Es lo que diferencia a un caballero de un patán. Una caricia no puede convertirse en golpe. No en mi caso. No en mi nombre.
St. Croix respondía a mis estocadas con movimientos precisos, sin temerme, sin perder la cabeza ni asustarse. Pero sonreía. Una mueca de burla donde asomaban los dientes del diablo. Jamás había entendido. Jamás había aprendido de mí, más que el momento de morder mi mano. La calma con la que combatía, la serenidad con la que había respondido a mi acusación, sin negarla en ningún momento, aceptando con descaro su pecado, me indicó que posiblemente su forcejeo con Mademoiselle no había sido la primera vez. De mí dependía que fuera la última.
Nunca había usado con él la estocada a la frente. Ese era mi secreto mejor guardado. Supe entonces que había hecho bien, pero no quise emplearla para eliminar a la alimaña que sonreía ante mi enojo, pues sabía que si se libraba de mí en este duelo sin padrinos su padre y su título siempre lo pondrían a salvo: de mi muerte y de la deshonra que a mí me había achacado.
No le di más cuartel. Lancé una estocada hacia su cara, él retrocedió medio paso y cayó en la trampa. Mi espada se clavó en su muslo. Avancé un paso y la giré, abriendo la herida en canal. Le sujeté la mano armada, la retorcí, lo obligué a soltar la espada mientras mi arma destrozaba los músculos de la pierna. Desenvainé la vizcaína, aunque para ello tuve que dejar la espada clavada en su muslo. La hundí en su bragueta, hasta la empuñadura.
La punta salió por debajo del ombligo. Sujeto a mis dos armas como una mariposa al alfiler, St. Croix boqueó algo, herido de muerte, pero incapaz de comprender que hay errores que no tienen solución. Arranqué la vizcaína de sus partes, la alcé hasta su corazón, se la clavé en la boca.
—De nada te sirvió la lengua —le escupí, la cara pegada a su cara—. Y la lengua en la seducción es la llave que lo abre todo.
Gargajeó, escupiendo dientes. La mandíbula se le quebró cuando insistí en la puñalada, subiendo el golpe hacia su paladar, bajo sus ojos. Cuando retiré la mano, St. Croix soltó un bramido y se desplomó como un saco.
Recogí la espada de su muslo destruido. Me di media vuelta. Una docena de guardias me apuntaba con sus ballestas. Nunca podría abrirme paso entre ellos.
—No era eso —sentencié una vez más. Dejé caer la espada al suelo y me entregué a su justicia. Si no es bueno que un padre vea morir a sus hijos, tampoco es agradable para un maestro ver morir a sus alumnos. Y mucho menos por su mano. Pero yo nunca había querido ser maestro de nadie.
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El furor de la batalla agranda el corazón y empequeñece la vista. Incapaz de quedarse cruzado de brazos mientras los cuerpos de ejército atacaban y se retiraban, siempre frescos, hurgando las murallas como olas contra un rompiente, Borbón vio cómo los arcabuceros hacían retroceder a sus hombres. Corrió hacia la muralla, ordenando que replicaran al fuego. Tampoco los españoles veían dónde apuntar entre la niebla o la polvareda de las armas. Lucantonio Tomasino, desde la muralla, nos regaba de plomo y muerte. Borbón siguió adelante, ordenando, insistiendo. Del caballo, directamente, se agarró a una escala. Y entonces la sobrevesta blanca se tiñó de rojo y el Condestable se vino al suelo rociando de sangre a cuantos estábamos cerca.
Un disparo de arcabuz le había alcanzado en la ingle. La sangre brotaba como un surtidor de lava incandescente. Entre el metal y la carne, al ver aquel terrible estropicio, todos supimos que estaba herido de muerte.
—¡A Roma! —gritó, con las fuerzas que le quedaban—. ¡A Roma!
Lo levantaron en volandas entre cinco hombres. Lo miré a los ojos. Supe que sabía que no iba a superar esta última herida.
—¡A Roma, Don Juan! —murmuró, expulsando por la boca la sangre que ya no tenía fuerzas para escapar por su herida—. ¡Que nadie sepa que he caído! ¡No todavía!
Monté a caballo mientras él agonizaba. Más tarde me enteré de que aquellos adivinos a los que tan aficionado era le habían profetizado, mucho tiempo antes, que moriría en el asalto de una gran ciudad. Justo es decirlo, por si alguien quiere creer en esas casualidades. No muere ahogado el campesino, sino el marinero. Don Carlos de Borbón sabía que tarde o temprano, en esta ciudad del Papa como en cualquier otra, se cortaría su camino. Es fácil predecir la muerte cuando de ella has hecho el oficio de tu vida.
Entre disparos y explosiones, corrí en busca de un grupo de soldados al que poder sumarme o que quisieran seguirme. Por el sur venía Coloma con ocho mil infantes. Los lansquenetes asediaban la puerta Settimania, los españoles la puerta del Santo Spirito. Repelidas las tropas de Luis Gonzaga desde el Janículo, a mediodía las fuerzas se reorganizaron para atacar de nuevo.
La niebla, en lugar de dispersarse, se había hecho más intensa. Los arcabuceros disparaban a ciegas, contra todo lo que sonara amenazante. Era tan difícil distinguir amigo de enemigo que sólo por los idiomas se guiaban los brazos que regalaban muerte. Un grupo de hombres intentó rebasar una muralla. Al punto los repelieron con pez hirviente, pero una explosión desbarató la defensa: el fuego de los cañones que llegaba desde Sant’Angelo y que no distinguía entre romanos e imperiales.
Reptamos como hormigas sobre las fortificaciones. Tantos caían como rebasaban las murallas. Los defensores se multiplicaban, como si el Papa efectuara con ellos el milagro de los panes y los peces. Pero no podían estar en todas partes a la vez, y los atacantes sólo teníamos que retirarnos de un lienzo de muralla para dejar que soldados de refresco hurgaran en la herida que íbamos abriendo en la piedra. La noticia de la muerte de Borbón no había alcanzado al grueso de ninguno de los ejércitos todavía: de haberse sabido, quién sabe cuál habría sido el resultado del asedio. Confiados en que aún tenían un líder, los imperiales arremetieron con saña. Temerosos de la venganza de ese líder, los defensores se resistían con el afán de ganar tiempo.
Seguí a un grupo de soldados después de darles indicaciones y guiarme a tientas por la muralla. Los disparos se habían perdido en la distancia, pero la excitación del momento no menguaba según pasaban los minutos, sino que se acrecentaba. Pese a la fría niebla, sudaba por dentro. Tenía los nudillos blancos de empuñar cada vez con más fuerza la espada. Yo sabía de matar hombres, pero era la primera vez que lo hacía en batalla. Era una emoción nueva para mí, que vivía de buscar novedades. Un nerviosismo casi adolescente, como el primer beso robado o la caricia al primer pecho: porque entre la muerte a tu alrededor te sabías vivo, y gozabas cada segundo, de cada mota de aire que llegaba a tus pulmones, de cada latido que se agolpaba contra tus entrañas. Era un baile, como el amor lo es. Pero en el amor gozas y no se te la vida en un segundo. Aquí el goce era vivir la vida un segundo más, el reloj de tu cuerpo al límite. Esa es la paradoja del soldado: esquivar la muerte poniendo la vida en juego, como el que en los naipes sabe que perderá la mano, pero insiste en doblar la apuesta.
Atacamos por las puertas del Torrione, llegamos a la del Santo Spirito. Tras el huerto del cardenal Ermellino encontramos la casa que yo recordaba. Entre la muralla, sola, sin defensa. Nos colamos por una portezuela sin que nos detuviera nadie. Avanzamos, los arcabuces cargados. Todavía, nadie.
Y de pronto un enjambre de soldados pontificios nos salió al paso entre la puerta del Torrione y el portón de Lungara. Hubo intercambio de disparos. Los romanos nos superaban ampliamente en número. En aquel pasadizo iba a quedar sellado nuestro destino. Hubo algún enfrentamiento cuerpo a cuerpo, ese momento de duda en que la guerra se convierte en trifulca. Mi espada hurgó en dos cuerpos. Y entonces, desde detrás de las filas enemigas, llegó un grito.
—¡Los enemigos están dentro! ¡Sálvese quien pueda en lugares fuertes y seguros!
Fue quizá el grito cobarde que decidió la batalla, el que cubrió de oprobio a Renzo da Ceri, que no quiso ser héroe en ese día y vivió en la vergüenza durante nueve años hasta que la muerte tuvo piedad de él y se lo llevó haciéndolo caer de un caballo. Nosotros apenas éramos doscientos, ellos nos cuadruplicaban en número. Pero les pudo el miedo. Retrocedieron, despavoridos, mientras los arcabuceros imperiales disparaban contra sus espaldas. El terror se extendió como la pólvora y los defensores abandonaron las murallas, dejando a nuestra suerte la primera defensa de la ciudad.
El brazo me dolía de trinchar hombres. Ni siquiera advertí que tenía dos o tres cortes yo mismo. Me llevé la mano a la boca, pero detuve el gesto cuando vi mis dedos embadurnados de rojo. Todo quedó tranquilo durante un minuto que pareció una eternidad. Respiré hondo. Aquella voz de alarma había intranquilizado a sus hombres para llenar de valor a los nuestros.
Estábamos dentro de Roma, en efecto. Las calles iban a convertirse en ríos de sangre.
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Don Juan
Autor: Rafael Marín
Novela histórica. Cartoné 14×22. 976 páginas. 29,90 ¤.
ISBN: 978-84-16961-86-3
DON JUAN TENORIO HA VUELTO.
Don Juan, el saqueador de Roma.
El que burlaba mujeres y espantaba a los curas.
El que se abrió paso hasta Viena y mandó al Sultán la cabeza de Mikhal Oglu como regalo.
El que mataba a los franceses por ternas de hermanos y escapó de la prisión de la Conciergerie en París y de i Piombi en Venecia.
El que hacía soñar a las mozas y añorar a las damas ya vencidas lo que nunca volverían a paladear gracias a sus caricias.
El que sedujo a cien huríes y prendió fuego a la flota de Barbarroja en la misma Constantinopla.
El que conocía el secreto de una estocada invencible y tenía la suerte del diablo en las cartas y en los dados, porque ni ganar ni perder le importaban, sino seguir jugando hasta que desesperara el alba y los gallos ronquearan.
El capitán de la Compañía que solo conocía hazañas y victorias.
Don Juan, el hombre que era mito.
El mito que fue leyenda.
RAFAEL MARÍN (Cádiz, 1959) es profesor, escritor, traductor, guionista y teórico de historieta. Ha publicado más de treinta libros en diversos géneros: Lágrimas de luz y Mundo de dioses en la ciencia ficción; La leyenda del Navegante y La ciudad enmascarada en el fantástico; Detective sin licencia, Lona de tinieblas, Elemental querido Chaplin en el policial; El anillo en el agua y El niño de Samarcanda en la memoria biográfica; Las campanas de Almanzor y Juglar en la novela histórica. Entre sus libros de ensayo destacan Hal Foster: una épica postromántica; W de Watchmen y Marvel: Crónica de una época. Es autor de antologías como Unicornios sin cabeza, El centauro de piedra, Piel de Fantasma o Son de piedra y otros relatos. Marín cultiva un estilo lírico y preciosista donde cada palabra evoca luces, músicas y aromas. Don Juan es su mejor exponente.
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Un entrenador de fútbol (o un guionista de Hollywood, según dice William Goldman) sabe que tarde o temprano va a salir despedido por la puerta. Un vocal del jurado del COAC sabe, igualmente, que sea cual sea la decisión final sólo saldrán satisfechos los grupos ganadores, y que habrá mosqueos, insinuaciones, acusaciones y hasta quizá cosas peores por parte de uno o muchos de los que no ganen. Y es que, como en la película Los Inmortales, sólo puede quedar uno. Es la larga tradición del concurso. Ley de vida.
Lo cual no quiere decir, claro, que uno no se enfrente al trabajo (pues trabajo es, aunque no esté remunerado) con la ilusión de cumplir con su deber, que no es moco de pavo. Ni que, sabiendo la que le espera, no asuma el hecho y haga lo que tiene que hacer de la única manera en que puede hacerlo: bien. Eso, precisamente, que el aficionado a la fiesta por antonomasia de Cádiz no sabe... y, según parece, tampoco alguno de los que se someten al escrutinio de cinco personas en el concurso: cumplir las normas que las propias gentes del carnaval han aceptado y redactado. Y es que, como el coronel aquel que interpretó el gran Jack Nicholson en Algunos hombres buenos, ellos nos han puesto en ese muro. Nos necesitan en ese muro.
Juan José Téllez, elegido presidente del jurado (sin voto pero con voz, sensata siempre, libre siempre, tranquila siempre, admirable siempre) fue capaz de reunir un grupo de hombres y mujeres, once en total, con larga experiencia y trayectoria dentro del carnaval: en el concurso y en la calle y en la prensa. Antifaces de oro, gente que ha hecho el carnaval con la risa como única arma, gente que ha estado al pie del cañón durante décadas, gente que ha revolucionado el carnaval desde dentro y desde fuera una y varias veces. De los diez con voz y voto, yo era el advenedizo: no soy experto en carnaval. Soy aficionado a nivel usuario: no conozco en profundidad los nombres y apodos de los concursantes, no me sé sus pedigrís, apenas tengo la experiencia de muchos años de escuchar por la radio, de seguir por la tele, de haberme reído en la calle, de haberme incluso atrevido a salir tres veces, tiempo ha, en chirigotas callejeras, o de haber escrito varias novelas en gaditano y centrado otra más en el carnaval de Cádiz, eso que se lleva tanto ahora. Comparado con aquellos monstruos, yo no era nadie. Y, sin embargo, puede que fuera en parte el vocal (el jurado, que decimos) ideal, porque no tengo lazos con ningún participante, no se me podía acusar de favoritismos, ni de amiguismos. Yo estaba allí, se me antojó siempre, un poco como alter ego de Juanjo Téllez.
Si alguien creía, o cree todavía, que el jurado es un ente malévolo empeñado en fastidiar a unos y beneficiar a otros por mor de antiguas rencillas o ajustes de cuentas, se equivoca: está creyendo en leyendas urbanas que no existen (la otra gran leyenda urbana, que no viene a cuento y de la que no hablaré, son los pantagruélicos menús: créanme, es mentira). Desde el minuto cero, desde las gélidas reuniones previas (y digo gélidas porque fueron esos días de frío polar) comprendí el acierto de Juanjo Téllez al elegirlos. “Tenemos que ser completamente honestos y transparentes en esto”, dijo uno de ellos. “Nos jugamos nuestro prestigio, porque el año que viene podemos volver a ser concursantes nosotros mismos”, dijo otro.
Y lo fueron, doy fe, en todo momento. Lo fuimos, sigo dando fe, en todo momento. Y me siento enormemente orgulloso de haber compartido carpetas, lápices, pan y queso y mucha cocacola y mucho café, muchos apuros, muchas preocupaciones con todos ellos. Los admiré desde el primer momento, he llegado a quererlos y sé que alguno es ya mi amigo (o mi amiga) de por vida. Se forman lazos fuertes allí arriba, allí dentro. Se aprende como no se aprende en otro sitio. Pesa la responsabilidad. He aprendido a ver el carnaval, el concurso, la vida vista desde el carnaval desde otra perspectiva. Y eso gano, y eso me llevo. Creo que esos nos llevamos todos.
Treinta y una noches allí dentro se dice pronto. Y permítanme ustedes que les cuente cómo funciona esto de ser jurado, que parece que la gente imagina a un grupo de supervillanos reunidos en torno a una mesa y con un gato blanco en el regazo haciendo planes para dominar la galaxia. No hay mayor misterio: cinco personas son las encargadas de juzgar cada modalidad. Somos, por tanto, diez vocales. Más el presidente y el insustituible secretario del jurado, junto con el vocal de palco, que no participan en las votaciones. Trece hombres y mujeres con buena voluntad y mucho sentido de la responsabilidad.
Se trata de velar por las normas del concurso, eso que ahora se llaman “las bases” y que todo el mundo sigue llamando “el reglamento”. Un montón de disposiciones que ni la Constitución de 1978. Sólo que, al contrario que la Constitución de 1978, hemos tenido que estudiarlas de cabo a rabo.
Creo que no exagero si digo que las bases son enormemente lógicas. Están redactadas (y creo que corregidas) una y otra vez, siguiendo un proceso de prueba y error a lo largo de los años que, quizá porque hay cosas que cambian de un concurso para otro, pueden llevar a confusión. Desde casi el principio, mientras leíamos y analizábamos como si estuviéramos preparando unas oposiciones, nos quedó claro una cosa: las bases están hechas para atar muy en corto al jurado. Para evitar salidas de tono, injusticias o como ustedes quieran llamarlo: para que, como la mujer del César, parezcamos honrados además de serlo. Son lógicas, lo que no quieren decir que sean siempre justas. Ni que no haya casos que las bases no contemplen y que sean los que luego causen conflicto.
En la rueda de prensa posterior al concurso, como había prometido y a la que se había comprometido por primera vez en la historia del COAC, Juan José Téllez contó las dificultades que hemos tenido, señalando algún contrasentido y algunas propuestas de mejora que, posiblemente, caerán en saco roto. Pero les cuento aquí cómo funciona todo esto.
Se votan, en cada modalidad, la presentación, los pasodobles, cuplés, tangos, estribillos, popurrí y tipo. Cada uno de esos tipos de coplas lleva una puntuación (sobre un total de 100 puntos), donde cada copla de la modalidad puntúa más que las que no lo son (para entendernos, puntúa más el pasodoble en comparsa que en chirigota, más el cuplé en chirigota que en comparsa). Sólo eso. Nada más. No está recogido que se vote la afinación, la música, la riqueza de la letra. Sólo puntos puros y duros. Para intentar evitar que una agrupación “se escape” desde el primer pase, voluntariamente se decide “capar” el porcentaje: hemos decidido empezar, como otros jurados antes que nosotros, por el 80 % de los 100 puntos y luego ir aumentando. Parece, de entrada, buena idea. Pero tampoco funciona.
El problema, claro, es que el jurado vota a ciegas durante todo el primer pase, las preliminares. Llegas, escuchas sin tener una referencia de lo que puede venir luego, anotas tus puntos en una cartulina, se eliminan (con muy buen criterio) la puntuación más alta y la más baja de las cinco, se introducen los votos en el ordenador, se guardan las cartulinas en un sobre que se lacra con la firma del secretario y el presidente, y se lleva al notario (o se las lleva el notario cuando está presente) que da fe de todo ello y lo archiva y queda fuera del alcance de todo el mundo, como tiene que ser. Se vota en el breve espacio de tiempo que media entre el final de la actuación que acabas de valorar y el final de la que viene luego (que suele ser de otra modalidad): treinta minutos. Y ya no se puede hacer nada más. No se puede alterar la votación. No se pueden hacer trampas. Nunca. Al final de cada eliminatoria se suma y se quedan en la cuneta los que no tienen los puntos mínimos establecidos (sean quienes sean y vengan de donde vengan). Y, si hubiera empate, que no lo hubo, se remite al también muy lógico sistema (o sistemas) de desempate establecidos en las normas (o sea, ya saben, en el reglamento).
No hay más. Y esto, que deberían saberlo los participantes y el público en general, es lo que impide tejemanejes. Es lo que evita, en teoría, que se proyecte la sombra de duda alguna sobre la labor del jurado. Que no se consiga disipar esa duda recelosa y malintencionada quizá tiene que ver con la idiosincrasia típica del gaditano, del carnavalero, o del concurso mismo. El COAC parece ser el único concurso del mundo donde el sospechoso no es quien es juzgado, sino el que juzga. El único concurso del mundo donde se vota sobre la marcha y no existe posibilidad de recular y valorar de nuevo lo ya votado. El único concurso del mundo donde el jurado se somete durante semanas al juicio del aficionado, el fan irredento, y las iras y exabruptos de quienes no han quedado satisfechos con su lugar en la clasificación.
Porque, además, hay un problema grave de percepción entre lo que se vive dentro del Falla y lo que se ve por televisión. El aficionado no tiene la obligación de votar cada copla: una agrupación le gusta o no le gusta, es del Barcelona o del Madrid: su gusto es un gusto en bruto, pasional, no medido ni razonado. El jurado tiene que escucharlo todo y votarlo todo, tiene que intentar ser ecuánime. Y llegar, por medio de las matemáticas, a un consenso. Porque los votos se suman. Y quien más suma, pasa, se clasifica, o gana.
El aficionado (y a veces da la impresión de que también el concursante) parece que cree que el COAC es una especie de Champions League. Y no lo es: es más bien un trofeo Pichichi. El gran hándicap (corregido algunos años y eliminado luego por quienes redactan las mismas bases) es que las puntuaciones se arrastran. Es un concurso de regularidad, como dicen quienes defienden el sistema. Por eso, la gran final es ilusoria. Una agrupación puede hacer un pase magistral en la final y no ganar, porque ya parte en desventaja y los puntos de esa noche se sumarán a los ya obtenidos antes. De ahí vienen luego las acusaciones de cajonazo y todas las sandeces que ustedes quieran. Pero las matemáticas no mienten ni pueden manipularse. Sólo pueden pasar cuatro grupos por modalidad a la Gran Final: el resto tiene que quedarse fuera. Lo explico a mis alumnos con un ejemplo que creo que es acertado: Imaginad que tengo cuatro sobresalientes a final de curso y he de dar dos matrículas de honor. Los cuatro la merecen, pero dos se quedarán sin ella: tengo, entonces, que cotejar media por media de asignatura, de curso incluso. Aunque me gustaría que se llevaran la matrícula todos ellos. No hay ojeriza.
Y mientras estemos con eso, el concurso seguirá en las mismas. ¿Propuestas de mejora? Ya se han comentado en otros medios, ya las pidió el presidente en la rueda de prensa. Intentar que los cuartetos, esa modalidad tan difícil, tenga un estatuto de autonomía especial y no se vea sometido a los cuatro pases de rigor, que imposibilitan ocho sketches de media hora con una calidad mínima.. Que se evite el exceso de metacarnaval o el metaconcurso, los chistes pillados de wassap, el humor a costa de la diferencia física o sexual. Intentar que la fase preliminar, especialmente, no se valore con puntos sino como “apto” o “no apto” para pasar a la siguiente ronda (ya a nivel personal, quizá cada eliminatoria tendría que ser así; una liguilla de la muerte donde se fuerce a mejorar de un pase para otro el repertorio).
Y, sobre todo, que la gran final (esa maratón desproporcionada, agotadora, épica y lírica que impone esfuerzos sobrehumanos a todos los que están participando a un lado u otro de las tablas) sea una muestra inaudita de coplas, sin repetir nada de lo anterior y, más que ninguna otra cosa, que sea un kilómetro cero para todos, una tabula rasa donde se enfrenten, como en la final de la Champions que la gente sigue creyendo que es, los mejores en pie de igualdad, sin acumular los goles de las anteriores fases del campeonato.
Problemas habrá siempre, claro. La votación sin números redundaría, una vez más, en las sospechas sobre el jurado. Pero sospechas habrá siempre, por más que el jurado haya demostrado, otra vez, su honestidad, su entrega y su amor incondicional por la fiesta. Así que sería interesante que ese otro ente en la sombra, el “Patronato” (quizás los verdaderos supervillanos de todo esto) lo tuviera en cuenta.
El carnaval volverá de nuevo el año próximo. En realidad, no se va nunca. Otros hombres y otras mujeres se esforzarán durante meses por cantar y expresar su visión del mundo, para hacernos reír y llorar, emocionarnos en suma. Otro jurado diferente los juzgará. Comenzará de nuevo la rueda.
Por mi parte, ahora que mi percepción de este mundo es distinta, me parecerá un carnaval raro, diferente. Echaré de menos tantas noches de apuro y de decisiones sobre la marcha. Y echaré de menos, sobre todo, a mis compañeros de jurado, desde el severo Manuel Rojas, el secretario, capaz de recitar el reglamento de cabo a rabo sin equivocarse, el relojero que se encarga de que todo se cumpla a rajatabla, a los otros once monstruos que compartieron conmigo este mes: Luis Ripoll y su alegría contagiosa, Nandi Migueles y su sapiencia silenciosa, Ana Barceló y su equilibrada medida de las cosas, Josele del Río y su envidiable buen humor, Adela del Moral y su juvenil ilusión, José Luis Suárez y su admirable capacidad para estar siempre en el centro de toda medida, Koki Sánchez y su contagiosa risa en la mirada (y el miedo a la niña del traje verde que algún día será protagonista de una de mis historias), Mariló Maye y su sabiduría enciclopédica, Andrés Ramírez y su grandeza en cien sentidos, Javi Astorga y su incansable ir y venir escaleras abajo. Los echaré tanto de menos como, lo sé, los echará mi alter ego, el inconmensurable Juan José Téllez. Nunca tantos debimos tanto a un tipo con una catadura humana tan alta como mi hermano Juanjo, a quien jamás podré agradecer lo suficiente la oportunidad que me ha dado para enriquecerme como gaditano y como persona.
Los perros dicen guau, los gatos dicen miau, y nosotros decimos...
¡Viva el carnaval!
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