A los cinéfagos con complejo de culpa nos cuesta reconocer que el cine fue y es espectáculo de barraca de feria, hecho por unos técnicos para públicos no intelectuales, refugio de artistas en ciernes que desarrollaron un arte específico al alba del siglo veinte. Junto al golpe y el cachiporrazo del vagabundo a la carrera, el lirismo de la florista ciega, la soledad del hombre junto a los monumentos de piedra de la naturaleza, la mirada del pescador portugués asesinado por su propio barco.
El cine nunca ha olvidado su vocación de gran espectáculo: del silente al sonoro, del sonoro al color, del color al Cinemascope, del Cinemascope al Cinerama, del Cinerama al 3D, de la maqueta con hilos visibles a la maqueta manejada por ordenador y, luego, el dibujo informático indistinguible de la realidad filmada a la que se superpone. Los públicos aplaudimos a reclamos populares: la belleza de unos y otras, la majestuosidad de la pantalla, la sorpresa de los efectos especiales.
El héroe de una pieza dio paso al perdedor, el perdedor al cínico, el cínico al hombre alienado y corriente. Llegó la tecnología para resucitar magias perdidas y recurrió a los viejos seriales y camufló las influencias de los cómics. Y llegaron, muy tarde, los personajes del cómic justo cuando los efectos especiales permitían, y hasta barato, reproducir lo que hasta entonces sólo se había visto entre viñetas.
Creció entonces un nuevo tipo de espectador, el que los cinéfagos reconvertidos a honestos cinéfilos soportamos (o más bien no) en sesiones de cine calcadas de patios de recreo donde el bocadillo y el batido de vainilla son las palomitas y los refrescos (o, peor aún, los pestilentes nachos con queso): público no ya adolescente (que ese hubo siempre) sino público friki: el que no comprende que adaptar un libro de mil páginas al cine no consiste en filmar todos y cada uno de sus puntos y comas, el que se emociona con peliculillas menores de los héroes del tebeo americano y no admite críticas a su narrativa, a la plantilla con que se cuentan casi todas las historias, a los conflictos internos que supone trasvasar lo que funciona en un medio para que funcione en otro.
Manda la taquilla. Como ha sido siempre. Pero la taquilla es efímera. El público adolescente, por definición y naturaleza, es efímero: ave de paso. Llegarán las hipotecas, o el paro, o la falta de tiempo. Y vendrán otros públicos, y otros efectos especiales, y otros personajes de enganche. Los héroes de los cómics, como los públicos embelesados de ahora, se harán viejos.
Es lo que ha dicho Steven Spielberg, que sabe tanto de esto y que fue parte del origen de todo esto. El cielo y la tierra pasarán. La moda es moda. Desaparecerán los superhéroes cuando los públicos se cansen, cuando los actores envejezcan, mueran o simplemente pidan desorbitados aumentos de sueldo. Cuando la taquilla no responda porque de todo se cansa uno. Le sucedió al género cinematográfico por excelencia, lo ha dicho Spielberg: el western. Le sucedió al cine negro, al cine S, a la comedia generacional. Llegarán otras generaciones.
Han puesto a caldo, a Steven Spielberg, que fue el primero de la clase y tiene la sabiduría de ser ahora uno de los maestros viejos. Porque, lo mismo que ignoran el pasado del medio, los públicos nuevos ignoran que vendrá el futuro.
Pero el cine, sin embargo, seguirá rodando. Habrá nuevos personajes que se perderán en las pantallas en busca de otros horizontes, sea en jeep, o a caballo, o en nave espacial. Sea con capa escarlata o con pañuelo negro y pata de palo.
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