Coyoacán está en el quinto pino, pero las distancias son cortas para quien vive en lugares grandes. Paco Taibo y Paloma nos llevan al Zócalo de allí, una plaza bonita y arbolada con muchos colores y gente de paseo. Son los colores lo que más nos llama la atención, la diversidad de ropas, los edificios bajitos y los muchos árboles. Esta zona me recuerda a la España de los años cincuenta: calles con muchos parterres, con mucha arboleda, todo eso que nos comió el ladrillo cuando derribó las casas pequeñas para construir edificios grandes.
Paco es goloso y tiene el antojo de un helado de aspecto tan exótico que yo, que no debo tomarlos, no puedo evitar probar un poquito. Delicioso. Es, en efecto, el sabor del helado artesano que al menos en mi zona española ya se ha perdido.
Hay limpiabotas, hay organilleros (de uniforme), hay gente que exhibe a sus perros o vende globos, hay trencitos para turistas, hay librerías y bares y hay gente, mucha gente, gente que sonríe y pasea. Nos sentamos a tomar unas cervezas y la gente que pasa y reconoce a Paco Taibo, que acaba de publicar un nuevo libro, se para a darle la mano, a felicitarlo, a fotografiarse con él. No una persona, ni dos, ni tres. Paco Taibo, tan contestado injustamente en su Gijón natal, es aquí toda una celebridad, un intelectual de la calle, un hombre querido y admirado precisamente porque no se calla y dice en voz alta (y cómo lo dice) las cosas que son necesario decir. Le comentamos entre risas que es como ir por la calle con Justin Bieber y él entorna los ojos bajo la nube de humo de su eterno cigarrillo (su única concesión a los placeres del mundo, junto con la cocacola) como dudando si mandarnos a hacer puñetas o reírse.
Luego nos llevan a comer puerquito. O sea, un lugar amable y coqueto, de batalla, donde nos aparcan el coche y nos sirven unos tacos de cerdo deliciosos. Pica todo. Y cuando digo pica es que pica. Juanmi, que está acostumbrado, hace como que no le afecta, pero el picante de cualquiera de los platitos que nos ofrecen para sazonar los tacos es mil veces más fuerte que cualquier otra cosa de las que en España hacen pasar por picante mexicano. Cuando nos marchamos, ahítos, vemos que están vendiendo huchas con forma de cerdo (de puerquito), una de ellas de Spider-Man. José Ramón se la compra y yo, que me decido tarde, me encuentro con que ya no quedan.
Paco y Paloma se marchan, porque siguen teniendo mil frentes abiertos con la organización de la Feria, y nos quedamos Juanmi y yo con José Ramón y Marina. Nos apetece una siesta también, pero hay muchas cosas que ver. Y vemos la universidad, el estadio, los edificios hechos de trocitos diminutos de piedras de colores. Un entorno hermoso y maravilloso, en una tarde de domingo que se parece a todas las tardes de domingo de cualquier parte.
Descansamos un rato en el hotel y, ya de noche, visitamos el Zócalo del centro histórico. La policía nos deja pasar, porque sabe que nuestros anfitriones son organizadores de la feria y nosotros dos somos, de momento, los dos únicos escritores que han llegado. El Zócalo es una plaza inmensa donde ondea una bandera gigantesca bajo la luna llena. Están montando todavía los stands y nos da la impresión de que tenemos para nosotros solos un lugar que nunca está vacío.
Subimos luego a la terraza de uno de los hoteles y, desde allí, mientras cena quien puede (nosotros ya no podemos) vemos la inmensa catedral y la plaza vacía. Siguiendo el consejo que Paco Taibo nos ha dado unas horas antes, nos informamos de cómo ir a Teotihuacán al día siguiente, pues la feria no abre hasta el miércoles por los retrasos causados por el politiqueo local.
Sorteando de nuevo el cinturón policial, regresamos al hotel. Antes de despedirnos, José Ramón me regala la hucha de cerdito araña que ha comprado antes. La tengo ahora encima del mueble del salón, esperando llenarla para poder cruzar algún día de nuevo el charco.
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Categorías: Las aventuras del joven RM